Diciembre 1, 2024

Que el populacho nos deje robar tranquilos, somos los jefes

La voracidad empresarial nunca se ha arredrado en agenciarse a bajo precio y cero costo la totalidad de las empresas que el Estado inició y desarrolló con éxito comercial. Estamos rodeados por personas corruptas, ladronas y expoliadoras. Políticos y mega empresarios, les llaman.

 

 

DESDE la fecha en que Eliodoro Matte Pérez aseguró que ellos (los miembros de una clase aristocrática por auto definición) eran los dueños de las tierras y del dinero, y que el resto era masa influenciable y vendible, carente de peso y de prestigio, la sociedad chilena fue avisada de cómo se haría política en el país… y no sólo se le notició el ‘cómo’, sino también el “para quiénes y en beneficio de quiénes”.

Lo que expresó Matte Pérez, en honor a la verdad, no fue una falacia ni tampoco él habló por boca de ganso, pues nuestro país ya venía arrastrando una Historia bastante negra en ese mismo tema (el de la propiedad y dominio), la cual se inició a los pocos meses de haberse conquistado la independencia  nacional zafándose del puño español. 

Quienes primero hubieron de constatar la voracidad de los nuevos chilenos fueron las etnias originarias, particularmente la nación mapuche. La mayoría de los acuerdos logrados con los representantes del monarca hispano –mediante los “parlamentos”- fueron desconocidos de golpe y porrazo por las voracidades de terratenientes y comerciantes que decidieron –con el permiso y apoyo de los gobiernos- extender sus propiedades sin tener que desembolsar patacones ni pesos, pues sólo les fue suficiente meter bala y exterminar a cualquier grupo indígena que se opusiera al robo en descampado de sus tierras ancestrales.

Eso mismo acaeció también en el austro, en la Patagonia, donde los estancieros (que arribaron a esos sitios como colonos con el traste al aire, pero en corto tiempo, robo mediante, se transformaron en “empresarios ovejeros”) exterminaron a las etnias de los kawéskar (alakalufes), yaganes (yámanas) y sélknam (onas) que llevaban allí más de cinco mil años de pacífica existencia.

Así es; no mintió ni exageró Matte Pérez cuando dijo lo que dijo el año 1889, ya que sólo había transcurrido una década desde el momento en que esa misma clase social –aliada  con capitalistas ingleses interesados en el nitrato de sodio, o salitre, cuyos yacimientos de ubicaban en las provincias de Tarapacá y Antofagasta (en ese entonces, regiones peruana y boliviana respectivamente), presionaron al gobierno chileno para que este declarase la guerra a Bolivia y a Perú, en la certeza de triunfar antes de un quinquenio debido al mejor arsenal bélico que poseíamos los “australes” (como nos llamaban en Europa en aquellos años).

Londres y Liverpool apostaron a las tropas chilenas, las nutrieron para asegurar la victoria. Una vez conseguida, se agenciaron los yacimientos salitreros y estructuraron “un estado dentro del estado” con el visto bueno del gobierno central sito en Santiago.  El caso del británico John North sobra para ejemplificar lo anterior, agregando que fue ese inefable súbdito de la City quien impulsó el derrocamiento del gobierno constitucional del presidente José Manuel Balmaceda, el año 1891, mediante una guerra civil encabezada por el siempre clasista y cipayo Parlamento chileno, el cual –respondiendo a las impetraciones de los predadores de siempre- se opuso con fiereza a cualquier intento estatal por meter mano en la industria salitrera.

Si avanzamos en la Historia, veremos que el salitre dejó paso al cobre, y durante más de medio siglo los principales yacimientos de ese metal estuvieron en poder de corporaciones extranjeras como la Andes Mining, la Kennecot y otras similares. Sin embargo, en el mes de julio de 1971, con el voto consensuado del Congreso Nacional, el presidente Salvador Allende nacionalizó  el cobre chileno.  Pero, diez años después, en 1981, la dictadura militar-empresarial,  mediante el concurso ‘profesional’ de José Piñera Echeñique, firmó una ley que dejaba en poder de privados –y mega empresarios extranjeros también- más del 70% de los yacimientos de cobre sitos en nuestro país.

No se asfixia allí la voracidad empresarial que nunca se ha arredrado en agenciarse a bajo precio y cero costo la totalidad de las empresas que el Estado inició y desarrolló con éxito comercial (si así no fuese, ningún capitalista habría arriesgado su inversión en aventuras comerciales de oscuro destino). Los ejemplos abundan, y son indesmentibles. Vea usted.

El violento terremoto que en el mes de enero de 1939 destruyó las ciudades de Chillán y Concepción cobrando más de treinta mil víctimas, apenas iniciado el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, otorgó al mandatario radical la posibilidad de crear la CORFO (Corporación de Fomento de la Producción), institución fiscal que durante más de cuatro décadas investigó, propuso, invirtió (dinero del estado chileno) e inició actividades fabriles y productivas en áreas donde la empresa privada había asegurado que ‘no existía posibilidad alguna de gerenciar ni administrar nada’.

