Diciembre 2, 2024

Acerca de la labor académica (o la educación de mercado)

Eso es parte del modelo de negocio. Es lo mismo que la contratación de “temporales” en la industria o lo que los de Wall Mart llaman “asociados”: empleados sin derechos sociales ni cobertura sanitaria o de desempleo, a fin de reducir costes laborales e incrementar el servilismo laboral.

 

Cuando las universidades se convierten en empresas, como ha venido ocurriendo harto sistemáticamente durante la última generación como parte de un asalto neoliberal general a la población, su modelo de negocio entraña que lo que importa es la línea de base. Los propietarios efectivos son los fiduciarios (o la legislatura, en el caso de las universidades públicas de los estados federados), y lo que quieren es mantener los costos bajos y asegurarse de que el personal laboral es dócil y obediente. Y en substancia, la forma de hacer eso es con los “temporales”.

 

Así como la contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período neoliberal, en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno. La idea es dividir a la sociedad en dos grupos. A uno de los grupos se le llama a veces “plutonomía”* (término usado por Citibank cuando hacía publicidad entre sus inversores sobre la mejor forma de invertir fondos), el sector en la cúspide de una riqueza global pero concentrada sobre todo en sitios como los EEUU. El otro grupo, el resto de la población, es un “precariado”, gentes que viven una existencia frágil.

 

Esa idea asoma de vez en cuando de forma abierta. Así, por ejemplo, cuando Alan Greenspan testificó ante el Congreso en 1997 sobre las maravillas de la economía que estaba dirigiendo, dijo redondamente que una de las bases de su éxito económico era que estaba imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los trabajadores”. Si los trabajadores están más inseguros, eso es muy “sano” para la sociedad, porque “si los trabajadores están inseguros, no exigirán aumentos salariales, no irán a la huelga, no reclamarán derechos sociales: servirán a sus amos tan donosa como pasivamente. Y eso es óptimo para la salud económica de las grandes empresas”.

 

En su día, a todo el mundo le pareció muy razonable el comentario de Greenspan, a juzgar por la falta de reacciones y los aplausos registrados. Bueno, pues, transfieran eso a las universidades. ¿Cómo conseguir una mayor “inseguridad” de los trabajadores? Esencialmente, no garantizándoles el empleo, manteniendo a la gente pendiente de un hilo que puede cortarse en cualquier momento, de manera que mejor es que estén con la boca cerrada, acepten salarios ínfimos y hagan su trabajo; y si por ventura se les permite servir bajo tan miserables condiciones durante un año más, que se den con un canto en los dientes y no pidan más. Esa es la manera de cómo se consiguen sociedades “eficientes” y “sanas” desde el punto de vista de las empresas.

 

Y en la medida en que las universidades avanzan por la vía de un modelo de negocio empresarial, la precariedad es exactamente lo que se impone. Y veremos más en lo venidero.

 

Otros aspectos que resultan también harto familiares en la industria privada es el señalado aumento de los estratos administrativos y burocráticos. Si tienes que controlar a la gente, tienes que disponer de una fuerza administrativa que lo haga. Así, en la industria norteamericana más que en cualquier otra parte, se acumula un estrato administrativo tras otro estrato administrativo: una suerte de despilfarro económico, pero útil para el control y la dominación. Y lo mismo vale para las universidades.

 

En los pasados 30 o 40 años se ha registrado un aumento drástico en la proporción del personal administrativo en relación con el profesorado y los estudiantes de las facultades: profesorado y estudiantes han mantenido la proporción entre ellos, pero la proporción de administrativos se ha disparado.

