En Chile, país pequeño y alejado del mundo, con vocación de convento y hegemonía feudal corrupta, opera una fuerza centrípeta absolutista y dictatorial, auténtica peste que nos ata a cadenas históricas que se presumen eternas.
En este marco, escasean las voces señalando el absurdo de las defensas patrióticas a propósito del juicio de La Haya.
Otro tanto ocurre en Perú, y en los demás países latinoamericanos, todos presos del mismo mal.
El mal de repúblicas hermanas, dependientes todas ellas del capital de los países dominantes, enfrentadas o ignorándose entre ellas, con los pueblos respectivos de cada una bebiendo de la tóxica hiel nacionalista que se viene batiendo desde el día que dejamos de ser parte del imperio español.
Los hechos hablan. El mar entregado a un puñado de depredadores a través de una ley de la república, y la discusión entre los países por un trozo de mar, al mismo tiempo.
Con el mar destruido por efectos de la explotación destructora.
Con diputados y senadores que votan a favor de la ley que prolonga y acentúa el mal, haciendo imposible no pensar que hay votos agradecidos que obedecen a los favores concedidos, evidenciando una vez más las relaciones corruptas entre el poder económico y la política.
Lo que se requiere con urgencia es integración entre nuestros países, no estar llevando litigios a cortes del norte del mundo, desde donde nos dominan y menosprecian.
En el norte de Chile, sur del Perú y oeste de Bolivia hay pendiente una gran zona de integración, a la cual deben abocarse en su construcción los tres países. Urge superar el principal, sino el último de los grandes problemas fronterizos en Suramérica.
Es el auténtico desafío, la apasionante tarea que tienen por delante las generaciones presentes y futuras.