Sin embargo, la CORFO  lo hizo exitosamente. Ahí estuvieron, en su momento, empresas de total éxito como CAP (Huachipato), ENAMI, SERCOTEC. INACAP, IFOP, SENCE, IANSA, ENDESA, la UTE, Centrales Hidroeléctricas, Chile Films, ENAP, MADECO, ENTEL, TVN, y una multitud de empresas (más de 300) de rubros varios, como textiles, metalmecánica, agrícola, maderera, pesquera, automotriz (Fiat, Citroen y Peugeot), vestuario, etcétera. Decenas (quizá centenares) han sido las pioneras empresas creadas por CORFO,  las cuales, una vez demostradas sus capacidades ‘económicas’, fueron exigidas por los capitales privados como organizaciones que debían ser privatizadas de inmediato, ya que el Estado  -según afirmaban entonces y siguen haciéndolo hoy- no es buen administrador.

Los capitalistas criollos, pontificando respecto de la “utilidad de la iniciativa privada’- exigieron al gobierno de turno (era entonces el momento de la dictadura militar) la “venta” (privatización o regalo, en realidad) de todas las empresas fiscales, lo que se efectuó durante el último año del gobierno dictatorial -principalmente en el segundo semestre de 1989-, a precios risibles y en condiciones insignificantes en su cuantía monetaria. Fue, sin duda, el mayor robo conocido en la Historia de Chile.

¿Y hoy, será necesario referirse a negociados que lindan en lo delictual, como las AFP’s, las ISAPRES y la banca? Todos ellos, sin exceptuar ninguno, fueron creados por el Estado, como ocurrió con la previsión (Seguro Social, Caja de EEPP, Canaempu, etc.) o, en su defecto, apoyados económicamente con dinero de los chilenos para su mantenimiento y mejoría, tal cual sucedió cuando la Banca chilena quebró y estuvo a punto de desaparecer en plena dictadura, siendo salvada de la hecatombe por el gobierno militar que endeudó al país para obtener un préstamo internacional que, hasta el día de hoy, la Banca no ha pagado… pero lo hizo ‘moya’, demostrándose con ello, sin lugar a error, que los ‘privados’ –al menos en Chile- nunca han sido capaces de administrar ni gerenciar nada que no cuente con el cobijo y apoyo económico del fisco.

Y para qué hablar de los ‘regalos’  efectuados por el duopolio Alianza-Concertación a mega empresarios particulares, como ocurrió con los glaciares del Norte Grande (Barrick Gold), las salmoneras y bosques en el sur, las reservas de agua en la zona austral, el borde costero, el mar chileno, los nuevos minerales cupríferos, y un etcétera tan largo como día lunes, pero siempre contando con el apoyo e inversión del Estado. Capitalistas en las ganancias… socialistas en las pérdidas. Así es el “exitoso” mega empresariado.

Entonces, ¿por qué nos alarmamos cuando un personajillo llamado Carlos Larraín sale en abierta defensa de una familia de poderosos empresarios que son más Saurios que “sarios”? Larraín, los Matte, los Ibáñez, los Claro, los Edwards, en una importante medida, resultan ser parte viva de sus propios ancestros en lo económico y político. Familias como esas son las que han depredado a Chile y su gente desde el momento mismo en que O’Higgins puso su rúbrica en la ciudad de Talca, el año 1818, para protocolizar la calidad de ‘independiente’ de nuestra nación. Para esas familias la democracia es un sistema válido solamente si está administrada por algunos de sus propios miembros. A todo lo demás, ellas le llaman “caos”, “anarquía”, “populismo”, “comunismo”.

Eso explica lo que ha ocurrido desde el término de la dictadura hasta estos días. Democracia ‘protegida’, sistema binominal, país con enorme brecha económica, expoliación de la sociedad civil a través de la previsión, la salud y la educación (en manos privadas todas ellas), prensa canalla sometida al arbitrio de los dueños “del suelo  y del prestigio”, depredación de nuestros recursos naturales (incluyendo mar, lagos, bosques y glaciares), una Justicia sojuzgada por la dictación de leyes que atentan contra ella misma,  instauración de una mecánica policial –pagada por millones de contribuyentes- que actúa en calidad de guardaespaldas de los poderosos, etcétera.

No hay discusión… estamos rodeados por personas corruptas, ladronas y expoliadoras. En esta peculiar forma de organizar la sociedad civil y conducir los asuntos de la nación, esas mismas personas nos ofrecen elegir a algunas de ellas para que nos gobiernen, dicten leyes y administren los servicios públicos. Democracia, le llaman. Pero sabemos que no se trata de la verdadera, ya que en esta –chilensis auténtica- los que en realidad mandan, proponen, disponen, lucran, aprovechan y sancionan, son los mismos que roban, traicionan, mienten, depredan y expolian.

Y claro, pues los escándalos e irregularidades cometidos por empresas e instituciones como PENTA, CAVAL, SQM,  el Servicio de Impuestos Internos, el Consejo Asesor Presidencial y la ‘transparencia’, etcétera, etcétera, han sido protagonizados por empresarios soberbios que no trepidan en mostrarle al país su fuerza económica-política y su desdén por la ciudadanía, la democracia, la república y todo el andamiaje de eslóganes e instituciones que a los chilenos nos agrada banderear de vez en cuando.

Estamos recibiendo un potente grito que exuda clasismo y soberbia: “maldito populacho… déjennos robar tranquilos, tal como lo hemos hecho siempre… somos los jefes… somos los patrones”. Y la verdad es que sí lo son, pues suficiente argumento que lo corrobora es constatar que la casta política, casi sin excepción, manifiesta obsecuencia y dependencia respecto de los capitales financieros, cuestión que ha sido demostrada inequívocamente por sujetos y empresas como las ya mencionadas en párrafos anteriores.

 

 

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