 

Un conocido sociólogo, Benjamin Ginsberg, ha escrito un muy buen libro titulado The Fall of the Faculty: The Rise of the All-Administrative University and Why It Matters (Oxford University Press, 2011), en el que se describe con detalle el estilo empresarial de administración y los niveles burocráticos multiplicados. Ni qué decir tiene, con administradores profesionales más que bien pagados: los decanos, por ejemplo, que antes solían ser miembros de la facultad y dejaban la labor docente para servir como gestores con la idea de reintegrarse a la facultad al cabo de unos años, ahora son todos profesionales, que tienen que contratar a vicedecanos, secretarios, etc., etc., toda la proliferación de estructura que va con los administradores. Todo eso es otro aspecto del modelo empresarial.

 

Pero servirse del trabajo barato –y vulnerable— es una práctica de negocio que se remonta a los inicios mismos de la empresa privada. Y los sindicatos nacieron respondiendo a eso. En las universidades, el trabajo barato, vulnerable, significa ayudantes y estudiantes graduados. Los estudiantes graduados son todavía más vulnerables, huelga decirlo. La idea es transferir la instrucción a trabajadores precarios, lo que mejora la disciplina y el control, pero también permite la transferencia de fondos a otros fines muy distintos de la educación. Los costos, claro está, los pagan los estudiantes y las gentes que se ven arrastradas a esos puestos de trabajo vulnerables. Pero es un rasgo típico de una sociedad dirigida por la mentalidad empresarial, transferir los costos a la gente.

 

Los economistas cooperan tácitamente en eso. Así, por ejemplo, imaginen que descubren un error en su cuenta corriente y llaman al banco para tratar de enmendarlo. Bueno, ya saben ustedes lo que pasa: Usted les llama por teléfono y le sale un contestador automático con un mensaje grabado que le dice: “Le queremos mucho, y ahí tiene un menú”. Tal vez el menú ofrecido contiene lo que usted busca, tal vez no. Si acierta a elegir la opción ofrecida correcta, lo que escucha a continuación es una musiquita, y de rato en rato una voz que le dice: “Por favor, no se retire, estamos encantados de servirle”, y así por el estilo. Al final, transcurrido un buen tiempo, una voz humana a la que poder plantearle una breve cuestión. A eso los economistas le llaman “eficiencia”. Con medidas económicas, ese sistema reduce los costos laborales del banco; huelga decir que le carga los costos a usted con la llamada, y esos costos han de multiplicarse por el número de usuarios, que puede ser enorme: pero eso no cuenta como coste en el cálculo económico. Y si miran ustedes cómo funciona la sociedad, encuentran eso por doquiera.

 

Del mismo modo, la universidad impone costos a los estudiantes y a un personal docente que, además de tenerlo apartado de la carrera académica, se le mantiene en una condición que sólo le garantiza un porvenir sin seguridad. Todo eso resulta perfectamente natural en los modelos de negocio empresariales; pero es nefasto para la educación, porque su objetivo no es la educación.

 

Si echamos una mirada más retrospectiva, la cosa se revela más profunda todavía. Cuando todo esto empezó, a comienzos de los 70, suscitaba mucha preocupación en todo el espectro político establecido, el activismo de los 60, comúnmente conocido como “la época de los líos”.

 

Fue una “época de líos” porque el país se estaba civilizando con las luchas por los derechos civiles, y eso siempre es peligroso. La gente se estaba politizando y se comprometía con la conquista de derechos para los grupos llamados “de intereses especiales”: las mujeres, los trabajadores, los campesinos, los jóvenes, los viejos, etc. Eso llevó a una grave reacción, conducida de forma prácticamente abierta.

 

En el lado de la izquierda liberal del establishment tenemos un libro llamado The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission, compilado por Michel Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki (New York University Press, 1975) y patrocinado por la Comisión Trilateral una organización de liberales internacionalistas—se dice que casi toda la administración Carter fue reclutada entre sus filas. Estaban preocupados por lo que ellos llamaban la “crisis de la democracia” y que no dimanaba de otra cosa que del exceso de democracia.

