La derecha chilena suele argumentar que su participación como activa instigadora y promotora del golpe de Estado de 1973 responde a una actitud casi instintiva y espontánea ante un gobierno que estaba amenazando la seguridad y estabilidad del país.
Este razonamiento denota un intento de cifrar la culpa de lo acontecido en el presidente Allende y su coalición de gobierno. Y es una forma de borrar su responsabilidad en una trama que ya desde antes del 4 de septiembre de 1970 se fue orquestando para desembocar en una situación inédita, que le permitió alcanzar un poder inimaginable en condiciones democráticas, y durante 17 largos años.
Es inevitable recordar que una parte de la derecha chilena, mucho antes de 1970 y el triunfo de la Unidad Popular, ya cortejaba ideas que presuponían un quiebre de la democracia y la Constitución de 1925. Basta revisar los fundamentos doctrinarios y programáticos del Partido Nacional, antecesor directo de Renovación Nacional, que en 1966 postulaba la instauración de una “democracia orgánica” e “incorporar las Fuerzas Armadas al desarrollo nacional” para que sean “un factor dinámico y efectivo del progreso educacional, técnico y económico del país”. Además proponían “defender la libertad de trabajo y la iniciativa individual, como elementos dinámicos en el proceso económico”, dejando al Estado el único rol de “liberar al trabajo privado de las trabas y obstáculos burocráticos, de los excesos tributarios y de toda forma de persecución e inestabilidad legal”. Ciertamente este programa podría haberse implementado por una vía electoral. Pero todo indica que estas propuestas nunca habrían llegado a conquistar a la mayoría, y menos podrían haber alcanzado la radicalidad que lograron después de 1973, sin necesidad de pactos parlamentarios y sin ratificación alguna por parte de la ciudadanía.
Hasta 1964 la derecha chilena era fundamentalmente un campo de partidos que actuaban a la defensiva. Tanto el Partido Conservador como el Partido Liberal correspondían doctrinariamente a partidos de orden, que no aspiraban a una transformación global del país. Al contrario, se atenían en la forma y en el fondo al marco constitucional, que interpretaban de una manera restrictiva. Sin embargo, en el seno de estos partidos, y también fuera de ellos, existían sectores ideológicos que propugnaban un cambio en esa política. Se trataba de grupos extremistas, influenciados especialmente por la experiencia del franquismo español y el salazarismo portugués. Tal vez el articulador intelectual más notorio de esta tendencia era el padre Osvaldo Lira, quién divulgó el tradicionalismo español a través de su obra más conocida, Nostalgia de Vázquez de Mella. En su pensamiento se advierte un constante desprecio por la democracia, y más ampliamente, por un concepto de Estado social de derecho, basado en un pacto racional de individuos libres. Su propuesta, un régimen corporativista y teocrático, sedujo a jóvenes que sentían a los partidos de la derecha política demasiado tibios, débiles, acomodados a las lógicas y procedimientos parlamentaristas. Sin embargo, estos sectores eran claramente minoritarios. Al menos hasta el 15 de marzo de 1964. Ese día se realizó la elección complementaria de diputado por la agrupación departamental de Curicó y Mataquito, debido a la muerte del doctor Oscar Naranjo Jara. El resultado de la votación otorgó un triunfo por amplio margen a su hijo, el candidato socialista Oscar Naranjo Arias. A menos de seis meses de la elección presidencial, que se realizaría el 4 de septiembre de ese año, esta jornada electoral sumió a la derecha en un pánico excepcional que le llevó a abandonar a su candidato presidencial, el radical Julio Durán Neumann, y apoyar al democratacristiano Eduardo Frei Montalva, por temor al triunfo de Salvador Allende. En las elecciones parlamentarias del año 1965 los partidos de derecha, Liberal y Conservador, sufren una derrota brutal, debido a la fuga de votos de su electorado al Partido Demócrata Cristiano. Juntos sumaron el 12,66% de los votos, la cifra más baja obtenida por la derecha chilena en toda su historia. En ese contexto de crisis, ambas formaciones se fusionan el 16 de junio de 1966 en una nueva entidad política, el Partido Nacional.
Esa debacle permite que las ideas golpistas, hasta ese entonces marginales, comiencen a cobrar relevancia. Tanto en el Partido Nacional, como también en grupos políticos emergentes, como el Movimiento Gremial fundado por Jaime Guzmán en 1967 en oposición a la reforma universitaria que impulsa la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica. Y el golpismo también sale a la luz en el ámbito de las Fuerzas Armadas, lo que explica el “Tacnazo”, aquel fallido golpe de Estado del 21 de octubre de 1969, que ya casi nadie recuerda. Se gesta allí lo que en derecho penal se denomina la fase interna del crimen. El programa golpista aún era difuso, contradictorio, una mezcla de catolicismo anquilosado, militarismo autoritario, intereses comerciales y quimeras corporativistas. Pero la “voluntad de poder”, a toda costa, por sobre todo y ante todo, ya estaba desatada. Sólo faltaba el día, la hora, y la ocasión propicia.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 742, 16 de septiembre, 2011
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