Diciembre 6, 2024

Bajo el imperio de la demagogia

Nunca antes había quedado tan nítido el interés de los partidos y de la clase política por aferrarse al poder sin saber  a qué objetivo servir.  Aunque son contados con los dedos de la mano,  existen algunos dirigentes que habiendo alcanzado altos cargos en La Moneda o el Parlamento, posteriormente desistieron de seguir en carrera y se retiraron a la vida privada.

 

 

 

Desilusionados, generalmente, por la forma en que se ha degradado la política,  y/o convencidos de que las grandes decisiones en nuestro país realmente las toman los grandes empresarios, las consienten los militares o son impuestas desde el extranjero. Especialmente por los Estados Unidos y las distintas entidades financieras internacionales.

Los que por más de 26 años se han rotado en las instituciones públicas renunciaron a emprender cambios o actuar de auténticos mandatarios de esa voluntad popular que dicen representar. Desde hace tiempo no asoman liderazgos o referentes que tengan convicciones y no cultiven esa vieja  demagogia a fin de mantenerse en sus cargos, aunque sea defraudando una y otra vez  al pueblo.

Patricio Aylwin constituyó la esperanza de muchos en cuanto a que por fin llegaría  la democracia y se haría verdad, justicia y reparación por todos los crímenes de la Dictadura. Sin embargo, lo que se impuso, finalmente,  fue esta “justicia en la medida de lo posible”, como la consagración de la Constitución y el modelo económico social de Pinochet. Asimismo, aunque la cifra de la extrema pobreza efectivamente disminuyera, ello no impidió que,  sin embargo,  se mantuviera y profundizara la brecha entre los que más ganan y los que menos perciben. Es decir, se prolongara la desigualdad social.

Con Ricardo Lagos se pensó que los gobiernos de la Concertación pudieran dar un giro hacia el socialismo que muchos profesaban al interior del oficialismo. Sin embargo, lo que tuvimos fue una reforma constitucional que, en los sustantivo,  legitimó la misma Carta Fundamental de 1980. Así, como, en materia económica, hasta hoy los grandes empresarios se obligan a rendirle tributo a su gobierno gracias, incluso,  a la aprobación de esas leyes que les rebajaran las penas por evasión fiscal, colusiones y otras prácticas que explican en muchos el enorme incremento de su riqueza.

Michelle Bachelet constituyó dos veces la esperanza que muchos tenían por el eventual  gobierno de una mujer, además de haber sido una socialista que había sufrido los rigores de la represión militar. Pero es evidente que su gobierno frustró muchas expectativas, lo que culminó en que la Mandataria tuviera que traspasarle la banda presidencial al candidato de la derecha. Cuestión que de nuevo podría ocurrir, como algunos lo esperan  y otros lo temen.

En efecto, lo que hemos tenido en estos años es mucha demagogia.  Todo un palabrerío destinado a lograr cautivar o retener votos, en la certeza  tan reiterada de que quienes lleguen a La Moneda o se mantienen en el Parlamento realmente no van a cambiar casi nada, mientras sigan imponiéndose las reglas del juego institucionales, la autoridad del Tribunal Constitucional por sobre las decisiones del Parlamento, y los gobernantes  vivan con ese temor reverencial  a las Fuerzas Armadas. Justificando y hasta defendiendo los ingentes y abusivos recursos que se les destina desde el presupuesto nacional y la Ley Reservada del Cobre, mientras las carencias comprometen gravemente a la salud, la educación y las obras públicas. O sus sueldos y pensiones de los uniformados marquen también una brecha indignante frente a los ingresos de millones de trabajadores y jubilados civiles.

Para colmo, el país reconoce también que la corrupción está plenamente instalada en la política y sus instituciones. Comprometiendo, de Capitana a operadores políticos, con esa retahíla de escándalos y siglas como el Caso Mop Gate,  Penta, Caval, Soquimich, la Papelera del grupo Matte, Corpesca y esa variedad de empresas y ejecutivos hoy investigados por la Justicia, junto a parlamentarios, candidatos presidenciales y otros que fueran sobornados por las mismas.  En toda una escalada de transgresiones éticas que explica la creciente abstención electoral y el desplome en la imagen de quienes nos gobiernan.

Frente a esta falta de probidad  se pensó que las viejas guardias de la política, tan responsables de todo lo acontecido, realmente se decidieran dar un buen paso al lado para permitir la renovación de sus partidos y la posibilidad de que otras generaciones pudieran acceder a los altos cargos del gobierno, del parlamento y de los municipios. Sin embargo, lo que vemos hoy es que ya se han instalado en la carrera presidencial dos expresidentes que poco a poco le van cerrando el camino a la renovación,  y que ya cuentan con el  apoyo de los grupos fácticos que financian la política, controlan los grandes medios de comunicación y quieren seguir manteniendo los privilegios que ostentan.

Quizás lo más novedoso de todo este asunto sea descubrir a cuál de los dos candidatos va a tributar más unciones. Cuando a uno de estos (Piñera) lo reconocen como parte de los suyos, pero al otro (a Lagos) no pueden dejar de reconocerle los favores de su anterior gobierno, el haberse desempeñado como el mejor de sus delegados en el Poder Ejecutivo.