 

En los años 60 la población –los “intereses especiales” mencionados— presionaba para conquistar derechos dentro de la arena política, lo que se traducía en demasiada presión sobre el Estado: eso no podía ser. Había un interés especial que dejaban de lado: el del sector granempresarial; porque sus intereses coinciden con el “interés nacional”. Se supone que el sector graempresarial controla al Estado, de modo que no hay ni qué hablar de sus intereses. Pero los “intereses especiales” causaban problemas, y estos caballeros llegaron a la conclusión de que “tenemos que tener más moderación en la democracia”. El público tenía que volver a ser pasivo y regresar a la apatía.

 

De particular preocupación les resultaban las escuelas y las universidades, que, decían, no cumplían bien su tarea de “adoctrinar a los jóvenes” convenientemente: el activismo estudiantil –el movimiento de derechos civiles, el movimiento antibelicista, el movimiento feminista, los movimientos ambientalistas— probaba que los jóvenes no estaban correctamente adoctrinados.

 

Bien, ¿cómo adoctrinar a los jóvenes? Hay más de una forma: una es cargarlos con deudas desesperadamente pesadas para sufragar sus estudios. La deuda es una trampa, especialmente la deuda estudiantil, que es enorme, mucho más grande que el volumen de deuda acumulada en las tarjetas de crédito. Es una trampa para el resto de su vida porque las leyes están diseñadas para que no puedan salir de ella. Si, digamos, una empresa incurre en demasiada deuda, puede declararse en quiebra. Pero si los estudiantes suspenden pagos, nunca podrán conseguir una tarjeta de la seguridad social. Es una técnica de disciplinamiento. No digo yo que eso se hiciera así con tal propósito, pero desde luego tiene ese efecto. Y resulta harto difícil de defender en términos económicos.

 

Miren ustedes un poco lo que pasa por el mundo: la educación superior es en casi todas partes gratuita. En los países con los mejores niveles educativos, Finlandia (que anda en la cabeza), pongamos por caso, la educación superior es pública y gratuita. Y en un país rico y exitoso como Alemania es pública y gratuita. En México, un país pobre que, sin embargo, tiene niveles de educación muy decentes si atendemos a las dificultades económicas a las que se enfrenta, es pública y gratuita.

 

Pero miren lo que pasa en los EEUU: si nos remontamos a los años 40 y los 50, la educación superior se acercaba mucho a la gratuidad. La Ley G.I. Bill** ofreció educación superior gratuita a una gran cantidad de gente que jamás habría podido acceder a la universidad. Fue muy bueno para ellos y fue muy bueno para la economía y para la sociedad; fue parte de las causas que explican la elevada tasa de crecimiento económico. Incluso en las entidades privadas, la educación llegó a ser prácticamente gratuita.

 

Yo, por ejemplo: entré en la facultad en 1945, en una universidad de la Ivy League, la Universidad de Pensilvania, y la matrícula costaba 100 dólares. Eso serían unos 800 dólares de hoy. Y era muy fácil acceder a una beca, de modo que podías vivir en casa, trabajar e ir a la facultad, sin que te costara nada. Lo que ahora ocurre es ultrajante. Tengo nietos en la universidad que tienen que pagar la matrícula y trabajar, y es casi imposible. Para los estudiantes, eso es una técnica disciplinaria.

 

Y otra técnica de adoctrinamiento es cortar el contacto de los estudiantes con el personal docente: clases grandes, profesores temporales que, sobrecargados de tareas, apenas pueden vivir con un salario de ayudantes. Y puesto que no tienen seguridad en el puesto de trabajo, no pueden construir una carrera, no pueden irse a otro sitio y conseguir más.

 

Todas esas son técnicas de disciplinamiento, de adoctrinamiento y de control. Y es muy similar a lo que uno espera que ocurra en una fábrica, en la que los trabajadores fabriles han de ser disciplinados, han de ser obedientes; y se supone que no deben desempeñar ningún papel en, digamos, la organización de la producción o en la determinación del funcionamiento de la planta de trabajo: eso es cosa de los ejecutivos. Este concepto se transfiere ahora a las universidades. Y yo creo que nadie que tenga algo de experiencia en la empresa privada y en la industria debería sorprenderse; así es como trabajan.

