Diciembre 6, 2024

Israel, la deshumanizacion y los judíos

La masacre de Gaza y los inmorales intentos por justificarla nos revelan el grado de deshumanización que afecta al liderazgo y a gran parte del pueblo de Israel. Es particularmente inquietante constatar cómo está perdiendo el sentido de humanidad un pueblo que ha sido quizá el más afectado en la historia por la persecución de los poderosos. Particularmente la unión del Estado y las iglesias cristianas que se estableció en occidente desde Constantino hasta el siglo XIX tuvo entre sus víctimas predilectas al pueblo judío, esparcido en los diversos países europeos.

La discriminación social; las vejaciones públicas; las confiscaciones de bienes; los guetos; las deportaciones; los pogromos (matanzas y robos de gentes indefensas por multitudes enfurecidas); y las prisiones, torturas y muertes inquisitoriales fueron los elementos más resaltantes de una despiadada persecución que por siglos afectó al pueblo hebreo, efectuada por la “civilización cristiana-occidental”. Y por otro, la invención de la horrenda calumnia medieval de que los judíos mataban niños cristianos para utilizar su sangre en sus rituales (el “libelo sangriento”), fue el condicionante más nefasto de un odio criminal hacia ellos. El holocausto nazi representó la culminación de este odio secular inspirado en una ideología neo-pagana, pero que aprovechó un estado de espíritu ya consolidado por un largo proceso de antisemitismo cristiano.

 

Más allá del furioso ataque de Lutero (que en un tratado violentamente antisemita, incitaba a la represión y eliminación de los judíos, mediante la destrucción de sus libros y el incendio de sus casas y sinagogas, con el fin de que “podamos vernos libres de los judíos, esa insufrible y diabólica carga”), no hay duda que quien desarrolló de manera más sistemática y cruel su persecución fue la Iglesia Católica, tanto en tiempos medievales como modernos; y particularmente a través de la Inquisición española.

 

Todavía, a mediados del siglo XIX la Inquisición romana le quitaba a sus padres judíos, hijos pequeños que se suponía que habían sido bautizados por criadas católicas cuando estaban muy enfermos. Incluso, el caso del niño de 7 años, Edgardo Mortara, ¡retenido por Pío IX en el mismo Vaticano!, provocó escándalo internacional. Ni siquiera las presiones de Napoleón III (recordemos que Francia representaba el último sostén del decadente Estado Pontificio, que se oponía a la unidad italiana) lograron que el Papa devolviera el niño a sus padres (Ver John Cornwell.- El Papa de Hitler; Edit. Planeta, Barcelona, 2005; pp. 25 y 42).

 

Por otro lado, la Iglesia Católica recrudeció su antisemitismo luego del fin de aquel Estado. Así, los católicos se convirtieron en componente fundamental del movimiento antisemita europeo que floreció luego de la emancipación de los judíos hasta la segunda guerra mundial. Incluso L’Osservatore Romano y, especialmente, el bisemanario jesuita Civilta Cattolica (estrechamente vinculado al Papado) publicaron frecuentemente artículos de gran hostilidad hacia los judíos. Así, uno de sus jesuitas fundadores, el Padre Giuseppe Oreglia, escribía a comienzos de 1881 que un número creciente de judíos estaban abandonando su religión, pero que “todos ellos, inspirados no por Dios sino por el demonio, habían hecho eso para promover sus intereses materiales (…) Incluso si presumimos que ya no son judíos de religión, ellos no llegan a ser miembros de la raza italiana o francesa, o de ningún otro país. Debido a que han nacido judíos, ellos permanecerán judíos (…) incluso más comprometidos al odio de la sociedad cristiana (…) que absorbieron con la leche materna” (David Kertzer.- The popes against the jews; Vintage Books, New York, 2002; pp. 137-8). Y en 1890 el Padre Raffaele Ballerini afirmaba que “toda la raza judía (…) está conspirando para lograr este reino sobre todos los pueblos del mundo” (Ibid.; p. 143).

 

A su vez, en 1893, el Padre Saverio Rondona escribía que el judío “no trabaja, sino que trafica con la propiedad y el trabajo de otros; no produce, sino que vive y engorda con los productos de las artes e industrias de las naciones que le dan refugio. Es el pulpo gigante que con sus inmensos tentáculos lo envuelve todo. Tiene su estómago en los bancos (…) y sus órganos de succión en todas partes: en contratos y monopolios (…) en las compañías de telégrafos y de servicios postales; en los barcos y en los ferrocarriles, en los tesoros de la ciudad y en las finanzas del Estado. Representa el reino del capital (…) la aristocracia del oro (…) Domina sin oposición” (Ibid.; p.145).

 

El mismo L’Osservatore Romano señalaba en 1892 -a propósito de pogromos efectuados en Rusia contra judíos- que “no estaríamos muy lejos de la verdad si decimos que los más bien torpes golpes que el Imperio Moscovita ha dirigido a los hijos de Judá le han hecho el juego al judaísmo, dado que han generado compasión a los judíos, contra quienes los cristianos y el mundo civil han empezado, por buenas razones, a rebelarse” (Ibid., p.147).

 

El movimiento católico antisemita se expresó con toda su crudeza con ocasión del caso Dreyfuss -oficial de Ejército, de origen judío, condenado injustamente por espionaje y traición a la patria- en Francia. Así, “en 1895 la Asamblea General de los Católicos del Norte llamó a un boicot de todos los negocios judíos; en 1898 el Congreso Nacional Católico aprobó una propuesta similar. Antes, ese año, organizaciones católicas locales de todo tipo ayudaron a conducir disturbios antisemitas que se difundieron por toda Francia, con los gritos ‘Muera Dreyfuss, Mueran los judíos’. En efecto, en los primeros dos meses del año, 69 disturbios antisemitas estallaron en Francia. Las multitudes destruyeron tiendas judías, atacaron sinagogas y asaltaron a los infortunados judíos con que se encontraron” (Ibid., pp. 183-4).

