Diciembre 5, 2024

La madre de las próximas batallas

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Quien resulte ganador en los próximos comicios y asuma la Presidencia de la República en marzo próximo debe quedar advertido que su ventaja sobre los demás postulantes nunca será tan contundente como para hacer después lo que se le antoje e incumplir con la obligación de ser un mandatario real de la voluntad popular. A esta altura, lo que parece claro es que la mayoría de los candidatos y  chilenos consultados por las encuestas tienen la esperanza de que un próximo gobierno se comprometa a derogar la actual Constitución de 1980, y en un proceso lo más democrático posible consolidar una Carta Fundamental  consensuada o respaldada por un macizo respaldo ciudadano.

Es inobjetable que la institucionalidad que todavía nos rige no tuvo un origen legítimo y consagra una serie de obstáculos (trampas, las llaman algunos expertos) que hacen imposible una reforma democrática sustantiva, esto es que deje de servir al modelo neoliberal impuesto a nuestra economía,  termine con los privilegios tributarios de los grandes empresarios, recupere para el Estado y todos los chilenos nuestra soberanía sobre los recursos naturales y estratégicos en manos del capital foráneo, así como que le ponga término a las escandalosas prerrogativas de las Fuerzas Armadas. Es decir, una Constitución que vele por los interese del país, establezca la igualdad ante la Ley y consolide  la tutela del Estado sobre la educación, la salud, el sistema de pensiones y la debida protección del medio ambiente.

Aunque se le apliquen las enmiendas planteadas, el bochornoso sistema electoral binominal lo cierto es que mantendrá su esencia autoritaria y excluyente, por lo que realmente cabe es que nos dotemos de un mecanismo proporcional  que garantice la debida representación de todas las fuerzas políticas y sociales en el Parlamento, tal como  sucede hoy con los municipios y próximamente con los concejos regionales. Por lo mismo es que esta reforma no puede quedar entregada a los legisladores actuales que, en su mayoría, volverán a ser reelegidos en diciembre próximo, consecuente con los intereses del duopolio político que sacraliza la ley electoral.

 Después de 23 años de posdictadura,  es ingenuo pensar  que nuestra añosa y reseca  clase política emprenda los cambios demandados; menos, todavía  estén dispuestos a ceder sus cargos parlamentarios en bien de una democratización del sistema institucional, después de las ingentes sumas gastadas para “repetirse una y otra vez el plato” , a la vez que mantener las cuotas de poder de sus partidos. Al respecto,  para nadie es un misterio que no es sólo la abultada dieta lo que persiguen nuestros  parlamentarios, sino las posibilidad de legislar en connivencia con los poderes fácticos que controlan la economía y disponen de abultados recursos para dotarse de aquellos políticos dóciles. Como tan de manifiesto ha quedado  en las negociaciones por una nueva ley de pesca, la televisión digital y otros tantos disparates.

La principal misión de los nuevos gobernantes será entrarle con coraje a convocar al pueblo a un plebiscito en que se señale su disposición a continuar con la actual Constitución cuanto a resolver si ésta tendría que ser definida por una Asamblea Constituyente.

Más allá de las aprehensiones formuladas por aquellos “constitucionalistas” que, en realidad, defienden el actual modelo político, económico, social y cultural heredado de la Dictadura y sacralizado por los gobiernos que le siguieron, los nuevos moradores de La Moneda debieran aprovechar desde su inicio la autoridad que les confiera el triunfo para implementar el camino más democrático posible. Esto es, confiarle a los ciudadanos el diseño de un nuevo orden institucional. Única forma, además, para avanzar en la justicia y la equidad social que prácticamente todos los candidatos proponen. La vía más expedita, por supuesto,  a la paz ciudadana que tanto se proclama.

Cuando la paciencia social, ciertamente, está a punto de agotarse.

 

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