La política de los consensos, que no pocos analistas comenzaron a enterrar desde el gobierno de Sebastián Piñera y lapidaron más tarde con el triunfo de la Nueva Mayoría y el paquete de reformas, sigue no sólo presente sino que muy activa.
Aun cuando el tono de la discusión política pudo haber elevado su volumen desde el regreso de Michelle Bachelet a La Moneda, agregando un chirriar adicional al debate económico, hay otros intereses bien consensuados desde el fin de la dictadura que siguen intactos. Uno de ellos es el carácter de privilegio que toda la clase política ha otorgado a las fuerzas armadas.
Esta condición, que se extiende desde los albores de la transición a través de todo tipo de expresiones, desde el año pasado ha registrado nuevas marcas en el descaro castrense. El escándalo destapado por el periodista Mauricio Weibel, que denominó “Milicogate”, reveló los multimillonarios recortes a las ventas de cobre que, bajo una ley reservada amañada y amarrada por el mismo Pinochet, son canalizados hacia las fuerzas armadas para gastos a destajo en armamento sin recibos ni rendición de cuentas. En la pasada, que suma cifras de muchos ceros, el recorte ha derivado también en gastos en fiestas, obsesiones por el lujo, compras de caballos de fina sangre y noches húmedas en casinos y salas de juego.
A la contundente e indignante denuncia del periodista Weibel, puesta en circulación el año pasado y doblemente investigada por una comisión especial de la Cámara de Diputados y los tribunales de justicia, se suman otros eventos que amplían la vergüenza pública a niveles impresentables. La codicia ha alcanzado a la cima de la pirámide militar, con compras de muy difícil justificación en coches deportivos de lujo por el general Juan Miguel Fuente-Alba Poblete, ex comandante en jefe del ejército, con buenos vínculos con la casta política del duopolio, en tanto un compendio de cifras y estadísticas han puesto la discriminación y las prebendas de los uniformados en el centro de nuestro drama nacional de múltiples desigualdades. Es aquí el punto en el cual los gastos del ejército no son ya una mala anécdota de casino y whisky, sino que ponen en jaque las políticas públicas, las inversiones en programas sociales y la viabilidad de una empresa líder mundial como Codelco.
PENSIONES DE LUJO
La tragedia de las pensiones que entregan las AFP ha impactado de manera inversa a las fuerzas armadas. Las jubilaciones de miseria que reciben los trabajadores tras su vida laboral contrastan de forma injusta con estos funcionarios públicos. Registros estadísticos de la Dirección de Presupuestos (Dipres) indican que el Estado gasta más en las pensiones de los uniformados que en las civiles. Para 2016, el Fisco destinará nada menos que 2.600 millones de dólares para jubilaciones, pensiones y montepíos de menos de 80 mil beneficiarios de las FF.AA., cifra escandalosamente superior a los 1.600 millones que el Estado gasta en las pensiones solidarias de casi un millón de jubilados civiles. Si para el trabajador común la jubilación promedio a través del sistema de capitalización individual de AFP es de 173 mil pesos, para los oficiales asciende a un millón 500 mil pesos y para los suboficiales a más de 600 mil. Un dato de por sí discriminatorio que se supera a sí mismo al considerar que en el caso de las FF.AA. es el Fisco, y no el trabajador, el que pone la totalidad de los recursos.
Este es uno de los profundos sesgos que aumenta sin duda la indignación ciudadana ante una institucionalidad que ha hecho de la desigualdad su naturaleza. El otro, es el torrente de recursos frescos que le ha aportado durante décadas la ley 13.196, o Ley Reservada del Cobre, que obliga a Codelco a traspasar a los uniformados el diez por ciento de sus ventas anuales. Cálculos fidedignos cifran en 12.668 millones de dólares el volumen de divisas entregadas por Codelco desde 2000 a 2015 a las fuerzas armadas. De ese total, unos cinco mil millones están invertidos en instrumentos financieros en diversos mercados internacionales.
Este torrente de recursos frescos se mantuvo más o menos continuo durante las últimas décadas gracias a los precios del cobre. Un proceso que se ha visto estrechado sólo en los últimos años con la caída de los precios desde 2012 a la fecha, y que ha transparentado el daño que la ley reservada hace a las finanzas públicas en general y a Codelco en particular.
“NO HAY UN PUTO PESO”
La frase “no hay un puto peso”, proferida en agosto pasado por Nelson Pizarro, presidente ejecutivo de Codelco, ha puesto en el centro de la agenda toda la extensión del problema. La minera estatal, que ha de entregar el diez por ciento de las ventas a gastos de defensa, finalmente ha terminado con sus arcas secas. Si durante los últimos años los ingresos cayeron como derivación de la merma de los precios internacionales del cobre, durante 2016 la estatal cayó decididamente en números rojos: durante el segundo trimestre, si bien tuvo algunos ingresos, la entrega por la ley reservada de 538 millones de dólares a las fuerzas armadas entre enero y junio dejó a la corporación con un déficit de 97 millones de dólares. Al observar los números, queda en evidencia que Codelco trabaja para las fuerzas armadas.
El financiamiento de las fuerzas armadas no depende sólo del cobre. Hacia finales de esta década, Chile destinará además unos 900 millones de dólares anuales a la compra de armas, cantidad a la que habría que sumar otros 500 millones de dólares para la adquisición de municiones. Una cantidad de pertrechos que, vale recordar, sólo han servido para descargarlos sobre los propios compatriotas y que exhibe sin pudor el sesgo entre los millonarios gastos militares y las múltiples falencias en educación, salud, transporte, pensiones o infraestructura pública, por mencionar sólo algunas de las carencias sociales.
