Es habitual, en Brasil y en muchos otros países, que se le conceda al nuevo mandatario un periodo como una especie de luna de miel, desde el momento en que se sienta en el sillón principal de la nación hasta que sus ideas y su programa, sean implementados. O sea, empiece a gobernar. Digamos, unos 100 días, generosamente concedidos por la clase política, el empresariado, el agronegocio, el sacrosanto mercado financiero y, casi siempre, también por buena parte de los manipuladores de la opinión pública.
Jair Bolsonaro, el ultraderechista electo para el periodo 2019-2022 del país más poblado y con la (todavía) principal economía de América Latina, parece decidido a liquidar la luna de miel antes de la llamada noche de nupcias.
Faltando poco menos de mes y medio para que deposite sus huesos y músculos y todo el resto en el sillón presidencial, el capitán retirado ya dio hartas y variadísimas muestras de que ignora olímpicamente todo lo que, en la práctica, significa gobernar. Mientras, lució sobradas y poderosísimas muestras de que le faltan condiciones intelectuales, políticas y de toda índole para ejercer el puesto que conquistó en una de las elecciones más complejas de la historia de la nación brasileña.
Y más: que carece de un discurso propio para revelar cuál será, concretamente, su programa de gobierno, si es que tiene alguno.
Es verdad que, considerándose su bajísimo nivel intelectual y sus nociones casi bizarras de las reglas del juego político, era algo esperado.
Pero lo que no se esperaba, al menos entre quienes tratan de entender ese manicomio en que se transformó la política brasileña, es que no hubiese nadie, pero absolutamente nadie, capacitado para soplarle al oído –o, en su caso particular, a las orejas– que una cosa es la campaña electoral, y otra, muy diferente, gobernar. Que, en general, esto significa tratar de aplicar, en la práctica, el programa anunciado durante la disputa electoral; dicho en otras palabras negociar con los aliados y abrir espacio de diálogo con los opositores, con el propósito de alcanzar un equilibrio capaz de transformar programas en acciones.
Alguien que tuviese bien clara la noción de que Bolsonaro es una nulidad peligrosa, un primate que tendría que ser controlado. ¿Quién, quiénes? Por ejemplo, los generales que lo rodean, y que son mucho más peligrosos que él: al no ser primates absolutos, son cuadros con formación y con influencia palpable no sólo sobre las tropas, sino sobre todo el grupo que rodeará a Bolsonaro. Generales que tienen visión propia, tenebrosa visión, del mundo, del país, del futuro.
Hay muchas y muchas y muy serias explicaciones para que una nulidad como Jair Bolsonaro haya llegado a la presidencia de mi país. Y muchas y muchas y muy serias evidencias de que hay que temerle.
Las idas y vueltas incesantes en anuncios y contra publicación de medidas, los nombramientos que se confirman o se desmienten, todo eso puede servir de cortina de humo para el horror que se vislumbra en el horizonte. La gran preocupación de uno de los artífices de ese desastre que surge en el espacio, la gente del dinero, del capital, ahora anda dudando de lo que hizo.
Hace días, en un gesto enloquecido para seducir a uno de sus ídolos, Donald Trump, Bolsonaro dio muestras de que su capacidad de absurdo y de peligro es casi ilimitada: forzó la salida de los casi 9 mil médicos cubanos que actúan en Brasil, gracias al programa Más Médicos
, creado por la destituida presidenta Dilma Rousseff.
Exhibiendo una prepotencia patética, Bolsonaro quiso imponer condiciones al gobierno cubano para que sus médicos permaneciesen en el país. Resultado: la salida de los especialistas cubanos dejará alrededor de 24 millones –algunas cuentas mencionan 28 millones– de brasileños sin asistencia médica. De los 5 mil municipios brasileños, unos 1,200 contaban únicamente con cubanos del Más Médicos
con que los respaldara Rousseff. Casi todos ellos en regiones de miseria, de riesgo y de abandono.
No es otra cosa que una clara muestra de la absurda ignorancia del descerebrado que, al querer prestarle a Trump sumisa reverencia, perjudica a millones de compatriotas.
El golpe institucional que se consumó en 2016 empezó dos años antes, de la mano de los derrotados por Dilma Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores.
Su primer paso fue alejar a la presidenta electa. El segundo, detener a Lula, de manera arbitraria y absurda. El tercero, llevar al poder a una nulidad llamada Michel Temer y su camarilla de corruptos. El cuarto, impedir que Lula da Silva disputase –y eventualmente ganase– las elecciones presidenciales.
En ese camino tortuoso, Temer y gente de su calaña arruinaron a mi país. Ahora vienen Bolsonaro, su sindicato de patéticas mediocridades, de corruptos rastreros, de sus dos súper-ministros
–un especulador del mercado financiero, un manipulador del judicial– listos para cumplir la misión final: destrozar a las ruinas.
Sí, sí, hay que resistir. Pero, ¿cómo?