Mario Gómez López vivió toda su larga vida de periodista honesto y combativo vigilado y perseguido por el gran chacal.
Lo conocí personalmente – un poco de lejos- en el diario La Libertad, donde él trabajaba y al que yo concurría en mi calidad de secretario y procurador de Jaime Castillo Velasco, en ese entonces un joven abogado cuarentón más preocupado de combatir a la derecha alessandrista y polemizar con Frei Montalva y Jorge Cash que de los tres o cuatro juicios que tenía, todos perdidos en sus viejos cajones llenos de libros de Maritain y de Marx, de Mounier y de Lenin, y de revistas Política y Espíritu.
Era 1960 y Mario Gómez, de menos de 35, trabajaba para la radio y en el diario demócrata cristiano que dirigía Gabriel Valdés y en el que escribía sus columnas hípicas el ya Maestro Jaime Castillo.
El treintón Mario Gómez, desde los años 50 periodista radial, cubrió, por su cuenta, en septiembre de 1960, el juicio, con condena a muerte, del Chacal de Nahueltoro. Entrevistó muchas veces al acusado y propuso su amnistía, combatió por su cuenta la pena de muerte, y grabó las últimas palabras de Jorge del Carmen Valenzuela Torres, a la pregunta camaraderil de los encarcelados. “¿Cómo vai a morir, Canaquita?” “Sin chistar, porque sería feo”. Caminaba por el pasillo final hacia el cadalso. Lo esperaban los fusileros. Lo acompañaban el cura confesor y Mario Gómez, con su grabadora.
Desde los años 50 hasta hace poco, Mario Gómez López luchó con su grabadora y su máquina de escribir, su micrófono radial y eventualmente ante las cámaras, en contra no del Chacal de Nahueltoro, a quien terminó defendiendo del fusilamiento inexorable, sino del gran chacal, ese que no tenía rostro fijo y permanente, el Poder del Estado y de la sociedad, que muchas veces se torna, y se tornó para él, en explotador, criminal y despótico.
Fue un periodista que se pauteaba a sí mismo. Ninguno de sus editores, desde La Libertad, el Clarín, Última Hora, La Tercera, Puro Chile, Radio Magallanes, Radio Moscú, el Fortín Mapocho ¡Qué diablos, opinemos!, hasta La Firme, osó orientarlo u ordenarle su pauta. A lo más, en sus escritos, se atrevió a editarlo en parte, y en sus improvisaciones radiales, a recordarle por señas los minutos o segundos que le iban quedando.
No tuvo ningún apego al poder. Desde Frei Montalva hasta Ricardo Lagos –exceptuando por cierto a Pinochet, que lo persiguió- le ofrecieron cargos de comunicador en La Moneda, pero él, cortésmente, porque era un caballero quijotesco, los rechazó “para tener la libertad de denunciar sus errores”.
No fue un militante pero sí un estrecho colaborador del Partido Comunista.
Algunas veces me lo topé, antes del 73, en Clarín o Puro Chile, donde fui a dejar algunas columnas, pero fue en La Habana, en 1978, donde estuvimos juntos, en el Comité Chileno de Solidaridad con la Resistencia Antifascista.
Ese donde estuvieron Taty Allende, Pancho Fernández, Lucho Guzmán, Camilo Salvo, Julieta Campusano y los actuales embajadores Navarrete y Ruz.
Mario trabajaba para el Comité y enviaba grabaciones radiales para la clandestina Radio Magallanes y la odiada y temida Radio Moscú.
De Cuba partió a México, del que pudo volver a luchar en Chile.
En 1985, nuevamente nos rejuntamos en Fortín Mapocho. Allí Mario Gómez tuvo dos páginas, sin pautear, en el semanario, y una, sin pautear, en el diario.
En 1983 había él vuelto a Chile: “Cuando regresé viudo, solo, flaco y desgarbado, con la nostalgia sobre mis espaldas de las esquinas que encontré parecidas a las chilenas en el lugar sonde viví o hice una paradita”.
Estábamos más viejos que en La Libertad, más golpeados, más curtidos, pero tratábamos de estar impecables, sobre todo él, en su lucha en contra del gran chacal, que había matado a tantos de sus amigos, torturado a su hermano, apresado a otros familiares, matado con el exilio a Eugenio Lira y Fernando Rivas Sánchez y oprimido al pueblo de Chile, con el que él se identificaba sin titubeo alguno.
A fines de los años 80 fue secuestrado en Santiago de Chile, en la esquina de Ramón Cruz con 3 Norte, cerca de la casa en que vivía. Fue llevado en un automóvil, encapuchado, a un local con oficinas y hombres de pelo corto, en los faldeos de la cordillera. Se le ofreció asiento y una bebida y se le mostró fotografías en diapositivas, pidiéndole reconocimientos y datos sobre los proyectados.
Lo habían seguido decenas de años pero no lo conocían. Calló y mostró desconocimiento. Al cabo de un día de insistencia y de mutismo, lo volvieron a meter en un auto, bajaron hasta Ramón Cruz y lo dejaron en la misma esquina donde lo habían detenido. No le contó casi a nadie.
Fue el más grande periodista radial que ha tenido Chile. Mereció, por ello, más premios que los que recibió.
Y en su medio profesional criticó con dureza a los periodistas parametrados y a los que él llamó “periodistas notarios”, que se limitan, pauteados, a describir “los hechos”, sin darles el contexto emocional y social que la vida tiene.