Noviembre 1, 2024

La hipocresía educacional

jpcardenas

jpcardenasEn las democracias más acreditadas, la educación y la salud son derechos  de toda la población. Los colegios y universidades públicas no tienen nada que envidiarle a los establecimientos privados, así como  a los hospitales concurren todos por igual por una adecuada  atención. Cierrtamente que la consulta popular y las manifestaciones sociales son parte de la rutina republicana, por lo mismo que son respetadas por las fuerzas del orden y muy excepcionalmente reprimidas.

 

 

Ya se sabe que los rendimientos escolares en Chile se relacionan fundamentalmente con el ingreso familiar y las condiciones socioeconómicas de los estudiantes. Es decir, apenas nace una persona,  ya es posible pronosticarle los tropiezos que se le opondrán en su proceso educacional. Tanto así, que un reciente informe nos señala que en una misma comuna es posible apreciar importantes diferencias entre los rendimientos de los jóvenes,  aunque unos y otros concurran a los mismos establecimientos educacionales. Todo depende de cómo esté constituida su familia, del monto de sus ingresos, de la calidad de vida de sus hogares.

No radica, por lo tanto,  en cuánto se pague por educarse y a qué colegio o universidad se concurra. Es la inequidad social la que explica las grandes y peligrosas diferencias que separan a los chilenos, como la que señala que nuestra democracia sea tan poco acreditada comparada con otras que presumen menos, pero cumplen mejor con los derechos del pueblo. En este sentido, aunque se le inyecten muchos recursos a las escuelas, liceos y universidades públicas (lo que tampoco ocurre),  la igualdad de oportunidades no estará garantida mientras no se superen las escandalosas brechas del ingreso.

Los centenares de miles de jóvenes que hoy acceden a la universidad lo hacen mayoritariamente a los establecimientos nuevos que flagrantemente lucran al ofrecer una oportunidad educacional de muy cuestionada calidad académica,  en que poco o nada importan, por lo demás,  las oportunidades laborales de sus egresados. En  las universidades del Estado o del Consejo de Rectores, en tanto,  están accediendo los estudiantes que pertenecen a las etites sociales del país y que, por lo mismo, son los que obtienen los mejores puntajes en la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Con ello, entonces, es que nuestros planteles tradicionales y de mejor estándar académico lo que hacen, sin quererlo,  es profundizar las diferencias entre  el nivel cultural de pobres, menos pobres y ricos.

Todo el andamiaje educacional chileno resulta, entonces, de una grave hipocresía política que busca soslayar el problema de fondo: un sistema económico desigual que reparte enormes utilidades y remuneraciones en unos pocos, mientras que a la mayoría de los trabajadores, padres y madres de familia, se le condena a ingresos mínimos e indignos que no alcanzan a alimentar adecuadamente a sus familias. Al mismo tiempo que les impide acceder a las grandes instrumentos de la formación cultural, como siguen siendo los libros, las manifestaciones del arte y, ahora, el acceso a Internet y sus redes. Asumiendo, por supuesto, que la televisión y los más poderosos medios de comunicación ya no informan, sino reparten mucho más vulgaridad y superficialidad que cultura.

En países como Suecia, Finlandia y un buen número de referentes europeos a los que habitualmente se recurre como ejemplo, nadie se hace cuestión que los jóvenes provenientes de cualquier estrato socio económico no paguen  por recibir educación, salud y otros bienes todavía impensados en Chile. Ello es así porque los que tienen los mejores ingresos son efectivamente los que cancelan más impuestos, en un sistema tributario que tiende a corregir las desigualdades. Situación muy diferente de lo que acontece en Chile donde el agobio impositivo a los pobres y las clases medias es la que más contribuye más al erario nacional, mientras que nuestros gobiernos reparten granjerías a los inversionistas, y los más poderosos tienen acceso a todo tipo de triquiñuelas elusivas y evasivas para acrecentar su riqueza y concentrarla en un grupo cada vez más restringido de multimillonarios, clanes familiares y consorcios.

Otra vía es la que aún es posible apreciar en México, Brasil y otras naciones latinoamericanas donde los estados otorgan ingentes recursos a la educación, con lo cual es posible alcanzar algún logro en democratizar la cultura, pese a las profundas desigualdades que se derivan de sus respectivas estrategias de desarrollo económico. Pero,  claro, estamos hablando de países en que sus universidades públicas son más del  un 70 por ciento financiadas por el Estado, mientras que en nuestro país, el aporte fiscal a la Universidad de Chile, por ejemplo, alcanza el ridículo porcentaje del 10 por ciento de todo su presupuesto.

Es impensable que nuestras autoridades educacionales, tan firmemente imbuidas del ideologismo neoliberal,  abriguen serios propósitos educacionales cuando el modelo económico que han sacralizado requiere de mano de obra barata y de un ciudadano inculto para perpetuase y mantener  cautivos nuestros derechos cívicos. Ello explica que muchos de los que han pasado por el Ministerio de Educación en los gobiernos de la post dictadura hayan descubierto en el “servicio público” una magnífica posibilidad de emigrar hacia colegios y universidades del ámbito lucrativo, a fin de resolver su futuro profesional y económico o “rearmarse”  para la política competitiva. Igualmente como otros vociferantes políticos del pasado terminan instalados en los directorios de los bancos, de las multinacionales o, incluso, involucrados en aquellos proyectos ecocídas e inmisericordes con el derecho de todos de vivir en un ambiente libre de contaminación.

 

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