 

Sobre cómo debería ser la educación superior

Para empezar, deberíamos desechar toda idea de que alguna vez hubo una “edad de oro”. Las cosas eran distintas y, en ciertos sentidos, mejores en el pasado, pero distaban mucho de ser perfectas. Las universidades tradicionales eran, por ejemplo, extremadamente jerárquicas, con muy poca participación democrática en la toma de decisiones.

 

Una parte del activismo de los 60 consistió en el intento de democratizar las universidades, de incorporar, digamos, a representantes estudiantiles a las juntas de facultad, de animar al personal no docente a participar. Esos esfuerzos se hicieron por iniciativa de los estudiantes y no dejaron de tener cierto éxito.

 

La mayoría de universidades disfrutan ahora de algún grado de participación estudiantil en las decisiones de las facultades y yo creo que ese es el tipo de cosas que deberíamos ahora seguir promoviendo: una institución democrática en la que la gente que está en la institución, cualquiera que sea (profesores ordinarios, estudiantes, personal no docente) participen en la determinación de la naturaleza de la institución y de su funcionamiento. Lo mismo vale para las fábricas.

 

No son estas ideas, por cierto, de la izquierda radical. Proceden directamente del liberalismo clásico. Si leen, por ejemplo, a John Stuart Mill, una figura capital de la tradición liberal clásica, verán que daba por descontado que los puestos de trabajo tenían que ser gestionados y controlados por la gente que trabajaba en ellos: eso es libertad y democracia (véase, por ejemplo, John Stuart Mill, Principles of Political Economy, book 4, ch. 7) (…).

 

Hay ciertas decisiones en una universidad donde no puedes querer transparencia democrática porque tienes que preservar la privacidad estudiantil, pongamos por caso, y hay varios tipos de asuntos sensibles; pero en el grueso de la actividad universitaria normal no hay razón para no considerar la participación directa como algo, no ya legítimo, sino útil. En mi departamento, por ejemplo, hemos tenido durante 40 años representantes estudiantiles que proporcionan una valiosa ayuda con su participación en las reuniones.

 

Sobre la “gobernanza compartida” y el control obrero

La universidad es probablemente la institución social que más se acerca en nuestra sociedad al control obrero democrático. Dentro de un departamento, por ejemplo, es bastante normal que los profesores ordinarios tengan capacidad para determinar una parte sustancial de las tareas que conforman su trabajo: qué van a enseñar, cuándo van a dar las clases, cuál será el programa. Y el grueso de las decisiones sobre el trabajo efectuado en la facultad cae en buena medida bajo el control del profesorado ordinario.

 

Ahora, ni qué decir tiene: hay un nivel administrativo superior al que no puedes ni eludir ni controlar. La facultad puede recomendar a alguien para ser profesor titular, pongamos por caso, y estrellarse contra el criterio de los decanos o del rector, o incluso de los patronos o de los legisladores. No es que ocurra muy a menudo, pero puede ocurrir y ocurre. Y eso es parte de la estructura de fondo que, aun cuando siempre ha existido, era un problema menor en los tiempos en que la administración salía elegida por la facultad y era, en principio, revocable por la facultad.

 

En un sistema representativo es necesario tener a alguien haciendo labores administrativas, pero tiene que poder ser revocable. Sometido como está a la autoridad de las gentes a las que administra, eso es cada vez menos verdad. Hay más y más administradores profesionales, estrato sobre estrato, con más y más posiciones cada vez más remotas del control de las facultades. (…)

 

El profesorado universitario ha venido siendo más y más reducido a la categoría de trabajadores temporales a los que se asegura una precaria existencia sin acceso a la carrera académica. Tengo conocidos que son, en efecto, lectores permanentes; pero no han logrado el estatus de profesores ordinarios y tienen que concursar cada año para poder ser contratados otra vez. No deberían ocurrir estas cosas, no deberíamos permitirlo. Y en el caso de los ayudantes, la cosa se ha institucionalizado: no se les permite ser miembros del aparato de toma de decisiones y se les excluye de la seguridad en el puesto de trabajo, lo que no sirve sino para amplificar el problema.

