El liderazgo de la Concertación debiera explicarle particularmente a sus bases y al país porqué bajo sus sucesivos gobiernos se negó a derogar o anular el decreto-ley de amnistía de 1978, pese a que había denunciado –cuando era oposición a la dictadura- con especial crudeza el carácter aberrante de dicha norma que le daba total impunidad a quiénes cometieron crímenes de lesa humanidad entre septiembre de 1973 y marzo de 1978. Recordemos, además, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había calificado dicho engendro como “auto-amnistía” y que la Concertación se había comprometido en 1989 a promover su derogación o nulidad.
En efecto, en el programa presidencial de Patricio Aylwin, la Concertación planteó que “por su propia naturaleza jurídica y verdadero sentido y alcance, el DL sobre amnistía, de 1978, no ha podido ni podrá ser impedimento para el establecimiento de la verdad, la investigación de los hechos y la determinación de las responsabilidades penales y consecuentes sanciones en los casos de crímenes contra los derechos humanos, como son las detenciones seguidas de desaparecimientos, delitos contra la vida y lesiones físicas o sicológicas gravísimas. El gobierno democrático promoverá la derogación o nulidad del Decreto Ley sobre Amnistía”.
Sin embargo, la Concertación no sólo le regaló a la futura oposición de derecha –mediante el solapado acuerdo de reforma constitucional de 1989- la mayoría parlamentaria simple que habría permitido derogarla; sino que además, desde el primer día de su gobierno, determinó –también ocultamente- abandonar todo intento de cumplir con dicho compromiso programático. Esto lo reconoció con todo desparpajo el máximo arquitecto de la “transición”, Edgardo Boeninger, en 1997: “En el marco de la estrategia del gobierno, una primera decisión fue no intentar la derogación o nulidad de la Ley de Amnistía de 1978, pese a que tal propósito estuvo incluido en el programa de la Concertación. Eso significaba aceptar que no habría castigo por condena penal de los responsables de los crímenes cometidos con anterioridad a su promulgación, con la sola excepción del asesinato de Orlando Letelier, explícitamente exceptuado de dicha ley por el propio gobierno de Pinochet” (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, Santiago, 1997; p. 400).
El propio Boeninger ¡reconoció la enormidad de tal capitulación!: “Esa limitación autoimpuesta, aunque concordante con la realidad político parlamentaria, representaba un severo golpe para las aspiraciones de justicia de la Concertación y especialmente de las organizaciones de Derechos Humanos, sólidamente constituidas e investidas de gran legitimidad en el entorno político, social y cultural de la coalición de gobierno, así como a nivel de las entidades internacionales pertinentes” (Ib.; p. 400). Incluso, con gran desfachatez, Boeninger planteó su absoluta inconsecuencia entre lo postulado y lo que se esperaba conseguir: “Siempre pensé que se trataba de una aspiración legítima y éticamente indiscutible que no podía dejarse de lado como tal, pero que nunca tuvo viabilidad en el contexto de la transición chilena” (Ib.; p. 400). Por cierto, el “realista” Boeninger no imaginó que menos de un año después, luego de la detención de Pinochet en Londres, el Poder Judicial chileno comenzó a revertir su entreguismo y a condenar a numerosos criminales contra la humanidad, al interpretar el derecho internacional por sobre el derecho interno…
Por lo demás, lo que Boeninger reconoció tan explícitamente en 1997 lo había enunciado eufemísticamente Patricio Aylwin en su primer discurso como presidente: “Es legítimo y justo que después de un período tan largo de poder absoluto y misterioso, en que tanta gente ha sufrido tanto y en que los asuntos públicos fueron secretos inaccesibles para el pueblo, éste quiera saber la verdad de lo ocurrido. Hemos dicho –y lo reiteramos solemnemente- que la conciencia moral de la nación exige que se esclarezca la verdad respecto de los desaparecimientos de personas, de los crímenes horrendos y de otras graves violaciones a los derechos humanos ocurridos durante la dictadura. Hemos dicho también –y hoy lo repito- que debemos abordar este delicado asunto, conciliando la virtud de la justicia con la virtud de la prudencia y que, concretadas las responsabilidades personales que corresponda, llegará la hora del perdón” (El Mercurio; 13-3-1990).
Enfatizando aún más la idea del escamoteo de la justicia penal, Aylwin agregó: “En este necesario ejercicio de justicia debemos evitar los riesgos de querer revivir otros tiempos, de reeditar las querellas del pasado y de engolfarnos indefinidamente en pesquisas, recriminaciones y cazas de brujas que nos desvíen de nuestros deberes con el porvenir. Considero mi deber evitar que el tiempo se nos vaya entre las manos mirando hacia el pasado. La salud espiritual de Chile nos exige encontrar fórmulas para cumplir en plazo razonable estas tareas de saneamiento moral, de modo que más temprano que tarde llegue el momento en que, reconciliados, todos miremos con confianza hacia el futuro y aunemos esfuerzos en la tarea que la patria nos demanda” (El Mercurio; 13-3-1990).
De todo lo anterior, no extraña que los sucesivos gobiernos de la Concertación hayan engañado no solo a sus bases y a las organizaciones nacionales de derechos humanos, sino que además a la Comisión y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos; al contestar a dichos órganos –respecto de las denuncias al Estado de Chile por aplicaciones judiciales del Decreto Ley de Amnistía- que el gobierno coincidía con los denunciantes en cuanto a la ilegitimidad de aquel decreto-ley, pero que no tenía las mayorías parlamentarias para derogarlo. Y más aún, que dichos engaños se hayan visto agravados cuando al obtenerse aquellas mayorías (bajo Lagos entre agosto de 2000 y marzo de 2002; y bajo Bachelet, desde comienzos de su gobierno y durante más de dos años) aquellos gobiernos no hicieran nada para ser consecuentes con lo que le sostenían a dichas entidades internacionales.
Peor aún, luego de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos fallara en contra del Estado de Chile en el caso Almonacid Arellano en septiembre de 2006; y le obligara a aquel a dejar sin efecto el decreto-ley de amnistía; el gobierno de Bachelet –teniendo la mayoría parlamentaria para hacerlo- simplemente no lo hizo. Es decir, la carencia de voluntad de los gobiernos concertacionistas para cumplir con sus compromisos de buscar la justicia en materia de graves violaciones de derechos humanos ha llegado a ser tal, que para ello ni siquiera les importó dejar al Estado chileno como un grave incumplidor de tratados frente a la comunidad internacional; y en un asunto de tanta trascendencia ética, histórica y humanitaria como éste.