
Actúan en equipos distintos, pero son del mismo club. Comparten el mismo desprecio por el fútbol, porque para deportes, lo suyo es el golf y el polo. Aborrecen con la misma intensidad a los barristas, pero sienten por esos bravos hombres y mujeres uno franco aunque secreto agradecimiento por el fervor que ponen en la promoción gratuita de sus negocios.
Cuando los ven en la tele, arriscan la nariz y todo lo demás, pero, en fin, por lo menos pagan su entrada al estadio, no importa cuanto cueste, y hacen de los partidos una noticia que sale en la tele la que, de paso, muestra los carteles propagandísticos por lo que cobran en constante y sonante.
Les importa un soberano cuesco desmembrar al equipo campeón con tal de llenarse las faltriqueras de millones. En sus criaderos mantienen nuevas expectativas las que calculan en el mediano plazo. Transan carne humana de aquí para allá, sin importar si esas dos piernas tienen familia o sentimientos. Y si va a dar resultados ese prospecto en tierras lejanas. SI fracasa, es cosa de él.
Lo de esta gente, los dueños de los clubes deportivos, es el vaivén de las pizarras de la bolsa y la perspectiva de nuevos negocios: comprar barato, criar y vender caro.
Alientan peleas estériles entre barristas y generan entre esos perdedores fanáticos un odio que no hace otra cosa que dividir una fuerza que debiera ser una sola. De paso, peleando una pelea que no les pertenece, de tarde en tarde se matan no más si se cruzan en una botillería.
Gladiadores contemporáneos, pelean para darle el gusto a sus dueños, se matan para hacer feliz a sus Dominus.
Resulta elocuente leer los gigantes lienzos que instalan en cada partido los más bravos. Así, en el encuentro de la U de Chile y Colo Colo, en la ciudad de Temuco, el estadio se vio rodeado con enormes textos que, lejos de glorificar al club de sus amores, identifican a las poblaciones de las que han viajado, macheteando de a chaucha o restando del pan.
Cosa curiosa, cada una de esas poblaciones en las que vibra con mayor fuerza el amor por las casaquillas populares, son en las que también domina la mejor expresión de la cultura del capitalismo en su versión neoliberal: la pobreza se respira, la marginalidad es la norma, la inexistencia de horizontes es la tónica, la abundancia de drogas y su familiar directo la delincuencia, su rasgo característico, mostrado con profusión en los medíos de comunicación, ávidos de sangre.
Las barras bravas son manipuladas por los que no vacilarán en soltares las jauría cuando la cosa se pase de la marca. Para los dueños del espectáculo y las acciones de la bolsa, importa un rábano que cada uno de ellos lleve grabado a fuego el color de sus amores y sea capaz de dejarlo todo por seguir a su club al infinito y más allá.
Estas buenas personas se diferencian artificialmente por el color de sus camisetas y en no mucho más. En el fondo no son otra cosa que los cheerleaders, líderes de animación, de los dueños de las empresas que se apropiaron de lo que antes fueron los clubes deportivos, que en esos tiempos inocentes alegraban la vida a la gente con sus cachañas y driblings.
Los empresarios futbolísticos arriendan la marca del club por sumas módicas y echan a andar esa joya de la inventiva empresarial de la que los asiduos al tablón parecen no tener idea: la Sociedad Anónima Deportiva Profesional, cuya confesión de entrada parece no inmutar a nadie. El único objeto de esa ficción legal es el lucro. En ninguna parte aparece el amor a la camiseta, el pundonor o las copas ganadas.
El fútbol profesional ha corrido una suerte que no es distinta a la de la educación, la salud, las carreteras, las cárceles, los canales de televisión, gran parte de la minería del cobre, entre otras iniciativas.
Los mismos dueños de todo el resto se han tomado el amor por el deporte cuando se dieron cuenta que las genialidades de los futbolistas podían mover cantidades increíbles de dinero. Así, Chile se ha transformado en pocos años en exportador de jugadores que cada domingo nos hacen inflar el pecho de orgullo por sus presentaciones en muchos lugares del planeta.
Mientras tanto, las Madres, las Zorras, las Monjas y todo el resto, duermen felices por el resultado. Si se ha ganado bien. Si se ha perdido, da lo mismo. Unos y otro son desde hace mucho, perdedores que pone pasión en ese destino y una derrota más no les hará mella.