Nuestro Ministro del Interior, fiel a su formación militar, imagina que matando a un par de jóvenes encapuchados se terminarán los desórdenes y los daños a la propiedad. Olvida que ese tipo de política sólo conduce a guerras eternas y que también hay una versión humanista de la consigna “se mata la perra, se acaba la leva”.
Ésta es, que atacando las causas de un fenómeno se superan sus síntomas.
Pero ningún líder gubernamental analiza las causas de lo que ocurre hoy en Chile. Inspirados en Villegas, se conforman con la simpleza de pensar que los jóvenes quieren saquear y protestar por el gusto de hacerlo. Por no haber sido bien criados por sus padres.
Pero los padres de los actuales adolescentes se formaron en una sociedad donde dominaba la violencia. Donde el Estado ejercía la tortura y el asesinato como método de resolución de conflictos, donde todo era legítimo para impedir el triunfo del comunismo. Los guardianes de la ley podían degollar o secuestrar a los discrepantes. Los encargados de los interrogatorios no sólo poseían instrumentos de tortura, comprados con recursos fiscales, en casas habilitadas para ello, sino que, como botín de guerra, podían violar a las “jóvenes subversivas”.
Los padres de los jóvenes encapuchados vieron cómo unos pocos se tomaban el país recibiendo las empresas del Estado, los inmuebles de los muertos, los predios que se había entregado de manera transitoria a campesinos. Si la muerte no era importante para los líderes que en 1989 contaban con el 45% del electorado, si aún hoy los que defendieron y apoyaron la liquidación de humanoides a través de todas las vías posibles, en 2010 tuvieron el apoyo de más del 50% de la población. Si se bombardeó
Tras cada capucha existe la convicción de que no son los adolescentes los que construyen las armas, los que declaran las guerras, los que purifican cocaína, los que se hacen millonarios con el comercio internacional de drogas, los que buscan prostitutas infantiles, los que han recreado la actual forma de hacer política, los que cobran intereses usureros y que como los ejecutivos de
Los jóvenes que se cubren con una capucha, no quieren mirar nunca más la sociedad que los adultos hemos construido para ellos. No tienen en quién confiar y claman por ayuda. ¿Los pueden ayudar curas pedófilos, profesores amargados, padres ausentes, golpeadores o alcoholizados, madres abandonadas, sostenedores y dueños de universidades que no tienen nociones elementales de educación?¿Pueden confiar en líderes políticos que disponen personalmente de recursos fiscales, porque ganan sueldos “miserables” o “reguleques”. ¿De Alcaldes que se roban sus exiguas arcas? ¿De gobernantes que les dan un voucher, por un subsidio, para que sus padres reconstruyan sus casas y sus vidas? ¿De un Estado que les niega una salud y educación de una mínima calidad?
La mayoría nunca tendrá acceso a esa belleza. Imposible con sus nombres, sus barrios, la precariedad de sus trabajos, la pobreza de sus salarios o propinas. Nunca con una educación que no educa, que no sirve para encontrar trabajo, que los endeuda de por vida. Que les ofrece títulos inexistentes con publicidad engañosa.
Tras la capucha se esconde la desesperanza.
Desesperanza que se encuentra cruda y pavorosa en cifras del Ministerio de Salud. El suicidio aumenta sistemática y aceleradamente entre los jóvenes chilenos. En “Tendencia al suicidio 2010”[1], se informa que el 76% de los jóvenes chilenos entre 18 y 28 años admite que ha pensado alguna vez en quitarse la vida y que el 71% ve su futuro con pesimismo. El 81% se ha sentido inútil, el 82% fracasado y con ganas de “abandonarlo todo”; el 75% “a veces nota que podría perder el control sobre sí mismo”; el 73% tiene poco interés en relacionarse con gente y el 71% considera que quitarse la vida es una opción frente a una situación desesperada. La causa inmediata al momento del suicidio sería esta sensación de desaliento o una depresión no tratada, porque la mayoría de los suicidas se encuentra entre los jóvenes de menores ingresos, es decir en aquéllos que no tienen acceso a atención siquiátrica.
Está claro, entonces, que a muchos jóvenes encapuchados no les importa morir. No quieren ser viejos pobres. El hambre de lo que no tienen o del dinero para obtenerlo, los domina. Es por eso que cada vez se embarcan en operaciones delictivas de mayor riesgo, o se entregan con furia a las drogas y el alcohol. Es otra forma de morir. Lo saben y no les importa.
Por lo tanto, la amenaza de muerte, o los deseos de cadena perpetua, de los líderes de opinión no puede asustarlos. No acabará la leva. Y los adultos nos quedaremos con la vergüenza de haber construido un país con una juventud que no quiere vivir.