A menos de tres meses de haber asumido la presidencia de la República, el gobierno de Enrique Peña Nieto enfrenta uno de los problemas de mayor envergadura para su naciente administración: mientras en la ciudadanía bulle la esperanza de una reducción sensible y pronta de los índices de violencia causada por la criminalidad, aparecen y cobran fuerza en varias entidades del país las llamadas policías comunitarias o guardias ciudadanas de autodefensa que al margen de la ley intentan suplir la función elemental del Estado que es garantizar la seguridad de la población y procurar justicia frente a los hechos delictivos.
El surgimiento de los grupos de civiles armados para detener y someter a juicio a pretendidos criminales es una secuela de actos desesperados que en medio de la guerra declarada por el gobierno de Calderón, en algunos municipios del país optaron en el pasado reciente por hacerse justicia por propia mano con juicios sumarios y linchamientos que en su mayoría las policías estatales o municipales no pudieron evitar. Fueron signos de una situación de extrema ingobernabilidad que a la administración de Calderón le costó el haber sido calificada en organismos internacionales como síntomas de un estado fallido por su incapacidad para garantizar la seguridad de la población y la procuración y administración de la justicia.
Con la puesta en práctica de medidas que configuran una nueva estrategia en la lucha contra el crimen organizado, la administración de Peña Nieto no obtiene aún los resultados esperados en la expectativa de la ciudadanía, cuya urgencia en el tiempo es la medida del tamaño del problema que en los seis años del gobierno calderonista dejó como saldo un número de muertos que oscila entre los setenta y los cien mil, además de algunos miles de desapariciones forzadas que Peña Nieto se ha comprometido a investigar y resolver en lo posible.
El dilema del actual gobierno es ¿qué hacer? frente al fenómeno de las guardias de autodefensa que si no por la ejecución sumaria de supuestos delincuentes, ahora por la vía de juicios ciudadanos pretenden hacer justicia al margen de las instituciones y los instrumentos jurídicos para garantizarla. El problema es de una complejidad que afecta al estado de derecho y la gobernabilidad misma. Por una parte, es un hecho que las acciones de las policías comunitarias se explican, aunque no necesariamente se justifican, por la impunidad en la que buena parte de la criminalidad se desarrolla y por la incapacidad de los órganos de todos los niveles de gobierno para garantizar la seguridad de la ciudadanía en la que surgen brotes de autodefensa que reclaman como legítima.
Frente a esa situación, en estricto cumplimiento de su responsabilidad de mantener el estado de derecho, el gobierno no podría permitir acciones que vulneran el orden jurídico cuyo imperio está obligado a mantener. Habría que reprimirlas. Pero tomada esa decisión el gobierno tendría que adoptar las medidas necesarias para impedir esas acciones, incluso mediante el uso de la fuerza pública que involucraría a las fuerzas del orden, civiles y militares, lo cual llevaría a la apertura de un nuevo frente de guerra, en este caso declarada contra ciudadanos que han tomado las armas por una causa que consideran justa aunque el método sea violatorio de la ley.
La disyuntiva se presenta cuando el gobierno de Enrique Peña Nieto está poniendo en práctica una nueva estrategia para el combate al crimen organizado, basada en la atención de las causas que lo originan y en soluciones eminentemente sociales y económicas para reducirlo. Evidentemente, esta nueva estrategia no podría dar resultados a corto plazo ni determinar, como sería deseable, la suspensión de la participación del Ejército y la Marina en las tareas de represión a la delincuencia.
Entre la expectativa generada por esta nueva estrategia y la realidad de la incidencia de la criminalidad que el propio gobierno de Peña Nieto ha reconocido, el tiempo apremia y el fenómeno de las guardias de autodefensa exige un tratamiento delicado, político en el mejor sentido de la palabra, para no provocar mayores fracturas entre la población.
(*) Periodista y escritor