Las imágenes, que se ven movidas, muestran a un hombre de barba gris que permanece extrañamente indiferente a pesar de saber que está a punto de morir. Lleva un largo abrigo negro sobre una camisa blanca. Sus verdugos, que lo llevan atado, lo hacen subir por una escalera. Su rostro está casi inexpresivo cuando le colocan la soga alrededor del cuello y ajustan el nudo.
El 30 de diciembre del 2006, al amanecer de un sábado, muere en la horca Saddam Hussein. La televisión estatal iraquí transmite imágenes de personas vitoreando, horas después de la muerte de quien gobernó a Irak durante largos años. El jefe de Gobierno, Nuri al Maliki, también está satisfecho.
“La Justicia ejecutó la pena de muerte en nombre del pueblo contra el criminal Saddam Hussein”, aclara. El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, habla de un hito en la construcción de un Irak democrático.
Más de tres años antes, el 9 de abril del 2003, las tropas de Bush y la denominada “coalición de la voluntad” derrocaron a Saddam en Bagdad por considerarlo un patrocinador del terrorismo internacional. Soldados estadounidenses lo encontraron en diciembre del 2003, escondido cerca de su ciudad natal Tikrit.
Quien alguna vez había sido un poderoso gobernante, ahora se había convertido en un viejo hombre derrumbado. Un tribunal lo condenó a muerte el 5 de noviembre del 2006 por una masacre producida en la localidad chiita de Dudschail en julio del 1982.
Tras la muerte del tan temido como admirado jefe de Estado, sus opositores y víctimas encontraron alivio. El dictador había gobernado al país “vilmente” durante 24 años. Trató a sus opositores con mano dura, aplastó levantamientos brutalmente, empleó gas tóxico contra su propio pueblo y atacó a su vecino Kuwait. Con la muerte de Saddam sobrevino también la posibilidad de que el por tanto tiempo castigado Irak pudiera iniciar un camino hacia un futuro mejor, una esperanza que podía ser engañosa.
Pero hoy, diez años después de la muerte de Saddam, el país está hundido en el desastre. La milicia terrorista Estado Islámico (EI) todavía controla grandes zonas. Allí donde el Ejército y sus aliados expulsaron al EI, no sólo quedan lugares en ruinas a causa de los bombardeos sino también sociedades destrozadas. Decenas de miles murieron desde el 2003, tres millones de personas fueron desplazadas.
Actualmente se llevan a cabo elecciones en Irak, pero aun así gobierna una mayoría chiita contra una minoría sunita que se siente muy discriminada. En amplias zonas, hace tiempo que las milicias chiitas son los verdaderos amos y no las fuerzas de seguridad oficiales del Gobierno de Bagdad.
Por eso, no son pocos los que en Irak añoran los tiempos bajo el Gobierno de Saddam, cuando el sufrimiento era grande pero al menos muchas personas se sentían seguras. “Obviamente Saddam era un dictador pero había seguridad. Hoy no tenemos ni dinero ni trabajo, sólo destrucción”, dice por ejemplo Hassan, de 71 años, mientras fuma una pipa típica de la zona en un café de Bagdad.
Principalmente entre los sunitas, que gobernaban al país en los tiempos de Saddam, el entonces dictador sigue teniendo muchos adeptos. Miembros del partido Baath de Saddam y antiguos miembros del Ejército se unieron al EI, alianza que hace posible el éxito militar de la milicia terrorista en Irak. En tanto, el mito, Saddam -venerado como un mártir por sus seguidores- logró sobrevivir a la horca.