La nueva Constitución y su redacción por una Asamblea Constituyente son los puntos políticos instalados en el 2016 por la inteligencia colectiva popular. Un revés para la política de la clase dominante. Los recientes sondeos (1) indican que 76% de los encuestados están de acuerdo con que el país necesita una nueva Constitución y un 60% considera que este cambio es “muy o bastante prioritario”.
Además, 46% (el mismo porcentaje de los que quieren que sea el Gobierno, junto al Congreso y expertos, quienes la diseñen para después ser aprobada en un plebiscito) opta por una Asamblea Constituyente electa por los ciudadanos como medio para redactar la nueva Constitución.
Es la gran política. La petite politique, aquella que analiza el poder —a modo de entretenimiento para los lectores de El Mercurio y de diversión para el duopolio— en el “lazo afectivo” entre Bachelet y Dávalos se la dejamos a Carlos Peña (2). No obstante lo anterior, las editoriales de El Mercurio muestran toda la inquietud que las polémicas en torno al Tribunal Constitucional han generado en la clase dominante.
Hecho importante. Este sondeo muestra las esperanzas de cambio político y social que provoca la sola aspiración por dotarse de una nueva constitución democrática. Así es como un 67% cree que la nueva Constitución permitirá resolver los graves problemas que tiene el país en educación y salud entre otros; un 65% considera que permitirá que Chile sea un país más justo y con menos desigualdades; un 60% que ayudará a que Chile sea un país desarrollado y un 53% que le permitirá salir de la profunda crisis del sistema político.
DEBATES CONSTITUCIONALES Y ASPIRACIONES SOCIALES
En este contexto los debates entre Miguel Vatter, Renato Cristi, Fernando Atria a propósito de la pertinencia o no de una Asamblea Constituyente, son interesantes sólo si engarzan con las aspiraciones por una nueva Constitución redactada por una Asamblea Constituyente que incorpore fundamentos constitucionales que exijan la realización de los derechos sociales, de la igualdad social y garantías de que la democracia no será capturada por los poderes no electos. Además de la participación democrática del pueblo y el respeto mediante referendo (plebiscito) de las decisiones tomadas por éste con respecto a cuestiones que el devenir de las sociedades va planteando; como por ejemplo, los temas de corrupción de la política, la captura del Estado por los intereses capitalistas y la importancia del derecho a la información de calidad. Concretamente, se necesitan principios constitucionales que prohíban las puertas giratorias empresa-ministerios, la destrucción del medio ambiente por los intereses empresariales y un mecanismo de revocabilidad a medio mandato del gobierno si éste no cumple con sus promesas.
Por supuesto, los debates constitucionales expresan las tensiones existentes entre las doctrinas presentes en el ámbito académico chileno. Empero, si para algo sirve la lectura de Karl Schmitt es para arrancarle el velo al fetichismo constitucional al cual adhieren tanto los ultraderechistas como los neoliberales de la NM. Lo sabemos, los poderes reales no se presentan a las elecciones, pero gobiernan tras las bambalinas. Y para esto necesitan constituciones a su medida.
Sin embargo, no es necesario leer al constitucionalista alemán, que en el curso de su vida adhirió al partido nazi, para entender que la esencia de una Constitución es el resultado de las relaciones de fuerzas reales y de poder entre proyectos político-sociales diferentes.
Hemos planteado que las doctrinas constitucionales neoliberales-conservadoras-“republicanas” (el “republicanismo” sirve para decir una cosa y la contraria) hegemónicas en Chile buscan excluir como sujeto político de poder constituyente a los actores de raigambre popular. Su objetivo declarado es impedir que estos inscriban allí sus demandas sociales, principios y conquistas históricas que profundicen la democracia. Ahora bien, una vez constituidos los poderes, vistas así las cosas, y desde una perspectiva de cambio, el pueblo debe seguir expresándose siempre y cuando lo desee.
Carlos Peña, por ejemplo, insiste en sus columnas en que el orden constitucional es “una cadena cuyos eslabones no pueden romperse”. En otras palabras, insistimos en ello, el rector de la UDP considera que hay que encadenar al pueblo al orden legal dominante expresado en toda la historia constitucional de Chile. Imponer mediante argucias y tecnicismos del derecho los mismos viejos principios liberales-conservadores que justifican la desigualdad social ahora en nombre de la meritocracia, el poder de desinformar en nombre de la libertad de prensa, la concentración de la riqueza en nombre de la libertad de “emprender” y del derecho de propiedad, el poder “legal” de instituciones en manos de élites políticas empresariales, pero bajo la apariencia de formas modernas y racionalistas.
