¿Por qué dar por cumplidos de antemano requisitos como honorabilidad, competencia y responsabilidad en el caso de los parlamentarios? ¿No será una ‘compra en verde’ demasiado suicida, una apuesta intrépida e inconsciente? El actual estado de podredumbre de la res pública está evidenciando que es la propia ciudadanía quien ha cavado su tumba profunda, hipotecando su soberanía a precio de huevo. En otras palabras, debido al escaso cuidado puesto a la hora de decidir la conformación de uno de los poderes del Estado, Chile hoy tiene lo que se merece: una cueva de ladrones, un mundillo verbalizado desde la intelectualidad como un ethos prodigioso y bien intencionado, como si ello implicara una categoría superior e iluminada, compuesta por seres probos y competentes; patrióticos y visionarios. Nada de eso.
¿Por qué la ciudadanía llegó a ese ‘escaso cuidado’ para elegir?, ¿cuándo el electorado se desafectó de su soberanía, en vez de delegarla, como se supone debiese hacerlo, sin perder jamás su facultad revocadora? La Piedra de Rosetta para entender la performance psiquiátrica de estos días –de indiferencia ciudadana aprendida y afán desmesurado de representación–, es la Constitución del 80. Ella es el Alfa y Omega de todos los males de la democracia; texto maldito que ha hecho de este terruño un sitio ríspido y aberrante, concebido en un momento aciago por la siniestralidad de una casta privilegiada, que actuando en descampado, urdió una trenza sólo útil a sus conveniencias. No apta para la correcta y justa democracia.
Los “honorables” –como si esa sola unción fuese suficiente para certificar y extender esa virtud a todo cuanto y hacen y dicen–, que cometen fechorías, lo hacen amparados en el artículo 60 de la Constitución, que sostiene que éstos sólo ‘pueden renunciar a sus cargos cuando les afecte una enfermedad grave que les impida desempeñarlos’.
¿Quién define qué es una ‘grave enfermedad’?, ¿acaso la enajenación mental que afecta el accionar de los ‘honorables’ –y de políticos y mecenas–, como la incapacidad de distinguir el bien del mal, no es una enfermedad que responde a ese calificativo? Hoy casi todos los legisladores involucrados en financiamiento ilegal de sus campañas sufren trastornos mentales. La amnesia es uno de ellos, todos la padecen o anhelan tenerla; todos han borrado de su memoria los recuerdos previos a su elección. Preocupante. Es decir, un legislador que no recuerda qué hizo ni qué puertas tocó, ni qué compromisos suscribió durante su campaña para conseguir el respectivo financiamiento, se torna un peligro real para la sociedad. Qué preocupante es la amnesia anterógrada que afecta a la ministra Ximena Rincón, que le impide recordar la amenaza proferida minutos antes contra el diputado Juan Luis Castro, tras apoyar la comisión investigadora del caso Caval. Su actitud se explica por sí sola: que nada se sepa.
Considerando que los requisitos para ser diputado o senador son irrisorios (edad, enseñanza media, residencia), sin que nada se diga sobre competencias o habilidades académicas o técnicas, ni sanidad mental de los candidatos, ni status moral, y que el financiamiento para lograr un escaño implica y admite la comisión de ilícitos, tanto por parte de los partidos como de los mismos candidatos, así como de los financistas, y que la democracia chilena es de bajos estándares éticos, y habida cuenta que no existe certeza pública del instante preciso en que se pasó de la corrupción oculta a la corrupción a plena luz del día, cabe preguntarse por qué y de qué forma podría hacerse exigible la responsabilidad de los políticos, y de los parlamentarios en particular, y de los empresarios que abrieron sus billeteras, a sabiendas que dicha exigencia no pasa de ser una actitud de contrición relativa, que en el mejor de los casos, no supera la vara de un arrepentimiento pechoño de escasa cuantía.
En consecuencia, sería bueno preguntarse qué tendría que suceder para superar la actual crisis social, política y moral que afecta, ni más ni menos, que la marcha y el futuro del país. Si se sabe que los responsables –incluyendo a connotados parientes– no tienen la altura moral exigible para asumir con valor el daño causado a la lerda democracia, cuyo comodato por 25 años se encuentra vencido, y que desde el propio sector de la Presidenta de la República se echa a correr el malintencionado rumor de su posible (deseable) renuncia, conscientes allí que con ello transgreden la máxima ‘al rey (reina) no se lo toca’, y si se suma el hecho de que en crisis como la actual, la institucionalidad se flexibiliza en función de facilitar los acuerdos impunes, y que gran parte de la ciudadanía se refugia en la comodidad provista por su desidia hacia lo público –actitudes digitadas desde el pasado remoto–, y dada la cantidad exorbitante de asesores de empresas y sus respectivas boletas y facturas falsas, destinadas a configurar un Parlamento a su gusto y medida, queda claro que el país está avalando las condiciones que propicien un quiebre democrático de insospechados alcances. Esto es un tobogán mojado.
La palabra ‘consenso’ fue exprimida al límite, se abusó de él hasta sofocarlo. Esto, contrario a lo esperado, no se arregla con acuerdos indignos que conlleven impunidad de amplio espectro. Tampoco es el tiempo de los mismos que destruyeron este préstamo democrático, que hoy exige su liquidación acelerada; ni es el momento de la delación compensada. ¿Por qué mejor no pensar que este momento histórico no tiene nada de casual, sino que representa el afán conspirativo de esperar el término del plazo de una democracia desechable, que ya cumplió el propósito de mediar entre dos etapas de una historia monocorde?
De un tiempo a esta parte, todos están focalizados en la cuestión jurídica, en encarcelar o salvar a los culpables, en destituir a los parlamentarios manchados o beatificarlos, en que caiga el gobierno o en proveerle una salida decorosa, pero nadie mira hacia el horizonte. ¿Quién se ocupa del despeñadero cien metros más adelante, qué hará el país cuando todo caiga por él?, ¿quién está tomando medidas para evitar ese colapso? El gobierno no está resolviendo la crisis, sino profundizándola a través de sus conflictos internos. Todos los partidos y los grupúsculos que hoy jalonean el mantel del poder, mañana tendrán que dar cuenta de su avaricia e irresponsabilidad; de su desenfreno vil.
El consenso ya no tiene sentido. No se celebran nuevos tratados sobre la urna de la finada democracia. Es la hora del choque violento y definitivo entre dos mundos friccionados: el ocupado –interesado– en reverdecer la industria política, que intenta revalidar su discurso mesiánico y su determinismo omnipresente, y el somnoliento e inorgánico, ese que acaba de despertar zamarreado por la corrupción desatada, para dejar atrás la crítica inofensiva e ineficaz, y alzarse como soberano activo. Colapso sociopolítico precedido por un paso traumático y autoritario. Un período donde la razón será amedrentada por la fuerza, y del que nadie sabe cómo ni cuándo salir. Chile es un país de tumbos y relativismos. Esto es aún más serio. Que no se diga luego que nadie lo advirtió.