 

Creo que se puede entender fácilmente por qué se desarrollan esas tendencias: son parte de la imposición del modelo de negocio en todos y cada uno de los aspectos de la vida. Es la ideología neoliberal bajo la que el grueso del mundo ha estado viviendo en los últimos 40 años, muy dañina para la gente y ha habido resistencias a ella.

 

Y es digno de mención el que al menos dos partes del mundo han logrado, en cierta medida, escapar de ella: el Este asiático, que nunca la aceptó realmente, y la América del Sur de los últimos 15 años.

 

Sobre la pretendida necesidad de “flexibilidad”

Flexibilidad” es una palabra muy familiar para los trabajadores industriales. Parte de la llamada “reforma laboral” que consiste en hacer más “flexible” el trabajo, en facilitar la contratación y también el despido de la gente. Esto es un modo de asegurar la maximización del beneficio y el control.

 

Se supone que la “flexibilidad” es una “buena cosa”, tanto como la “mayor inseguridad de los trabajadores”. Dejando ahora de lado la industria, para la que vale lo mismo, en las universidades eso carece de toda justificación.

 

Pongamos un caso en el que se registra submatriculación en algún sitio. No es un gran problema. Una de mis hijas enseña en una universidad; la otra noche me llamó y me contó que su carga lectiva cambiaba porque uno de los cursos ofrecidos había registrado menos matrículas de las previstas. De acuerdo, el mundo no se acabará, se limitaron a reestructurar el plan docente: enseñas otro curso, o una sección extra, o algo por el estilo. No hay que echar a la gente o hacer inseguro su puesto de trabajo a causa de la variación del número de matriculados en los cursos. Hay mil formas de ajustarse a esa variación.

 

La idea de que el trabajo debe someterse a las condiciones de la “flexibilidad” no es sino otra técnica corriente de control y dominación. ¿Por qué no hablan de despedir a los administradores si no hay nada para ellos este semestre? O a los patronos: ¿para qué sirven? La situación es la misma para los altos ejecutivos de la industria: si el trabajo tiene que ser flexible, ¿por qué entonces no la gestión ejecutiva? El grueso de los altos ejecutivos es harto inútil y aún más dañino, así que ¡librémonos de ellos! Y así indefinidamente.

 

Sólo para comentar noticias de estos últimos días, pongamos el caso de Jamie Dimon, el presidente del consejo de administración del banco JP Morgan Chase: acaba de recibir un sustancial incremento en sus honorarios, casi el doble de su paga habitual, en agradecimiento por haber salvado al banco de las acusaciones penales que habrían mandado a la cárcel a sus altos ejecutivos: todo quedó en multas por un monto de 20 mil millones de dólares por actividades delictivas probadas… Bien podemos imaginar que librarse de alguien así podría ser útil para la economía.

 

Pero no se habla de eso cuando se habla de “reforma laboral”. Se habla de gente trabajadora que tiene que sufrir por inseguridad, por no saber de dónde sacarán el pan mañana: así se les disciplina y se les hace obedientes para que no cuestionen nada ni exijan sus derechos. Esa es la forma de operar de los sistemas tiránicos. Y el mundo de los negocios es un sistema tiránico.

 

Cuando se impone a las universidades, te das cuenta de que refleja las mismas ideas.

