Los dos Presidentes reelectos en el siglo XX, Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez del Campo, lo hicieron muy mal en su segundo período: Alessandri terminó su segundo mandato con la Matanza del Seguro Obrero, de la fue directamente responsable y, Carlos Ibáñez del Campo, elegido bajo el eslogan de “la escoba” – para acabar con la corrupción de los radicales -, en su segundo período ya se encontraba un poco con demencia senil y, prácticamente, no gobernó, pero sí realizó una buena acción para aprobar la derogación de la “ley maldita” y la aprobación de la reforma electoral, por la cual se instauró la cédula único y, así, terminar con el cohecho. Todo indicaba que Michelle Bachelet iba a romper esta constante histórica, pero bastó que apareciera el pastel de su hijo, codicioso y amante de los autos de lujo, para que el segundo gobierno, tal como el de Alessandri e Ibáñez, termine en un desastre.
Si nuestra monarquía fuera hereditaria, su hijo, Sebastián Dávalos, hubiera sucedido a Michelle Bachelet y la reina sería la arribista Natalia Compagnon – estaríamos en el paraíso de los negociados – y aun cuando algunos apellidos se han repetido a través de nuestra historia – los Montt, los Errázuriz, los Frei y los Alessandri – siempre los hijos han resultado más desastrosos que sus padres. Afortunadamente, los monarcas, en Chile, han sido elegidos, así sea sobre la base de sistemas electorales espurios.
Cuando se creía que la autoridad de los reyes venía de Dios quien, además era consagrado y coronado por el jefe de “la ramera de Babilonia”, ningún súbdito se atrevería a criticar a la persona sagrada del monarca pero, afortunadamente, gracias a revolución francesa – que no sólo permitió acercarse al monarca, sino también cortarle la cabeza – los reyes pueden ser cuestionados e, incluso, denostados.
En Chile hemos tenido presidentes-monarcas para todos los gustos e intereses: comerciantes, pillos, amorales – el caso de Juan Luis Sanfuentes y de Sebastián Piñera, que siempre privilegiaron sus negocios personales y los de los grandes empresarios a los del bien común -; otro grupo lo constituyen los arribistas y ambiciosos que, siendo elegidos por la izquierda, terminan gobernando con la derecha – Gabriel González Videla y el pavo real de Ricardo Lagos, entre otros; también los hay carniceros – Pedro Montt, en la matanza de Santa María de Iquique, y Arturo Alessandri Palma, masacre del Seguro Obrero y el rey de todos, el genocida Augusto Pinochet -; los hay muy limitados cognitivos para gobernar – Germán Riesco y Eduardo Frei Ruiz-Tagle -; también los hay paternales, pero funestos – Patricio Aylwin, corresponsable del golpe de Estado de 1973, e inventor de la máxima “la justicia en la medida de lo posible”-; maternales – Michelle Bachelet, quien justamente por preferir a su hijo ambicioso al bien común, está hundiendo su gobierno-.
Los poderes del monarca chileno son absolutos y sin contrapeso: los balances y contrabalances y la igualdad ante la ley figura sólo en el papel y, si el rey fracasa, se deprime o se vuelve loco, los súbditos se desbandan – en este sentido y ante la realidad presente, el caso Caval adquiere una gravedad inusitada – en consecuencia, no queda otra salida que aceptar que ha llegado el fin de la monarquía y que, por medio de una Asamblea Constituyente, se dé inicio a la República de Chile – sólo existió entre los años 1958-1973 – por primera vez, con una Carta Magna gestada y aprobada por todos los ciudadanos.
Rafael Luis Gumucio Rivas
13/03/2015