GASTO MILITAR
Las diferencias entre el gasto militar y el resto de las demandas sociales son no sólo irritantes, sino que colocan al país y a su principal empresa en un serio problema financiero. De partida, Chile es el país de la OCDE con los mayores índices de desigualdad y con las tasas más bajas de inversión en pensiones, salud y educación. En sentido inverso, los 2.700 millones de dólares asignados en 2015 a las fuerzas armadas (que no incluyen los destinados a pensiones, que elevan el volumen a más de cinco mil millones) colocan a Chile como el país de la región que más gasta en sus fuerzas armadas en relación a su PIB.
El gasto es alto y se ha incrementado a tasas injustificables. Datos del Sipri (Instituto Internacional de Estudios para la Paz, de Estocolmo) registran una duplicación del gasto durante las últimas décadas. Si en 1990 era de 2.100 millones de dólares, el año pasado, como hemos visto, superó los cinco mil millones. Un aumento nada menos que del 140 por ciento en años de paz. Este enorme incremento del gasto lo ubica por encima de todos sus vecinos. Siguiendo las cifras de esta misma fuente, Chile gasta un equivalente al 2,2 por ciento del PIB en sus fuerzas armadas, en tanto Bolivia sólo 1,8 por ciento, que en términos absolutos corresponde a 513 millones de dólares. Y lo mismo ocurre con Perú y Argentina, con un 1,9 y 1,2 por ciento, respectivamente.
Con irritación el excesivo e inexplicable gasto militar también puede compararse con otros sectores. Porque el gasto en salud no sólo es comparativamente bajo, sino que gran parte, a diferencia del militar, se deriva a los pacientes particulares. En 2012, el gasto total en salud en Chile representó el 7,3 por ciento de su PIB, debajo del promedio de los países de la OCDE de 9,3. “En la mayoría de los países de la OCDE, el sector público es la principal fuente de financiamiento del gasto en salud, con la excepción de Chile y EE.UU. En Chile, el 49 por ciento del gasto en salud fue financiado por fuentes públicas en 2012, una proporción muy por debajo del promedio de 72 por ciento en los países de la OCDE. Casi una tercera parte del gasto en salud en Chile es pagado directamente por los hogares, comparado con menos de un 20 por ciento en promedio entre los países de la OCDE”, informa la Organización.
La Ley Reservada del Cobre, que data del segundo periodo del presidente Carlos Ibáñez (1952-58), tras un incidente fronterizo hacia finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, fue reformada durante los años ochenta por los militares en su dictadura. Como el precio del mineral sufre variaciones, los uniformados se establecieron un piso mínimo anual de 90 millones de dólares, en tanto han dejado abierto el techo, que durante los primeros años de esta década ha tenido marcas históricas. Si el año 2000 el cobre tuvo un promedio de 80 centavos de dólar, el 2011 fue de cuatro dólares y en la actualidad se ubica en torno a los dos dólares.
LEY BAJO SIETE LLAVES
El 11 de abril de 1975 Pinochet firmó la Ley Reservada del Cobre, que por décadas ha permanecido oculta bajo llave en el Congreso. Debido a los impresentables gastos y escándalos de autos de lujo y gastos en casinos, los documentos se han filtrado y ya circulan por Internet párrafos que citamos. “Anualmente, deberá practicarse una liquidación final del rendimiento de esta Ley y, si la cantidad total del rendimiento del 10% fuera inferior a 90 millones de dólares, la diferencia deberá ser completada por el Fisco. Al efecto, deberá consignarse un ítem excedible en la Ley de Presupuesto de la Nación cada año”, señala el texto.
El documento resguarda su secreto por todos lados y se cuida de la fiscalización. En el artículo sexto, señala que “la fiscalización y control que corresponde a la Contraloría General de la República sobre los fondos a que se refiere el artículo 1º, se hará en forma reservada, de acuerdo con los procedimientos y modalidades que determine el Contralor General, los que afectarán a todos los servicios, organismos, instituciones o sociedades del Estado en que éste tenga participación y que intervengan en la materia”. Tanto así, que más adelante indica que “los recursos establecidos en el artículo 1º no se incluirán en la contabilidad general de la nación”.
Durante agosto y tras el escándalo del “puto peso” saltó la discusión sobre el término de la ley reservada, materia planteada durante el gobierno de Sebastián Piñera que fue canalizada en un proyecto de ley que hasta hoy duerme en el Congreso. Piñera quiso acotar los ingentes recursos que recibían las fuerzas armadas con el cobre sobre cuatro dólares, pero su proyecto, basado en un presupuesto bianual, aun cuando tenía la virtud de transparentar los gastos en defensa, mantenía el torrente de recursos en niveles similares.
Aquel proyecto, ciertamente condescendiente, no tiene en la actualidad destino ni prioridad, condición que ha quedado bien expresada por el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, que restó importancia al problema y a su eventual solución. Valdés dejó claro no sólo que eliminar la Ley Reservada del Cobre “no está en la agenda” del gobierno, sino que la discusión, levantada por diputados de la Nueva Mayoría con apoyo incluso de algunos parlamentarios de derecha, es “ingenua”.
Ante este evidente portazo, que retrotrae la discusión a un mero ejercicio retórico muy propio de la transición, el único avance ha sido el inicio del fin del secreto de la ley 13.196. En enero de este año los diputados DC Jaime Pilowsky y Ricardo Rincón presentaron un proyecto de ley que termina con el carácter opaco de la ley. Si aquello debiera haber ocurrido en 1990, tras el fin de la dictadura, pensar en su derogación ante la actitud del gobierno y la institucionalidad política, nos lleva a coincidir con Valdés. En estas circunstancias, con estos representantes, es ciertamente una ingenuidad.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 860, 16 de septiembre 2016.