El liderazgo de la Concertación debiera explicarle también a sus bases y al país porque sus gobiernos dejaron como legado una televisión abierta, no solo tremendamente monocolor y censuradora (como lo hemos constatado en los capítulos anteriores), sino además con un grado de mediocridad y chabacanería difícilmente igualable.
Efectivamente, Televisión Nacional y los canales privados, en lugar de contribuir a la formación y entretenimiento de personas cultas y conscientes de sus derechos, promueven un bajo nivel cultural y una ciudadanía amorfa. En sus programas abundan la superficialidad, la vulgaridad y la procacidad en el lenguaje. Sus contenidos parecieran estar destinados a un universo de adolescentes ávidos de morbosidad y doble sentido; siendo completamente ajenos a la promoción de valores éticos y estéticos superiores. De este modo, proliferan programas de farándula que compiten en chismes y reyertas relativas a personajes notorios por cualquier concepto; “matinales” insustanciales que se refocilan en el “autobombo” de cada canal; teleseries con guiones que recurren continuamente a personajes caricaturescos, historias alambicadas, violencias físicas o sicológicas, deshonestidades económicas, infidelidades sexuales y traiciones personales; y realities morbosos y degradantes, que combinan de modo patético el voyerismo (del televidente) y el exhibicionismo (de sus participantes) más extremos. Todo lo anterior, junto con noticiarios que parecieran establecer records mundiales de extensión temporal, sensacionalismo y pobreza en noticias de efectivo interés público; y con un bombardeo prácticamente ilimitado de seducción publicitaria.
De este modo, los gobiernos concertacionistas nos dejaron una televisión abierta plenamente funcional con una democracia nominal y con la vigencia irrestricta de un modelo neoliberal desigual, individualista y consumista, que requiere de una sociedad infantilizada y conformista para su subsistencia en el tiempo. Como lo ha señalado el connotado cineasta y comunicador, Francisco Gedda, las grandes empresas avisadoras condicionan nuestra televisión en dos sentidos: “Uno es el más obvio, en cuanto a que los que aportan el financiamiento condicionan, implícitamente o explícitamente, la línea editorial y los contenidos programáticos. Pero además, los avisadores requieren telespectadores permeables a los objetivos de la publicidad. Requieren convencer al mayor número de personas de que tiene que comprar un producto equis, pero no porque lo necesite o porque el producto sea mejor que otro. ¿Por qué va a necesitar beber cervezas o gaseosas; o comer chocolates o galletas? O ¿cómo se puede razonablemente convencer a alguien, en pocos segundos, que debe elegir determinada marca de tallarines, té o detergente? Para esto la publicidad requiere manipular o seducir al telespectador, asociando el producto a sensaciones o emociones gratas. Manipulación que, por cierto, no incluye auténtica información sobre el producto. Y para lograr una manipulación eficaz necesita de audiencias dóciles, sin espíritu crítico. De este modo, una programación que acuda a la inteligencia del espectador; que desarrolle un espíritu crítico, y capacidades y actitudes de búsqueda de informaciones y opiniones sólidas, va en la dirección contraria de obtener un público manipulable”.
Por todo lo anterior, Gedda concluye que “los avisadores prefieren auspiciar reality-shows a programas culturales, aunque tengan que pagar tarifas comparativamente mucho más altas” (Boletín Libertad de Expresión, Enero, 2008; Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile).
A tal grado llegó la sujeción de los gobiernos concertacionistas a los grandes intereses económicos, que se modificó la obligación establecida por la dictadura de que los canales de televisión tenían que exhibir una franja cultural todos los jueves de 10 a 11 de la noche. En lugar de ello se instauró el deber de desarrollar programas culturales en términos de porcentajes anuales de la programación; lo que permitió que tales programas pudiesen exhibirse a cualquier hora.
Específicamente TVN exhibía en 2008 reality-shows en horarios estelares, mientras pasaba programas culturales cerca de medianoche. Así lo indicaba Francisco Gedda: “En La Recta Provincia, en la cual se invirtieron 84 millones de pesos –dándole la oportunidad a Raúl Ruiz de encontrarse con el público chileno… como el cineasta más importante en la historia del cine chileno- el primer capítulo fue un cuarto para las 12 de la noche y los demás fueron un poquito antes… Es decir, se gasta en un programa 84 millones de pesos –mucho más que en otros programas culturales- para terminar ‘escondiéndolo`. Es absurdo. Yo, personalmente, vi uno solo de los cuatro, porque ya estaba muy cansado a esas horas” (Boletín citado).
¿Existe otra explicación para el legado de 20 años de los gobiernos concertacionistas -en materia de medios de comunicación y de televisión- que no sea la subordinación permanente a los grandes grupos económicos? ¿No es congruente todo aquello con el regalo de la mayoría parlamentaria a la futura oposición de derecha efectuado en 1989; con la virtual aceptación de las gigantescas corrupciones efectuadas por la dictadura en la privatización de grandes empresas; con la desnacionalización fáctica de más del 2/3 de nuestro cobre luego de 1990; con el regalo de decenas de millones de dólares a la banca privada, en virtud del acuerdo de 1992 respecto de su deuda; con la acentuación del proceso de privatizaciones de servicios públicos; con la mantención de las escandalosas desigualdades económico-sociales; y con la consagración por Lagos y todos sus ministros de los aspectos económicos de la Constitución del 80, en 2005?