Conocido es por todos el artículo escrito por mi muy buen amigo don de Larra, en donde la sociedad y un baratero dialogan ad portas de la sentencia de muerte del segundo. Hoy, a pocos días de la resolución final del “caso bombas”, no puedo sino concluir que durante los meses de la investigación se ha mantenido una situación similar y diferente a la vez. ¿Cómo puede ser esto? No es difícil comprenderlo si buceamos un poquito más en el asunto: muy por el contrario del caso presentado por don de Larra, no es ya por medio de un artículo de costumbre, sino por un periscopio ahumado y deforme llamado televisión, en donde se nos presenta una situación similar, en donde un montón de ciudadanos son impugnados por un golem denominado “sociedad” en relación a ciertos bombazos acaecidos durante los últimos años en las calles de nuestra capital republicana. Aquí, a diferencia del caso que el español intenta presentar, no hay diálogo sino monólogo. Lo que aquí se puso en juego no es una conversación, ni siquiera desequilibrada, sino un monólogo en vivo y en directo de un dragón de tres cabezas, un reptil ciego, sordo y mudo, al cual no le tirita la pera al momento de llenarse la boca con laureles, ni negarlo todo, ni rezongar con mala cara ante el actuar de una temerosa y por rara vez lúcida muchacha violada que se llamó alguna vez Justicia, al absolver a los acusados, mientras procura mantener empañado con humo y azufres el periscopio espectacular satelital.
En esto soy claro, no hay que engañarse: desde que el hombre pisó la “luna”, desde que aquellos argonautas y el Ulises Armstrong ampliaron lo que podemos llamar hogar, al dar saltos pesados sobre el suelo desértico de Arizona, haciéndonos creer que nuevamente como humanidad hemos triunfado sobre la muerte y el caos, que venimos consumiendo sin problemas lo que se nos muestra en esta caja. Si en algún momento desde su aparición a alguien le interesó “hacer justicia”, no fue sino una justicia tan sucia como la pantalla, tan leprosa como lo que las siguientes décadas nos depararon. Desde aquí en adelante en Chile, fértil provincia y señalada en la región Antártica famosa, de remotas naciones respetada por fuerte, principal y poderosa, ha sido violada constantemente por el nuevo circo romano. En los ochenta se nos mantuvo enganchados y distraídos, entre otras cosas, con el delirante caso de la virgen de Villa Alemana, las locuras del Japening con Já, el festival de Viña, y un etcétera que mejor conocerá aquel que tuvo la mala suerte de haber vivido acá en aquellos años. Ya en la transición (otro espectáculo importantísimo) el asunto se puso más liviano, y mientras en algún lugar muy lejos de aquí siempre los hombres del norte se dedicaron a exportar guerras, muertes de famosos y canciones pegajosas, nosotros tuvimos lo propio con las teleseries de Sabatinni y las moralejas demócrata cristianas que nos quedaban con cada final en donde la actriz del momento aparecía montada sobre un corcel sobre un fondo de violines para reencontrarse con su príncipe azul. A un costado siempre aparecieron peones, obreros, gitanos, pescadores, feriantes, mujeres, trabajadores forestales, provincianos, evangélicos y un montón de rostros más que sonreían, diferencias sociales aparte, como si se encaminaran al cielo guiados por el Cristo en su segunda venida.
La tónica ha sido similar –de estupidez total y embotamiento mental- durante el nuevo milenio. ¿Qué ha cambiado? Muy poco. ¿Cómo se ha inaugurado? Con una nueva manera de hacer la guerra: ya no es solamente contra ciertos países, sino contra los ciudadanos. ¿Qué se ha puesto en jaque? La pertenencia a la sociedad: la ola de atentados que sacudieron EE.UU. inauguran, tal y como lo hizo la quema del Reichtag en Alemania, una guerra total en donde el principal ingrediente es la paranoia. ¡Sorpresa! ¿No ha sido acaso esta una vieja vampiro de nuestra sociedad? ¿No han salido de sus labios podridos palabras de advertencia sobre los cubanos que poblaban nuestra cordillera para realizar el plan Z, sobre los “salvajes” que quieren usurpar nuestras tierras del sur y otros cuentos similares? Es esta vieja purulenta, alentada por el dragón tricéfalo, la que siempre ha rondado cerca de la drogada Sociedad, ansiosa de enchufarle nuevamente una teta macilenta y envenenarla aún más con sus cuentos de antes de irse a dormir. En esto participan todos los gnomos encargados de mantener el periscopio mágico funcionando, y yendo de aquí para allá con sus cámaras, procuran mantener las gónadas del dragón activas para seguir empañando el vidrio idiotizante en base a tetas –famosos adictos a éstas, famosas dueñas de éstas- y a la Paranoia, quien habla y habla sin descanso: ¿dónde están los enemigos del ayer? Entre nosotros. “Los chilenos nos enfrentamos a una nueva cruzada”, nos quiere hacer creer. “Los chilenos, pueblo gallardo, en cuya simiente se anida la bravura caupolicana y la misión española, debemos hacer frente nuevamente al enemigo. Éste se ha metamorfoseado astutamente, y come en nuestros hogares, camina por nuestros parques, disfruta de nuestros derechos. No es posible reconocerlo, ya que se anida en lo más profundo de los corazones de gente que se ha descarriado, de gente débil y enferma”. El monólogo es eterno, nunca acabará. Es el mismo que reproduce el dragón en el periscopio, hace algún tiempo, al asegurar que se han encontrado pruebas fehacientes y concretas de actividad terrorista para inculpar a un puñado de ciudadanos y realizar una investigación. Esto se anticipó con el caso de un paquistaní en mala hora llegado a nuestras tierras: Saif Khan. Tal y como en su montaje, y de la misma manera que ha contado nuestro colega don de Larra en un artículo de antaño, un grupo de ciudadanos ha sido despojado de todo derecho, a priori, y han sido sometido a una tortura mediática pública y farandulera. En este Santiago que se cree Chile y en este Chile que se cree Latinoamérica parece ser que todos los secuaces del dragón corren de acá para allá en pos de mantener, quizás, el hábito más antiguo, una de las tradiciones más arraigadas que existen dentro de la chilenidad: aislados del resto de la humanidad, colgando al borde de un precipicio en el culo del mundo, nos han hecho creernos los mejores, y por lo mismo, también, desconfiar de todo y de todos.