 

Sobre el propósito de la educación

Se trata de debates que se retrotraen a la Ilustración, cuando se plantearon realmente las cuestiones de la educación superior y de la educación de masas, no sólo la educación para el clero y la aristocracia. Y hubo básicamente dos modelos en discusión en los siglos XVIII y XIX. Se discutieron con energía harto evocativa. Una imagen de la educación era la de un vaso que se llena, digamos, de agua. Es lo que ahora llamamos “enseñar para el examen”: viertes agua en el vaso y luego el vaso devuelve el agua. Pero es un vaso bastante agujereado, como todos hemos tenido ocasión de experimentar en la escuela: memorizas algo en lo que no tienes mucho interés para poder pasar un examen, y al cabo de una semana has olvidado de qué iba el curso. El modelo de vaso ahora se llama “ningún niño a la zaga”, “enseñar para el examen”, “carrera a la cumbre”, y cosas por el estilo en las distintas universidades. Los pensadores de la Ilustración se opusieron a ese modelo.

 

El otro modelo se describía cómo lanzar una cuerda por la que el estudiante pueda ir progresando a su manera y por propia iniciativa, tal vez sacudiendo la cuerda, tal vez decidiendo ir a otro sitio, tal vez planteando cuestiones. Lanzar la cuerda significa imponer cierto tipo de estructura. Así, un programa educativo, cualquiera que sea, un curso de Física o de algo, no funciona como funciona cualquier otra cosa; tiene cierta estructura. Pero su objetivo consiste en que el estudiante adquiera la capacidad para inquirir, para crear, para innovar, para desafiar: eso es la educación.

 

Un físico mundialmente célebre cuando en sus cursos para el primer año de la carrera se le preguntaba “¿qué parte del programa cubriremos este semestre?”, contestaba: “no importa lo que cubramos, lo que importa es lo que descubráis vosotros”. Tenéis que ganar la capacidad y la autoconfianza en esta asignatura para desafiar y crear e innovar, y así aprenderéis; así haréis vuestro el material y seguir adelante. No es cosa de acumular una serie fijada de hechos que luego podáis soltar por escrito en un examen para olvidarlos al día siguiente.

 

Son dos modelos radicalmente distintos de educación. El ideal de la Ilustración era el segundo, y yo creo que es el ideal al que deberíamos aspirar. En eso consiste la educación de verdad: desde el jardín de infancia hasta la universidad.

 

Sobre el amor a la docencia

Queremos, desde luego, gente, profesores y estudiantes, comprometidos en actividades que resulten satisfactorias, disfrutables, actividades que sean desafíos, que resulten apasionantes. Yo no creo que eso sea tan difícil. Hasta los niños pequeños son creativos, inquisitivos, quieren saber cosas, quieren entenderlas, y a no ser que te saquen eso a la fuerza de la cabeza, el anhelo perdura de por vida. Si tienes oportunidades para desarrollar esos compromisos y preocuparte por esas cosas, serán las más satisfactorias de la vida. Y eso vale lo mismo para el investigador en Física que para el carpintero: intentar crear algo valioso, lidiar con problemas difíciles y resolverlos. Yo creo que eso es lo que hace del trabajo el tipo de actividad que se quiere hacer y se hace aun cuando no se esté obligado a hacerla.

 

En una universidad que funcione razonablemente, se podrá encontrar a gente que trabaja todo el tiempo porque le gusta lo que hacen; es lo que quieren hacer; se les ha dado la oportunidad, tienen los recursos, se les ha animado a ser libres e independientes y creativos: ¿qué mejor que eso? Y eso también puede hacerse en cualquier nivel.

 

Vale la pena reflexionar un poco sobre algunos de los programas educativos imaginativos y creativos que se desarrollan en los distintos niveles. Así, por ejemplo, el otro día alguien me contaba de un programa que se usa en las facultades, un programa de ciencia en el que se plantea a los estudiantes una interesante cuestión: “¿cómo puede ser que un mosquito vuele bajo la lluvia?”. Difícil cuestión, cuando se piensa un poco en ella. Si algo impactara en un ser humano con la fuerza de una gota de agua que alcanza a un mosquito, lo abatiría inmediatamente. ¿Cómo puede, pues, el mosquito evitar el aplastamiento inmediato? ¿Cómo puede seguir volando? Si quieres seguir dándole vueltas a este asunto –dificilísimo asunto—, tienes que hacer incursiones en las matemáticas, en la física y en la biología y plantearte cuestiones lo suficientemente difíciles como para verlas como un desafío que despierta la necesidad de responderlas.