Si bien somos muchos los que hemos planteado que hay posibilidades para imponer una Asamblea Constituyente electa que puede dar paso a un proceso de ruptura democrática con el viejo poder instituido en la constitución del 80’, que expresa el orden político-institucional y económico que hoy día hace agua por todos lados, es bien la intervención popular (de la consciencia de clase de los trabajadores a las subjetividades rebeldes y ciudadanas que hay detrás de todo avance en el plano de los derechos humanos y sociales) que podrá imponerle un curso democrático a un “proceso constituyente” que es, por el momento, institucional y piloteado desde el Estado.
Ahora bien. Si la Constitución actual es “tramposa”, como dicen algunos, no es porque los que la redactaron (junto con echar mano a anteriores disposiciones constitucionales que les convenían) querían que los profesores del ramo jugaran más tarde con ella en querellas de corte bizantino, sino porque se sentían obligados a redactar una Constitución que debía responder (o traducir en el plano de las apariencias constitucionales-legales) al orden que la dictadura cívico-militar de Pinochet y sus consejeros ideológicos necesitaban imponer por la violencia fundacional. Todo orden es violencia institucional y triunfo sobre el desorden “natural” decía ya Maquiavelo en el siglo XV después de ver la práctica política de los Borgia.
Esta Constitución es (el “es” tiene un carácter de existencia real y no metafísica) la que ha acompañado políticamente todo el proyecto neoliberal de la clase propietaria chilena y de su representación política compuesta por la ultraderecha y los sectores neoliberales de la Concertación-Nueva Mayoría después de la “pacificación por la fuerza y el engaño” nos diría el mismo Consejero del Príncipe.
La Constitución del 80 (la gente lo sabe) trató de crear una apariencia de legitimidad constitucional cierto, pero su objetivo estratégico siempre ha sido excluir al pueblo ciudadano de la toma de decisiones. No hay posibilidad en su interior de reformarla por referéndum. El poder de legislar se le ha entregado a una elite de profesionales de la política que, como hemos visto han sido capturados (junto con la burocracia) por el poder económico del capital. El Estado ha sido privatizado diría el mismo Max Weber, lo que redundaría, según los análisis del sociólogo alemán (fines del XIX) de la racionalidad modernista, en el desarrollo de la corrupción como práctica pre-moderna ajena a toda “racionalidad de tipo burocrática”.
INTERVENIR COMO MOVIMIENTO SOCIAL
Hasta el momento, ambas representaciones de la clase dominante (el ala conservadora neoliberal dura y la otra, la transformista social-liberal), no sólo practican un juego que posterga las demandas reales del movimiento estudiantil, de los trabajadores, de los futuros y actuales pensionados y de los ciudadanos que aspiran a una vivienda digna sino que también persisten en desvirtuarlas para vaciarlas de sus contenidos: de la fuerza que implica ser un derecho social que puja por ser reconocido; factor de transformación social que debería ser constitucionalmente garantizado. Razón de más para producir una nueva Constitución redactada por una asamblea elegida directamente por el pueblo.
A los grandes problemas se les dan respuestas técnicas de expertos presentadas como las únicas respuestas posibles. Lo que significa que las cuestiones de opción, de finalidades de la acción pública, en suma del futuro de nuestras sociedades, escapan de los ciudadanos. Por lo mismo hoy hay que intervenir como movimiento social.
Como hemos visto, existe un gran potencial transformador para disputar el proceso: organizaciones que se han dado por tarea luchar por una Asamblea Constituyente y un movimiento social difuso, pero activo y ávido de proponer, opinar e intervenir que se manifiesta favorable a un proceso constituyente de sello popular.
Cabe entrar a disputar el proceso constituyente. A no dejar que sea controlado por los operadores de la Nueva Mayoría. A construir una opinión política que los obligue a convocar una Asamblea Constituyente y que le pare la mano a la ofensiva mediática que ya viene en contra de ella. Para eso se necesita un movimiento social poderoso que se apoye en el sentir ciudadano-popular que se expresa hoy en las encuestas. Falto de partido político que lo represente y en el cual el se exprese. A escrutar quienes serán los elegidos para ser los animadores de los cabildos.
A desarrollar encuentros para debatir acerca de los principios constitucionales que permitan codificar (para mas tarde transformar en políticas de Estado) las demandas y expectativas de los ciudadanos.
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NOTAS
(1) Encuesta Plaza Pública Cadem, diciembre 2015.
(2) Lea el profundo comentario político de Carlos Peña: http://www.elmercurio.com/blogs/2015/12/27/38102/El-ano-de-Davalos.aspx