Era la segunda mitad de los ochenta y yo trataba de aprenderme las letras de un flacuchento “malas pulgas” llamado Jorge González. Quizás porque sin saber de música ni de la vida, siempre encontré que el tipo transmitía un discurso que mi pluma abrazaría con los años de manera inconsciente. El de mirar la pata que cojea cuando la mesa se colmaba de exquisiteces. Tenía una que me enganchó por su ritmo. La que decía “Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos”.
Pasaron los años. Yo crecí, González se consagró y esa realidad amarga de la canción sigue marcando las relaciones de un país dócil que intenta vivir la vida a la usanza de su admirado Tío Sam. Aunque este apenas lo aprecie como el “sobrino” aplicado y responsable al que podrá corregir y disponer siempre, por más que no tenga ligazón sanguínea o de real importancia con él, su historia y su gente.
Si usted tiene un poquito de sentido común, admitirá conmigo que la pobre jefa de protocolo estadounidense debe sufrir jaqueca instantánea apenas ve una foto de Pablo Zalaquett o Sebastián Piñera. Dos empresarios chicos de estatura pero gigantes en espíritu fastidioso, con síndrome de insistencia para repartir galvanos y hacer reverencias a un presidente más preocupado de sopesar su intromisión en Libia o atender como se debe a la suegra que trajo de paseo. Dos tipos sin vida política apreciable, buenos para romper la oficialidad, improvisados hasta la molestia y manejables. Sobretodo, manejables. Incapaces de establecer las normas en su propia casa. El reflejo del país o las comunas que dirigen.
Eso somos. Nos guste o no. Un adorno que los fanáticos de Obama en Chile, con voz y peso mediático tratan de maquillar. O que los personajes interesados en mantener su escaño público nos hacen creer que no sucede. Insistiendo que acá se sembró para cosechar en el futuro. No es así. La visita bilateral del primer presidente negro que asume la Casa Blanca es catalogable en lenguaje popular como “un saludo a la bandera”. Sin actividad bilateral, sin anuncios ni discusiones de peso, sin aportes significativos ni promesa de acuerdos o firma de tratados. Un paseo “diplomático” pagado por los impuestos de ambos países, transmitido en vivo y con fiestas pomposas donde la parte influyente de la sociedad se codea con la visita ilustre. Y el resto de la gente, o sale a mirar impresionada o se tiene que aguantar congestiones de tránsito, abusos de la fuerza policial o vetos incoherentes.
¿Por qué vino Obama a Chile? De seguro, porque estaba pauteado desde hace tiempo y con “accidentes contingentes” como el terremoto o el rescate minero, el país estuvo en el centro de la noticia y convenía asomarse. El presidente de la nación más influyente del mundo gana consentimiento al codearse con este tipo de realidades apacibles que, ilusamente, establecen sus voluntades calcando el modelo del sueño americano. Y al venir, suma aliados estratégicos, los seduce con su garbo cuando la realidad indica que su popularidad está en baja. Libera de alguna forma la presión por los embates bélicos que tienen al país del norte enfrascado en lo mismo que su líder juró extirpar de las políticas de estado. Ayuda poco pero ayuda…
De alguna forma, Latinoamérica ya no es un pueblo al sur de EEUU gracias a Brasil. Incluso, puede ser una piedra en el zapato por obra de Venezuela y Colombia. Pero acá, la realidad no cambia mucho. Si en los ’80 éramos un lote de provincianos impresionados por la visita del líder de una iglesia que nos regía moralismos aunque ya se conocían sus abusos, cada vez que viene un gobernante norteamericano seremos campiranos de bocas abiertas, gestos amables y conceptos entregados ante el tipo cuyo círculo inmediato es el que firma otros abusos peores. Es el destino de las colonias. De las sociedades estructuradas verticalmente, arribistas y sin identidad ni lucha propia. Que van para donde indica la corriente…