“Somos lo que comemos” sentenció el filósofo alemán Ludwig Feuerbach en el 1850. El padre del ateísmo antropológico utilizó esta frase para defender el derecho de las clases populares a una buena alimentación.
En aquellos tiempos la propaganda de la Iglesia aseguraba que solo debíamos preocuparnos por alimentar el alma que no necesitaba alimentos físicos. Hoy, en plena crisis de la modernidad, decidir lo que entra por nuestra boca sigue implicando actos individuales y colectivos de rebeldía capaces de trastocar radicalmente el status quo.
Aunque la producción de alimentos es suficiente para toda la humanidad y la alimentación se define como un derecho humano, mil millones de personas en el mundo pasan hambre. Esta desnutrición crónica es la principal causa de muerte por hambre en el mundo.
Según Naciones Unidas diariamente 20 mil personas fallecen de hambre, siendo el 75% de las víctimas niñas y niños menores de cinco meses.
Los alimentos no llegan porque el sistema agroalimentario internacional así lo decide. No puedes pagarlo, no puedes comerlo.
Se trata de un puñado de gobiernos y oligopolios a nivel global que decide el precio de los alimentos, la calidad de éstos y es muy beligerante contra el surgimiento de alternativas. Sus prácticas son variadas -compra masiva de tierras, imposición o levantamiento de aranceles, especulación de los precios, entre muchas otras-.
Fieles a la lógica industrial neoliberal, envenenan nuestros alimentos desde el campo y torturan a los animales para producir más con menos. La recién compra de Monsanto -la multinacional campeona en el negocio de las semillas transgénicas- por Bayer -número uno en pesticidas- significa una vuelta de tuerca más a este modelo.
A pesar de las múltiples “cruzadas” de las instituciones globales para erradicarla, el hambre no cesa. Para los movimientos sociales de abajo, es cada vez más obvio que las respuestas caritativas y los programas burocráticos nacionales e internacionales son insuficientes y hasta contraproducentes para erradicar el hambre y alimentarnos adecuadamente.
La gente cada vez se da más cuenta que la forma de pensar en que se basan los enfoques tradicionales no concuerdan con lo que en realidad hay que hacer.
Así, un nuevo marco de pensamiento ha venido construyéndose a partir de las experiencias colectivas de lucha autónoma propiciando una alimentación rebelde.
Con 23 años de vida, La Vía Campesina sigue siendo el movimiento de referencia. Con una estructura descentralizada y una perspectiva feminista clara representa a más de 200 millones de campesinas y campesinos de África, Asia, Europa y América.
Impulsor del concepto de soberanía alimentaria y en contra del agronegocio apuesta por la agricultura de pequeña escala y de proximidad como promotora de justicia y dignidad.
Uno de sus miembros más visibles es el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) de Brasil con millón y medio de militantes. Entre sus métodos de lucha destaca la ocupación de tierras improductivas para regenerarlas, convirtiéndolas en la semilla de nuevas generaciones de comunidades autosostenibles.
Slow Food es otro movimiento internacional que está cobrando fuerza. Surgió hace 30 años como oposición a la construcción de un Mc Donalds en Roma, Italia. Planteó una crítica profunda a la tendencia fast food (comida rápida) y la importancia de una gastronomía que tomara en cuenta todo el circuito alimentario, desde la tierra hasta la boca.
Criticado en su origen por centrarse en el gusto de las élites, Slow Food pasó a incorporar entre sus planteamientos, además de una alimentación sabrosa -buena-, que sea ecológica -limpia- y económicamente sostenible para las y los productores -justa-.
Entre sus principales proyectos se encuentra la protección del patrimonio alimentario en extinción, la promoción de restaurantes kilómetro cero -con platillos de proximidad y ecológicos- y el apoyo a pequeños productores del mundo que cada dos años se reúnen con otros actores en el gran evento Terra Madre. En la actualidad tiene presencia en más de 150 países,autorganizados a nivel local en convivios.
Pero más allá de los movimientos de referencia, las iniciativas individuales y colectivas han asaltado la cotidianeidad.
La explosión de grupos y cooperativas de consumo por todo el mundo bailan al son de la autonomía. La adopción de dietas vegetarianas o semivegetarianas pone el acento en la salud y en los derechos de los animales y la Madre Tierra.
La apertura de pequeños negocios y mercados ecológicos y de proximidad genera nuevas alternativas de consumo. La conquista de espacios “muertos” en la ciudad reconvertidos en huertos urbanos son las nuevas joyas de los barrios. Los comedores escolares reconvertidos en cocinas ecológicas son un espacio privilegiado de educación alternativa.
Eduardo Galeano se alegraría, el escribió “es tiempo de miedo, quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida”. Pero ya acabó ese tiempo, estamos creando un mundo nuevo.
*Profesor, investigador independiente y defensor de los derechos humanos