Ana González murió a los 93 años y no pudo llorar, pues en Chile aún estamos lejos de que haya justicia. En el mundo de la pos-verdad, del nihilismo radical del mal llamado “fin de las ideologías", de las noticias falsas de la anti política, ser fiel a sus ideales y vivir honestamente es considerado un despropósito. Ana González fue de aquellas personas que siempre se mantuvo fiel a su ideario político – también lo era de su esposo, sus hijos y su nuera, hechos desaparecer durante la dictadura de Pinochet -: comunistas consecuentes toda su vida, que siempre han estado cercanos a las clases populares.
Desde 1976 consagró sus días con sus noches a la búsqueda de su marido, Manuel Recabarren, de sus hijos Manuel y Luis Emilio, (lleva el nombre del legendario agitador obrero), y de su nuera, con un hijo que estaba por nacer, cuyo destino Ana nunca supo nada.
Hoy 2 de noviembre, día en que se recuerda especialmente a los muertos, sería loable dedicar unos minutos a pensar en los imprescindibles:
Luis Emilio Recabarren, quien con su vida y obra dio una impronta obrera al Partido Comunista, y se suicidó, en 1925, justo cuando el Partido se desviaba hacia las prácticas estalinistas; pese a insistencia de la derecha, el Partido Comunista de Chile siempre ha sido democrático y apegado a la clase obrera chilena.
Clotario Blest, ex presidente de la CUT, seguidor del Cristo Obrero, que en su vida fue capaz de convocar a masivos paros nacionales de tal manera que ni las moscas se paseaban por las calles de las ciudades de Chile, fue un gran luchador que mantuvo en alto la bandera de la clase trabajadora, además, pasó gran parte de su vida saliendo y entrando a la Penitenciaría; siempre fue un cristiano revolucionario que fruncía el ceño cuando los hijos de Cristo Rey, los falangistas, traicionaban el pueblo. Murió con el hábito de la orden tercera franciscana.
Podríamos recurrir a una larga lista de hombres y mujeres que deberían ser recordados, en particular, a don Manuel Larraín, a Alberto Hurtado, a Salvador Allende, a Gabriela Mistral, (le respondía a un cura de La Serena que ella se comunicaba directamente con Dios y que no necesitaba de intermediarios dialogar con Dios); es considerada la madre de los falangistas. Mi madre, Marta Rivas, decía a mi padre que cada día se parecía más a Gabriela Mistral.
Chile es mujer: los varones no podríamos sobrevivir unos segundos sin el valor de nuestras mujeres. Ana González fue una de las grandes de la historia y, como tal, será recordada. Durante su vida no apagó nunca su fiel compañero, el cigarrillo, que tal vez la ayudaba a reprimir su dolor hasta que hubiera justicia en Chile para las víctimas de la dictadura.
Su lucha y convicciones la llevaron a vivir más en la Vicaría de la Solidaridad que en su propia casa, sin embargo, su casa estuvo siempre llena de familiares, compañeros y allegados, pues la soledad no congeniaba con Ana.
La amistad de Ana con el sacerdote Mariano Puga, (gran cura obrero que consagró su vida al servicio de los pobres, y de cuna de oro pasó a convertirse en un poblador más), se mantuvo hasta sus últimos días: en su funeral, Mariano Puga, como en los viejos tiempos norteños, hizo uso de su acordeón para tocar el himno de la Unidad Popular, coreado por los presentes, en la puerta de su casa, en San Joaquín. (Aún recuerdo a mi Amigo minero, Agapito Santander, siempre consecuente con sus ideales de viejo sindicalista norteño de las salitreras, quien en su aniversario 90 tocaba la flauta, como lo hacía en las soledades del desierto).
Ana nunca bajó la guardia y sus manifestaciones de lucha fueron constantes: se encadenó a las rejas del antiguo Congreso Nacional, (en la dictadura, Ministerio de Justicia), y sólo le faltó a los fariseos concederle el título actual de Justicia y Derechos Humanos; cuando se descubrieron los hornos Lonquén tuvo la esperanza de que aparecieran los cadáveres de Manuel y de sus hijos; cuando los sucesivos presidentes, surgidos de la Concertación de Partidos por la Democracia, propiciaron el diálogo con los militares volvió a tener la esperanza de que los oficiales tuvieran la hombría de dar a conocer el paradero de los detenidos desaparecidos, pero se atuvieron al pacto de silencio, que ha durado hasta hoy, (muy propio de los cobardes).
Se ha publicado un sinnúmero de columnas en homenaje a Ana González, que se las merece con creces; sin embargo, sería bueno que muchos de nosotros tuviéramos el valor de reconocer que no acompañamos lo suficiente a las asociaciones de madres de detenidos desaparecidos, fusilados y ex presos políticos, y hemos permitido que, hasta hoy, se mantenga el secreto del Informe Valech, y que el Estado chileno haya indemnizado en forma miserable a los familiares de las víctimas del terrorismo cívico-militar, crímenes de lesa humanidad.
Da vergüenza que en nuestro país – y también en España – dos sanguinarios tiranos hayan muerto en su cama. Los huesos del degenerado pechoño y criminal de Francisco Franco recién van a ser exhumados de la tumba Del Valle de los Caídos, y las cenizas de Augusto Pinochet reposan en la capilla de su fundo, en Bucalemu.
Ana González recordaba, en uno de los programas de televisión, la frase de la Cantata de Santa María “no hay que ser pobre, amigo, es peligroso ser pobre, amigo…” En el Chile neoliberal ser pobre equivale a ser invisible: los saduceos de siempre sólo muestran el “país ganador” y esconden a los pobres de las marginales de las ciudades chilenas.
Ana González pasará a la historia como una imprescindible.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
02/11/2018