 

En consonancia con lo anterior, L’Osservatore Romano expresaba, en diciembre de 1897, que “la raza judía, el pueblo deicida, errando por el mundo trae consigo siempre el pestífero aliento de la traición”; “y así también en el caso Dreyfuss es difícilmente sorprendente si de nuevo encontramos al judío en primera línea, o si encontramos que la traición del propio país ha sido obra de una conspiración judía y de una ejecución judía”.

Además, el diario oficial del Vaticano agregaba que el antisemitismo está creciendo rápidamente “entre las masas que están siendo excesivamente oprimidas por el espíritu judaico, un espíritu que es el contrario al espíritu cristiano” (Ibid., p.184).

 

Por otro lado, ante el renacimiento en publicaciones católicas –incluyendo L’Osservatore Romano- de las infamantes acusaciones medievales de asesinatos rituales de judíos a niños católicos; organizaciones judías británicas, con el apoyo de autoridades y católicos connotados, le pidieron en 1900 al Papa León XIII que las desaprobara. El Vaticano se negó a hacerlo; y en 1914 ante otra petición similar, la revista Civilta Cattolica publicó varios artículos antisemitas del Padre Paolo Silva, uno de los cuales sostenía que “el judío bebe sangre todo el tiempo” y que “la cuestión importante que el judío debe tener en cuenta, es que no solo debe matar al niño cristiano, sino también asegurarse de que el niño muera de la forma más dolorosa posible”… (Ibid.; p. 236).

 

Este contexto, nos permite entender perfectamente por qué ni la Iglesia alemana ni el Vaticano manifestaran siquiera una mínima preocupación por la creciente persecución que sufrieron los judíos en Alemania desde la ascensión de Hitler al poder en 1933 hasta el comienzo de la guerra mundial. Ni por qué tampoco el Vaticano o la Iglesia alemana hayan expresado alguna condena del nazismo por su genocidio contra los judíos durante la guerra. Esto, además, contrasta con la condena expresada por el obispo de Münster August von Galen, el 3 de agosto de 1941 (esto es, en plena guerra), al exterminio de deficientes mentales que estaba desarrollando paralelamente el régimen criminal de Hitler; condena con la que, incluso, se obtuvo una suspensión temporal de la eutanasia masiva (Ver Ian Kershaw.- Hitler. 1936-1945; Edic. Península, Barcelona, 2000; pp. 420-4).

 

También dicho contexto nos permite comprender por qué el Vaticano solo criticó las leyes antijudías que estableció el fascismo italiano en 1938, en lo que afectaban a los judíos convertidos al catolicismo. Y que, incluso, ¡luego de la deposición de Mussolini por el mariscal Badoglio en agosto de 1943!, solo le pidió al nuevo gobierno italiano la derogación de tres cláusulas de las leyes raciales que afectaban a los católicos de origen judío, pese a las peticiones de una delegación de judíos italianos de que intercediera por la abolición total de dichas leyes. Justificando su proceder, el delegado del Vaticano al gobierno italiano, el Padre Tacchi Venturi, declaró que “me preocupé de no pedir la total abolición de la ley (racial) las que, de acuerdo a los principios y tradiciones de la Iglesia Católica, tiene ciertamente algunas cláusulas que deben ser abolidas, pero que claramente contiene otras positivas que debieran ser confirmadas” (Kertzer; p. 289).

 

Asimismo, nos permite entender porque la Compañía de Jesús eliminó solo en 1946 de sus reglamentos, una cláusula antisemita de ingreso a la Orden (Ver John Padberg S.J. y otros.- For Matters of Greater Moment. The First Thirty Jesuit General Congregations; The Institute of Jesuit Sources, Saint Louis, 1994; pp. 12 y 204). Y lo que es más elocuente, nos permite comprender por qué ¡Pío XII nunca condenó públicamente el Holocausto después de la guerra! Y, además, porqué colocó en cargos claves del Vaticano para el tratamiento de refugiados alemanes y croatas, al reconocido obispo pro-nazi Alois Hudal y al también reconocido sacerdote pro-ustacha (denominación que tuvo el salvaje régimen fascista de Croacia, títere de Hitler) Krunoslav Dragonovic; quienes ayudaron a huir a Sudamérica a muchos de los peores criminales antisemitas como Adolf Eichmann, Ante Pavelic y Franz Stangl (Ver Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust, 1930-1965; Indiana University Press, 2000; pp. 165-75).

 

Tuvo que llegar al papado Juan XXIII y efectuarse el Concilio Vaticano II para que la Iglesia Católica comenzara a revertir su milenaria hostilidad a los judíos; tanto en términos doctrinarios (eliminó el fatídico y falaz concepto de “pueblo deicida”) como prácticos…

 

Al constatar el terrible sufrimiento del pueblo judío padecido por siglos de hostilidad y persecución y que culminaron en una política de total exterminio desarrollado por la principal potencia europea y que contó con la indolencia de la principal autoridad espiritual del continente, llama más la atención cómo la generalidad de los judíos de Israel y una significativa mayoría de los judíos del mundo se han comprometido con políticas que han causado tanto daño, persecución y sufrimiento -desde hace décadas- a un pueblo completamente inocente de aquel horror: el pueblo palestino. (Continuará)

 

 

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