Diciembre 7, 2024

Retiro

Qué manía esa de preguntarles a los demás su fecha de vencimiento. Desde hace meses he estado encontrándome noticias reveladoras sobre el futuro de los viejos.

 

Un colega atolondrado le pregunta al profesor P., que tanto quiero, si ahora que va a cumplir 74 está pensando en el retiro. Y él, que vive feliz en su trabajo y sabe de memoria que la vejez no es una derrota sino un triunfo, le responde extrañado que no encuentra ni una razón para hacerlo. Por qué. Para qué. Quién dijo que ese era el paso a seguir. Si las sociedades que valen la pena –las familias, las academias, las empresas que valen la pena– no se vengan ni se pierden de la mirada compasiva pero fija de sus viejos. Si entregarle el protagonismo y el destino a la “juventud”, que, cuando se ve a sí misma como una virtud, tiende a refundarlo todo justo en donde estaba (en términos de Les Luthiers: “funda Caracas en pleno centro de Caracas”), es una mala manera de darnos por vencidos.

 

Qué manía, tan de hoy, esa de preguntarles a los demás su fecha de vencimiento. Qué torpeza. Desde hace meses, quizás porque volver a ver La vida y la muerte del coronel Blimp, la gigantesca película de 1943 sobre aquel militar incorruptible, me puso de repente en pie de alerta, he estado encontrándome en la prensa noticias reveladoras sobre el futuro de los viejos: que el arquero italiano Lamberto Boranga, de 71, cumplió su primer año con un equipo de divisiones inferiores; que don José Sinaí, un campesino cundinamarqués de 75, se ha convertido en el primer bachiller de su familia; que según el Instituto Max Planck, de Berlín, cada vez es más claro que “los empleados de avanzada edad superan en cuanto productividad a sus colegas más jóvenes”.

 

Martin Scorsese, de 71, presenta una película rabiosa titulada El lobo de Wall Street. Paul McCartney y Ringo Starr, de 71 y 73, cantan en los Grammy una frenética versión de Queenie Eye. Pepe Mujica, de 78, lidera a su Uruguay en la sensata legalización de la mariguana. Quién, que se tenga a sí mismo adentro, que se cargue a sí mismo con sus vaivenes, podría atreverse a preguntarles a esos cuatro si están pensando en el retiro. Quién, que no se haya quedado atrapado en el pantano de la envidia, que no se haya refundido en el empeño de destronar a su padre en un reino que nadie más ve, podría cometer la tontería de desconocer a un profesor como P. –y a un artista y a un zapatero– con el pretexto de la edad.

 

Que ningún uniforme sirva de disfraz y ninguna cara de máscara. Que llamen a calificar servicios a esos generales indignos que deshonran a sus soldados, y no voten más por los políticos mediocres. Pero que dejen en paz a quienes hacen bien las cosas.

 

“¿Acaso estoy muerto? –pregunta el noble coronel Blimp en su película–: ¿se atrevería a decirme que no cuentan mis saberes, mis experiencias, mis habilidades?”.

 

Desde que me repetí esa escena veo en todas partes, del espejo del baño a la pantalla del computador, señales incontestables de que los viejos son el futuro del mundo. Y he estado pensando que si se trata de leer entre líneas las señales que van apareciendo en el camino, las noticias de estos tiempos han estado insinuándonos que quizás sea un buen momento para que la decadente dictadura de la juventud –otra revolución que se volvió una costumbre– le dé paso a una democracia en la que tengan voz todas las edades. Fue en diciembre de 1894, en la primera y última edición de la revista El Camaleón, cuando Oscar Wilde escribió que “el viejo lo cree todo, el maduro lo sospecha todo y el joven lo sabe todo”, pero hoy, cuando la vida ha logrado prolongarse a puro pulso e internet nos ha vuelto una sola generación de todas las generaciones, puede ser un buen día para leerlo.

 

Quiero decir que quizás vivimos más hoy, muchísimo más que cuando un viejo tenía 38 años, para no dejar de saber, de sospechar ni de creer.

 

* es un escritor, periodista, guionista y crítico de cine colombiano.

 

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