En los aciagos días de los autobuses amarillos, estos transportaban unos cinco millones de pasajeros al día. La recaudación diaria de ese sistema, con las tarifas actuales, sería del orden de unos dos mil setecientos millones de pesos diarios, lo que da más de dos mil millones de dólares anuales.
La introducción del Transantiago provocó, entre otras consecuencias desastrosas, un dramático bajón de los pasajeros transportados. ¿Cuántos? No se sabe. Los ministros del ramo no son muy disertos cuando se trata de contar la verdad. Se limitan a repetir como loros “Todo va bien, y mañana mejor”, pero evitan publicar los balances de las empresas del Transantiago. En los primeros días la baja de pasajeros transportados pudo situarse en torno al 50% y aun más.
El desorden, sistemas electrónicos fallidos, la bronca, y la pérdida de credibilidad del sistema, redujeron dramáticamente la recaudación. ¿A cuánto? No se sabe. A menos que tomemos los montos de los “subsidios” como un indicio. El sistema no logra alcanzar un equilibrio financiero que los incompetentes que lo concibieron hacían venir de la tarifa. Exclusivamente de la tarifa. La estructura de costes subió, aunque solo fuese porque allí donde ganaban su vida los micreros y sus choferes, ahora mangan cinco bancos, el AFT, los concesionarios, los conductores, el personal de mantenimiento, una empresa de información al público (?) y algún personal auxiliar que antes no existía.
Violenta caída de la calidad y del volumen del servicio prestado, baja dramática de la recaudación y brutal aumento de costes, no hay que salir de Harvard para constatar que las cuentas no cuadran.
Sin embargo las autoridades se empeñan en culpar a los usuarios: primero porque, según Cortázar, “no cambian su percepción del Transantiago”. Luego porque, según Morandé, no pagan la tarifa. ¿Cuál es el nivel de la evasión? No se sabe, entre otros porque los sistemas electrónicos funcionan mal o no funcionan. Todo sumado, -incompetencia, mentira, ocultamiento de la información, maltrato a los trabajadores, empresas que lucran copiosamente, deterioro del tráfico urbano, etc.-, lo que se echa de menos es algo de lucidez y de coraje de parte de gobiernos que no osan admitir que el Transantiago es una estafa.
Una estafa que sirve entre otros para justificar inversiones en el Metro, del mismo modo que las campañas del terror en materia energética sirven para respaldar la aventura nuclear. El Metro funciona bien. De acuerdo. Pero existen sistemas que a un costo muy inferior ofrecen una calidad de servicio similar. Pequeño detalle: hay que hacerlos funcionar. La experiencia del Transantiago mostró, entre otras cosas, que un ministro de Transportes (que no citaré) tenía razón: “No jodas con que funcione, me dijo, de lo que se trata es de ganar plata (sic)”. En eso están.
Y suben las tarifas, que desde hoy estarán en 540 pesos, una de las más caras del planeta, sabiendo que eso no resuelve la cuestión esencial: la estructura de financiamiento de los transportes públicos. Si la tarifa debiese equilibrar las cuentas, habría que subirla a niveles incompatibles hasta con la voracidad del empresariado local. Ahora bien, quienes sí tienen experiencia en el sector del transporte público saben que en todas las ciudades del mundo un alza de tarifas se traduce en una baja de la frecuentación de pasajeros. De ese modo, en vez de equilibrar las cuentas, se empeora el problema.
Para definir una arquitectura financiera sobre la cual construir una verdadera política de transporte público de largo alcance es necesario entender que todo el dinero proviene de una sola fuente: la riqueza que todos los chilenos crean colectivamente con su trabajo. Y que el problema se resume a la distribución de esa torta.
Si falta para la educación, para la salud, para las infraestructuras, para pagar salarios decentes o pensiones dignas, para financiar el transporte público, etc., es porque la remuneración del capital se lleva todo, o casi todo.
En todas partes del mundo las empresas contribuyen al financiamiento del transporte público urbano. Salvo en Chile. Curiosamente, la actividad minera, que no brilla precisamente por su generosidad, paga integralmente el transporte de sus trabajadores. Y no es la única. Pero en las ciudades… está prohibido tocar el tema.
Y como después de haber hecho todas las chambonadas posibles e imaginables, no saben qué hacer, suben las tarifas. Te lo doy firmado: eso no hará sino empeorar la situación.