En el ámbito de los partidos, sin embargo, son ostensibles los temores de algunos en cuanto a que los expresidentes Piñera y Lagos puedan constituir una opción clara para quedarse en La Moneda o volver a ella. Más, todavía, frente a la posibilidad de que las expresiones escindidas de los referentes del llamado duopolio político levanten sus propias alternativas o en las mismas primarias (si es que se realizan) otros contrincantes puedan superar la pretensiones de Piñera y Lagos. De allí el fuego cruzado que están recibiendo esas opciones electorales que  destacan candidatos mejor posicionados en las encuestas y que han emergido como presidenciales por factores que muy poco o nada tienen que ver con sus trayectorias políticas. Desde figuras catapultadas por su buen desempeño comunicacional, hasta otros proveniente de otros ámbitos, y que – de persistir- tendrían   una buena posibilidad de prosperar como candidatos ante el desgano generalizado que nos provocan los políticos tradicionales.

Por lo mismo es que las encuestas han pasado a ser muy apetecidas   por las distintas cúpulas políticas y empresariales. Como imaginamos que son muy bien estimadas, además,  por las instituciones castrenses que, aunque aseguran siempre que no deliberan ni sacan cálculos políticos, la verdad es que desde siempre lo han hecho. Y gozan de buenos recursos, incluso,  para agenciarse sus propios sondeos de opinión.

Sin embargo, en la evaluación ciudadana respecto de los eventuales presidenciables, hay que consignar que la inmensa mayoría de los encuestados aún no manifiesta opción y tendencia. Porque no hay duda de que todas las cifras que ofrecen estos sondeos se circunscriben al limitado ámbito de los que demuestran preocupación y hasta candidez respecto de los próximos comicios.  Cuando en las elecciones municipales de un mes más todavía hay más de un 60 por ciento de ciudadanos que simplemente se resiste a sufragar. Ni siquiera ante el hecho de que existen varios miles de candidatos entre los cuales elegir. Así como que los que resulten electos van a tener que ver con la administración de nuestras comunas o barrios.

“Cortando las huinchas”, como decimos en Chile, estos candidatos se muestran totalmente desbocados en su ambición de poder y,  en vez de esperar prudentemente los resultados de las municipales,  todos los días acometen acciones mediáticas en las que menos demuestran es definición política, ni autocrítica siquiera respecto de los despropósitos de su pasado. Asumiendo en su discurso una de sus más típicas expresiones de la demagogia; esto es ofrecer soluciones a futuro, para veinte o treinta años más… Es decir, en un verdadero artilugio para soslayar  los problemas y demandas del presente.  Rehuyendo posición, por supuesto,   sobre el sistema previsional,  sin definirse frente a  la descarriada reforma educacional, negándose también a adoptar tomar postura respecto de cómo arribar a una nueva Constitución.

Menos ideas  ofrecen, todavía, estos presidenciables respecto de cómo recuperar soberanía nacional en nuestros yacimientos y recursos naturales  o en cuanto a cómo enfrentar nuestros conflictos limítrofes. Aunque ya se sabe que sus respectivos gobiernos lo que hicieron fue  encrispar nuestras relaciones internacionales, buscar aplausos en la Casa Blanca y apostar a una solución militarista en relación a nuestros diferendos. Incluso en la eventualidad de que el Tribunal Internacional de la Haya termine dándole la razón nuevamente a nuestros demandantes.

Por cierto que no son únicamente Lagos y Piñera los campeones del pragmatismo y del oportunismo, signos tan elocuentes de la demagogia que señalamos. Participan también de las mismas actitudes quienes en la política se desenvuelven con evasivas y se deslindan de las necesarias orientaciones ideológicas habitualmente tan francas en otros países. Aunque fuera tan solo para definirse si se es de izquierda o de derecha.  Sin recurrir a aquellas salidas tan eufemísticas como señalarse de “centro derecha” o de “centro izquierda”.  Donde para todos resulta muy difícil separar aguas.

En esto nos llama la atención que aquellos radicales izquierdistas del pasado hoy asuman las banderas de la renovación o de la ponderación socialista. Mientras que algunos actores y encubridores de los crímenes de la Dictadura hoy rasguen vestiduras como demócratas. Unos y otros con  la pretensión de erigirse en fiscalizadores, por ejemplo,  de la situación venezolana. Con un descaro que realmente nos avergüenza.

Más temprano que tarde,  los partidos políticos van a pagar los costos por manejarse con tanto oportunismo; al escoger a sus candidatos única y exclusivamente por la posibilidad de abrigar mejores resultados electorales o mantenerse aferrado a coaliciones cuyo único propósito es medrar en el poder, asegurarle cuotas de trabajo a sus militantes y alimentar desde la administración pública o las empresas recursos económicos que, ya sabemos, han hipotecado la independencia de gobernantes y parlamentarios. Decepcionado a la población, renunciando a sus demandas y afectando severamente la vocación democrática del pueblo. Cuando otras encuestas, por cierto más confiables que las que están más en boga (como la de Latinobarómetro), nos advierten que apenas la mitad de nuestra población sigue confiando en la democracia. Mientras aumenta inquietantemente  el deseo de que venga un gobierno autoritario que se haga cargo de nuestros actuales problemas.

 

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