 

Eso es lo que debería ser la educación en todos los niveles, desde el jardín de la infancia. Hay programas para jardines de infancia en los que se da a cada niño, por ejemplo, una colección de pequeñas piezas: guijarros, conchas, semillas y cosas por el estilo. Se propone entonces a la clase la tarea de descubrir cuáles son las semillas. Empieza con lo que llaman una “conferencia científica”: los nenes hablan entre sí y tratan de imaginarse cuáles son semillas. Y, claro, hay algún maestro que orienta, pero la idea es dejar que los niños vayan pensando. Luego de un rato, intentan varios experimentos tendentes a averiguar cuáles son las semillas. Se le da a cada niño una lupa y, con ayuda del maestro, rompe una semilla y mira dentro y encuentra el embrión que hace crecer a la semilla. Esos niños aprenden realmente algo: no sólo algo sobre las semillas y sobre lo que las hace crecer; también aprenden algo sobre los procesos de descubrimiento. Aprenden a gozar con el descubrimiento y la creación, y eso es lo que les permitirá comportarse de manera independiente fuera del aula, fuera del curso. Lo mismo vale para toda la educación, hasta la universidad.

 

En un seminario universitario razonable, no esperes que los estudiantes tomen apuntes literales y repitan todo lo que tú digas; lo que debes esperar es a que te digan si te equivocas, o que vengan con nuevas ideas desafiantes que abran caminos que no habían sido pensados antes. Eso es lo que es la educación en todos los niveles. No consiste en inculcar información en la cabeza de alguien que luego la recitará, sino que consiste en capacitar a la gente para que lleguen a ser personas creativas e independientes y puedan encontrar gusto en el descubrimiento, la creación y la creatividad a cualquier nivel o en cualquiera de los dominios a los que les lleven sus intereses.

 

Sobre el uso de la retórica empresarial contra el asalto empresarial a la universidad

Eso es como plantearse la tarea de justificar ante el propietario de esclavos que nadie debería ser esclavo. Se está aquí en un nivel de indagación moral en el que resulta harto difícil encontrar respuestas.

 

Somos seres humanos con derechos humanos y es bueno para el individuo, para la sociedad y hasta es bueno para la economía en su sentido más estrecho, que la gente sea creativa, independiente y libre.

 

Todo el mundo sale ganando que la gente sea capaz de participar, de controlar sus destinos, de trabajar con otros. Puede que eso no maximice a corto plazo los beneficios, como tampoco la dominación; pero ¿por qué tendríamos que preocuparnos de esos valores?

 

Un consejo a las organizaciones sindicales de los profesores precarios

Ya sabéis mejor que yo lo que hay que hacer, el tipo de problemas a los que os enfrentáis. Seguid adelante y haced lo que tengáis que hacer. No os dejéis intimidar, no os amedrentéis, y reconoced que el futuro puede estar en nuestras manos si queremos que lo esté.

 

 

* Término que se utiliza para identificar el crecimiento económico potenciado y consumido por la riqueza de la clase más alta de la sociedad.

 

** Ley aprobada en 1944 en Estados Unidos, en beneficio de los soldados que combatían en la Segunda Guerra Mundial, con el fin de proporcionar a los desmovilizados un mecanismo legal que les permitiera acceder a la financiación de estudios técnicos o universitarios, junto con una pensión que les ayudase en su subsistencia.

 

 

Selección en Internet: Marta O. Carreras Rivery

Sobre la contratación temporal de profesores y la desaparición de la carrera académica

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