Diciembre 9, 2024

Cristián Pino, Santa Isabel no te conoce

¿Estamos en la antesala de la violencia social desatada? Al parecer, sí. El pasado lunes, mientras reporteaba en las afueras del supermercado Santa Isabel de Maipú, el periodista Cristián Pino (Canal 13) fue sacado a golpes del lugar por un supuesto guardia del local, que resultó ser el propio gerente del establecimiento, identificado como Luis David Mena Henríquez.

 

A simple vista, la violencia chilena tiene –al menos– dos expresiones: la que de manera legítima e ilegítima ejerce el propio Estado, y la que “norma” la vida social, a manos de innúmeros salvajes. Si bien es cierto que antes de 1973 Chile ya era un país bastante violento, se volvió mucho más tras el golpe de Estado. A partir de entonces, la violencia se validó, y en gran medida, comenzó a verse con buenos ojos. Los crímenes ya no eran delito, eran actos de patriotismo. La vida humana se desvalorizó.

 

Para peor, en marzo de 1990 Chile dio inicio de manera consensuada a la tercera fase de la dictadura cívico-militar, la de la democracia-fascista, imperante hasta hoy, una simulación de democracia plena. Se dejaban atrás las dos primeras etapas –la fase terrorista del exterminio e imposición del modelo socioeconómico (1973-1980), y la del fascismo-democrático (1980-1990), una vez promulgada la Constitución portaliana de Pinochet, y cuando éste se creyó Presidente. Dentro del consenso alcanzado entre vencedores y vencidos del 73 y del 88, éstos estipularon en marzo de 1990 recurrir a la violencia sólo en caso necesario. Y así se ha hecho hasta hoy (ejercicios de enlace, acuartelamientos, matanza de mapuches, represión estudiantil y social, imposición de leyes abusivas, impunidad institucionalizada, protección de la gran propiedad privada).

 

La violencia actual es a cuentagotas, omnipresente, surge en cualquier lugar y momento, se viste de civil o de uniforme, incluso, de sotana; no conoce género ni clase social; es sostenida, sistemática, explícita en todo momento; cultural. Jamás es inofensiva ni inocua. No obstante, aún es posible agregarle otro ingrediente. La violencia chilena se arraiga en el más profundo sentido de la pertenencia. No de esa pertenencia entendida como el interés natural de sentirse parte de algo, sino de aquella paroxística, esquizoide, donde unos pocos se saben dueño de todo, y que, incluso, tienen la convicción que las personas a su servicio también les pertenecen, para lo cual el propio sistema provee una herramienta ultra necesaria para sostenerse asimismo: la impunidad.

 

La agresión física sufrida por el periodista Cristián Pino, por parte del gerente del Santa Isabel, Luis David Mena Henríquez –mientras captaba imágenes con su celular del subterráneo inundado del referido local–, debe ser entendida en el contexto del sentido de pertenencia que le asiste al agresor, y a la del propio Horst Paulmann, dueño del retail Cencosud. Ambos entienden que, al no pertenecer a su feudo, el periodista puede y debe ser agredido, en la medida que unas imágenes de su boliche inundado, captadas desde el exterior, son leídas por ellos como una amenaza real, que puede dañar su prestigio.

 

Sin embargo, ni a Luis Mena Henríquez, como gerente del local, ni mucho menos a Horst Paulmann, como dueño de Santa Isabel, les preocupa la precaria situación en que se desenvuelven los niños embaladores que trabajan en su cadena. Ese abuso infantil no los violenta, como sí lo hacen las imágenes de su estacionamiento inundado; ninguno de los dos siente que su prestigio empresarial está en juego cuando sus cajeras son obligadas a cumplir extensas jornadas sin ir al baño, o cuando sus trabajadores son obligados a reetiquetar productos vencidos.

 

Paulmann y sus gerentes –así como otros tantos malos empresarios– actúan seguros en un sistema que los ampara, que les garantiza impunidad, y que relativiza la vida de los trabajadores, su dignidad y su trabajo. Ello hace comprensible la actitud contra el periodista Cristian Pino. Nuestra enclenque democracia es incapaz de garantizar el libre ejercicio del periodismo. Peor aún, no resiste presiones empresariales, ni tampoco puede preservar el uso de la fuerza a quienes corresponde ejercerla de manera legítima. Ésta, en su fase violenta, hoy está en manos de cualquiera que sienta que puede recurrir a ella, sin importar si es legítima u oportuna.

 

La seguridad del sistema económico imperante en Chile radica en su origen. Él fue impuesto por un grupo de civiles que contó con la fuerza de las armas, de modo que en su esencia es antidemocrático, y tiende a identificar en el uso de la violencia su mejor autoprotección. El sistema no discute, impone; no transa, ejecuta.

 

Según su eslogan publicitario, ¿a quién conoce Santa Isabel? En rigor, Santa Isabel no conoce a nadie, más bien desconoce a su clientela. Cencosud reconoce a quienes legitima, no como sus clientes, sino como a aquellos que lo legitiman a él, es decir, a quienes por un lado se muestran dispuestos a ser abusados, y por otro, no tienen mayores inconvenientes en justificar los abusos cometidos por el retail contra más de 600 mil usuarios de una de sus tarjetas de crédito.

 

Al periodismo le asiste el deber de denunciar la violencia, cualquiera sea su origen y destinatario, cualquiera sea su justificación. Es repudiable e inaceptable la cobarde golpiza sufrida por el periodista Cristián Pino, quien más que ser agredido por un centinela del feudo, fue víctima de la cultura violentista utilizada para sustentar la gran propiedad. Como siempre, en este caso tampoco habrá culpables. Canal 13 tampoco los buscará, hay demasiado en juego como para meter bulla por un periodista golpeado. Nada que una licencia médica pagada por un “accidente laboral” no pueda subsanar.

 

Patricio Araya

Periodista

@patricioaragon

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