¿Quiénes desfilan por la pasarela de esta vieja pútrida? Flor de parejita en primer lugar: el Racismo y la Xenofobia, de la mano, dando saltitos entre el metro, el fútbol, los barrios. “Son más indios, más negros… son menos que tú”, susurra entonces la Paranoia a nuestros oídos, y sus amigos, horrenda pareja, no tardan en instalarse en nuestras cabezas y mediante morisquetas infectas hacernos odiar. No muy lejos también se contornean, bailando un tango feroz y penoso, el Clasismo y el Arribismo. La vieja vuelve a hacer lo suyo: “tienen menos, por lo tanto quieren lo tuyo. Te lo van a quitar todo. Resentidos…” dice, y sus palabras se cuelan como miel. El dique no demora en desbordarse. El desfile es infinito. Una vez comenzado el resto de la comparsa pasa, solos o en parejas, frente a nuestros ojos, y deliramos. Luego es fácil creer cualquier cosa que vemos en el periscopio mágico: se nos ha dicho que el terrorismo organizado es un hecho en nuestro país, y por sorprendente que parezca, por primera vez no han mentido. Alguna verdad debía colarse. No hay humo, por espeso que sea, que logre empañarlo todo. Los terroristas existen: son las ladillas que pululan alrededor del dragón tricéfalo, alimentándose de su sangre y grasas, de su mórbido cuerpo engordado a base de cobre y paltas y chirimoyas. Ellos también son colegas de la Paranoia. Muerden al dragón por aquí y por allá y logran encausarlo a sus objetivos. Así, unos pocos dirigen el ciego y poderoso monstruo amante de los monólogos y la prepotencia. La vieja no duda en prestar ayuda. El resto de los mortales, mientras tanto, arrastra sus existencias cabizbajos a través de las venas saturadas de una ciudad violenta y al borde del colapso e intenta no pensar en la idea de que un coronel retirado comience una balacera en horario punta, que un extremista no reviente junto con quince vagones en pos de estos indios ladrones del sur o este dios del desierto por el que muchos turcos mueren en la lejanía petrolera, que sigan extendiendo la línea de crédito para poder tener una navidad televisiva, que no hayan entrado a robar, que el peruano no le haya mirado el poto a su hijita, que el llegar a casa sea un llegar a casa y no un abrupto final por culpa de algún enemigo oculto, astuto y profundamente maligno.
Después del “caso bombas” ha brillado un pequeño rayo de luz sobre el periscopio empañado. No es la gran cosa, pero su importancia radica en el hecho de que por primera vez en mucho tiempo se han develado costumbres antiquísimas y enraizadas en el carácter de este lugar desde su invasión hace más de cuatrocientos años. En esta pasión se han invertido los papeles y pareciera que por primera vez las ladillas, las que siempre se han presentado como las Cristos sangrantes por la seguridad de su rebaño, como las Pilatos al momento de asumir responsabilidades, y no han dudado en apuntar a algunas ovejas temerosas en pos de mantener al rebaño hipnotizado como elementos cancerígenos de nuestra sociedad, hoy figuran por primera vez como el peligro que son realmente: hoy nos damos cuenta quiénes son los Cristos, quiénes los Barrabases, quiénes los Pilatos, quiénes el Sanedrín. La pregunta es, ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo durará en nuestra frágil memoria lo ocurrido? ¿Cuánto tiempo seguirá ocurriendo lo que ha ocurrido? ¿Cuánto tiempo? Ovejas drogadas y temerosas, somos de fácil olvido, y aún de más fácil mentir. Nos criaron adictos a la leche de esta vieja, y hoy todos caminamos por las esquinas de nuestro cáncer desconfiando de todos, reventados por dentro, sin un norte ni un sur, hacia el hogar y el calor del periscopio ahumado.