Noviembre 23, 2024

Ante anuncios presidenciales, el pesimismo de la inteligencia

 

No queda sino la necesidad de una sano pesimismo luego de los anuncios presidenciales que intentan superar la crisis de la corrupción del sistema político.

 

 

Lo propuesto por la presidenta, afirmada en su extrema necesidad de decir algo luego de la sucesión de escándalos en los que incluso está metido su propio hijo, no busca cambiar sino aquello que ya se fatigó.

 

Para cambiar la política hay que cambiar a los políticos. Modificar el contexto en que se han movido desde siempre, solo implicará exigirles una búsqueda sin prisa pero sin pausa de la próxima sucesión de trampas.

 

Creer que por medio de disposiciones legales se puede hacer de un ladrón consuetudinario, una persona honrada, es pecar de ingenuidad o de mala fe. Leyes que dicen que no se puede robar existen desde siempre.

 

Los ciudadanos honestos no deben aceptar financiar los partidos políticos devenidos en máquinas del arreglín y el cohecho, sin consideración alguna por la decencia, la honorabilidad y el apego a las leyes que tanto pregonan para otros.

 

Los partidos que los financien los que lo forman, sus militantes, los que se comprometen con sus estatutos, fines y medios. Que los financie la madre que los parió.

 

¿Por qué un jubilado al que las leyes le han jodido la vida y su vejez va a financiar con sus exiguos y vergonzosos ingresos a quienes lo dejaron en esa condición de pobre definitivo y final?

 

¿Por qué no se van un largo rato a la mierda?

 

Los perdedores de esta forma de cultura saben que el único cambio viable es un cambio de modelo. Que para cortar la supuración de la corrupción, a los corruptos hay que procesarlos con las leyes que se procesa a todo ladrón.

 

La presidenta y su guardia suiza no intentan sino limpiar la superficie de un sistema que con el tiempo y el dejar hacer de las instituciones, incluidas la de la misma presidencia, han emporcado más de lo aceptable su entorno operativo. No hay que cagar donde se come, dice la sabiduría popular.

 

Y ahora tratan de no salir tan mal parados y se esfuerzan por perfeccionar el sistema no de cambiarlo, exigencia que está en la base de los que no están ni metidos en el barullo de la sinvergüenzura ni en las decisiones políticas de la elite, ni en la mafia de inescrupulosos que manda: las organizaciones no cooptadas, los movimientos sociales, los pobladores, la gente sencilla.

 

La política, con sus sustancias altamente adictivas, especialmente el dinero, malcrió una generación de politicos que tempranamente discurrieron cual era la vía más fácil y segura de hacer fortuna.

 

Este es un país hecho a la medida y semejanza de los sinvergüenzas que han sacado provecho económico, vulgares marchantes, de lo que han podido y esa permisión es el alma de la actual Constitución: que la política pueda imbricarse con los negocios por la vía de hacerse favores recíprocos, a lo sumo, pero que una no cambie la otra.

 

Por eso los avances de la presidenta no son sino una manera de huir hacia adelante, técnica utilizada cuando las cosas queman por detrás. Lo que restaría, de haber decoro y solvencia de ideas, sería asumir la derrota estratégica del modelo y hacer lo necesario para partir en una dirección distinta.

 

Los perdedores de esta forma de cultura saben que el único cambio viable es un cambio de modelo. Que para cortar la supuración de la corrupción, a los corruptos hay que procesarlos con las leyes que se procesa a todo ladrón.

 

La gente que ha luchado por el agua, por un medio ambiente sin venenos, por sus tierras usurpadas, por viviendas dignas, por sueldos decentes, por pensiones humanas, por una educación que no reproduzca la miseria, por una salud que no enferme, por una infancia liberada del flagelo de la droga y su madre la miseria, esta gente castigada por la voluntad de los que mandan, sabe que de lo que se trata es de definir un país de otra forma.

 

Uno en que lo que ocupe de construir y desarrollar una sociedad en la que las lacras que hoy la cruzan con una normalidad abismante, no sean posible: donde se respete a las personas desde que nacen hasta que mueren, en donde haya vida humana para los viejos y entornos saludables y limpios para los niños, en donde sea impensado un relave sobre las cabezas de los habitantes, ni un niño matando a otro a los diez años, un país que respete al diferente y no lo castigue, una economía que prohíba la riqueza ilimitada porque en la base de toda fortuna reside una legión de personas que lo pasan mal.

 

Chile necesita erigirse como un país en que tenga ciudades amable y no amontonamientos en los que solo el más vivo se salva, como también requiere ser dueño de sus riquezas, las que darían para financiar todo aquello que hoy o no existe o lo hace de manera lamentable.

 

La educación, la salud, la buena vida deben ser derechos garantizados en cualquier carta fundamental. Y quien crea que eso afecta sus fortunas o que renuencia a ellas o que busque otros horizontes. Este debe ser un país en que no tenga cabida la sinvergüenzura y la usura.

 

No. La gente decente debe negarse a aceptar el maquillaje forzado de una presidenta cuya egolatría la mantiene más pendiente de las encuestas que de sus desatinos. La gente decente no debe permitir que de sus dineros financien sátrapas, ni que en su nombre se erijan artefactos constitucionales que son sino mentiras articuladas en forma de ley.

 

Más vale enfrentar de una vez por toda la necesidad de una insurrección civil que ponga las cosas en su lugar. Desobedecer, dudar, rechazar, combatir. Como enseñaba Antonio Gramsci, cultivar el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Pero por sobre todo, no creerles ni en lo que juren en tránsito de muerte.

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