Recientemente la Presidenta Bachelet ha interpuesto una querella por injurias contra la Revista Qué Pasa por una publicación que la involucró en una noticia que resultó ser falsa sobre su participación en la solicitud de un crédito para su nuera. El caso ha suscitado una fuerte controversia en la que han intervenido Premios Nacionales de Periodismo importantes figuras de los medios y la academia.
El debate se ha centrado en si este acto personal de la Presidenta de la República constituye o no un ataque a la libertad de expresión. Muchos periodistas se han alineado con la postura de que la querella de la Presidenta afecta el ejercicio de este derecho constitucional.
Me parece que el foco del problema está en el marco legal chileno que ha reducido la libertad de expresión a una propiedad privada; es decir, al derecho inalienable de los propietarios de los medios de comunicación de determinar el interés público; y del cual estamos excluidos los periodistas, toda vez que nuestra escritura está sujeta a la vigilancia y al control disciplinario de un editor que resguarda que nuestros reportajes y entrevistas se ajusten a la línea editorial del medio en que trabajamos. Los periodistas no tenemos cómo defendernos de las acciones que alteran, cercenan y sesgan nuestro trabajo en función de un criterio editorial que no es definido por nosotros y que en muchos casos constituye una abierta censura.
No es ninguna novedad que el ejercicio del periodismo en Chile se desarrolla en un fuerte marco de concentración económica donde una elite de controladores resuelve qué constituye o no una noticia digna de ser publicada; en esa decisión de determinar qué es o no irrelevante para el país, se ponen en juego intereses políticos e ideológicos y también comerciales, toda vez que muchas noticias son sesgadas o censuradas para no ofender a los “avisadores” o no afectar las posiciones de grupos de poder. Toda vez que la delincuencia y la seguridad ciudadana se han constituido en el tema noticioso más importante en los medios, sin que seamos capaces de instalar una discusión en serio acerca de las causas estructurales de la violencia, que provienen de Estado y de una sociedad, clasista y racista, que violenta cada día la dignidad de las personas al coartar sus derechos básicos
Chile no es un país democrático ni igualitario, vivimos una postdictadura, que se ha prolongado por más de 25 años, donde los ciudadanos carecemos de derechos mínimos para la sobrevivencia como la salud, la educación, la previsión, un empleo digno. La ciudadanía está sometida a la colusión permanente de una clase dominante y de una clase política obsecuente a los intereses de esa elite. Los vínculos entre la clase política y la elite están marcados por una corrupción de la cual cada semana conocemos nuevos episodios.
Entonces la pregunta de fondo es ¿de qué libertad de expresión estamos hablando en un país, donde cada día se aprueban nuevas leyes para reprimir a las personas y a los movimientos sociales que tienen el coraje de levantar una protesta contra este orden institucional ignominioso?
¿De qué libertad de expresión estamos hablando si se nos niega el derecho como ciudadanos de decidir sin sesgo de clase de género y de etnia qué país queremos construir a través de una asamblea constituyente, donde podamos estar todos libremente representados?
El problema no es Bachelet y la revista Qué Pasa, Luksic, Saieh o Edwards.
Chile es hoy un nudo de autoritarismo y corrupción del que la prensa y el ejercicio del periodismo son sólo su pálido reflejo.
Periodista, escritora, doctora ( c ) en estudios latinoamericanos y miembro del colectivo crítico “Palabra encapuchada”