Alberto Gamboa Soto, más conocido por su felino apodo, relata todas las peripecias de su larga carrera periodística, la que lo llevó a los más alto y también a lo más bajo.
Una buena historia del periodismo chileno no podría escribirse sin dedicarle un capítulo al legendario Alberto Gamboa. Más conocido como “Gato”, este hombre simpático y ocurrente, trabajó por más de 60 años en medios de comunicación, partiendo como un humilde reportero deportivo hasta llegar a convertirse en el director del Clarín, diario popular que defendió con fiereza el gobierno de la Unidad Popular en los ´70.
Hace ya más de una década que Alberto dejó las oficinas de los diarios para instalarse en su casa, regocijándose en el cariño de sus familiares y disfrutando momentos simples de la vida, como tomarse un café a media tarde. Sin embargo, nunca ha dejado de mantenerse informado, cada mañana revisa todos los diarios de circulación nacional con su felina y crítica mirada. Así lo encuentro cuando lo visito en un caluroso día de mayo.
Su esposa, María Estela Urzúa o “Estelita”, como la llama Alberto, una mujer que no acusa el paso de los años, me recibe amablemente y me conduce por un sinuoso camino bajo la atenta mirada de Salomé, la pastor alemán de la familia, hasta el living donde el “Gato” me espera sentado en el sillón, con ambas manos detrás de su nuca. “Hola, ¿cómo estás? Toma asiento. ¿Te sirves algo?”.
Gamboa se pone de pie para estrecharme la mano. Su cuerpo produce una sensación de fragilidad: es pequeño, delgado, su piel está llena de manchas propias de la vejez, usa un audífono para poder escuchar y un bastón para caminar. Pero él avanza impertérrito y su actitud es tan dicharachera como cuando la Reina Isabel de Inglaterra visitó Chile y él tituló: “La Reina tiene buenos choclos”, lo que le costó más de un coscorrón.
La sala es diminuta, de color crema y con una gran ventana que da al frondoso jardín y por la que entra el rumor coral de la apacible calle. En las paredes cuelgan varias pinturas surrealistas y una que otra foto familiar, pero lo que más llama la atención es una repisa llena de figuras de gatos de todo tipo que le han obsequiado a Alberto. Hasta Garfield, la caricatura más floja de la televisión, tiene su espacio.
Él se percata de que estoy observando la repisa y empieza a contar el origen del apodo que lo ha acompañado desde que era un niño. “Cuando llegamos a primero humanidades, en la primera reunión con la profesora, que era gorda y muy simpática, nos hizo alinearnos para que le diéramos los nombres. Estábamos ahí, y ella dice: ‘ahora le toca a ese que tiene cara de gato’, y ese era yo. De ahí no me lo saqué más”, dice mientras una amplia sonrisa se le dibuja en la cara.
Entre las aulas y la sala de redacción
Una vez terminada su educación secundaria en el Liceo José Victorino Lastarria, Alberto entró a estudiar derecho en la Universidad de Chile. Era muy buen estudiante, pero, según sus propias palabras, la abogacía “era una lata y, además, estaba llena de güeones de derecha”. Terminó siendo expulsado de la facultad por participar en una toma en protesta por la expulsión de un amigo. Tenía 19 años.
Luego de eso paso al Instituto Pedagógico, donde se recibió como profesor de Humanidades. “Había harta pega porque faltaban profesores”, explica el “Gato”.
Mientras asistía a la universidad, ya trabajaba como reportero. Nunca consideró necesario estudiar periodismo, él se “doctoró” en las salas de redacción de los diarios, entre el humo de cigarro de los editores y el repiqueteo de viejas máquinas de escribir.
¿Cómo llega usted al periodismo?
Tuve la suerte de que uno de mis profesores en el Lastarria era Alberto Arellano, hermano de los Arellano del fútbol, fundadores de Colo-Colo. Este hombre, aparte de ser profesor de humanidades y castellano, según recuerdo, también era jefe de deportes de La Opinión, que estaba ahí en La Alameda.
Entonces, Arellano les enseñaba a sus alumnos a ser periodistas también. A algunos les resultaba y a esos él se los llevaba al diario para que lo ayudaran. Entre los alumnos que escogió, estaba yo. Así que los fines de semana tenía que ir a los estadios. Por supuesto que a nosotros no nos mandaban a los partidos de gala, sino que a los partidos que estaban alejados, por ejemplo en La Estación Central o en el barrio Mapocho.
¿Cuántos años estuvo ligado al periodismo deportivo? Incluso llegó a presidir el Círculo de Periodistas Deportivos.
Yo creo que unos seis años. Hacia el final el aspecto del reportaje periodístico ya me había entusiasmado. Entonces me integré al equipo de reporteo en el mismo diario. Parece que no era malo, porque en menos de un año ya era segundo jefe de crónica. Y a los dos años ya era jefe de crónica y jefe de informaciones.
Una carrera meteórica…
¡Jaja! Bueno, sí. De ahí agarré vuelo y fui director y todas esas güeas.
Los amigos del “Gato” coinciden en que era un maniático del reporteo. Podía pasarse todo el día en la calle en busca de historias atractivas para el lector. No es de extrañar que fuera dateado por unos reos para que cubriera in situ una fuga desde la cárcel o que se lo llevaran detenido junto a toda la plana mayor del Partido Socialista durante una marcha y gracias a eso obtuviera la exclusiva en la misma celda. Alberto estaba en todos lados y nadie se le resistía.
Es por eso que critica al periodismo actual, afirmando que “los periodistas de ahora son muy flojos, creen que pueden investigar solo con el computador y no es así, uno tiene que estar en el lugar del suceso”.
El Clarín y su apogeo
Luego de varios años en La Opinión decidió cambiar de aires y se fue al diario Última Hora. Ahí su éxito fue rotundo, llegando a ser jefe de la sección crónica. En eso estaba cuando El Clarín tocó a su puerta. La plata era muy buena, le ofrecían un muy buen puesto y el diario calzaba con su ideología política de izquierda, por lo que el Gato no lo pensó dos veces y se fue. “Yo empecé como jefe de crónica y titulero, después jefe de informaciones, sub-director y finalmente terminé como director”, cuenta con orgullo.
Con Alberto Gamboa a la cabeza y con la consigna “Firme junto al pueblo”, el Clarín se transformó en un fenómeno muy pocas veces visto en el periodismo nacional, sus ejemplares se vendían como pan caliente en los kioscos gracias a su estilo irreverente hacia los políticos y leerlo era una marca de clase.
“Era el diario copuchento, el diario que se atrevía, que desafiaba a la política. Fíjate que en esos años teníamos un tiraje diario que fluctuaba entre los 250 mil y los 300 mil ejemplares diarios a lo largo de todo Chile. En ese tiempo avasalló y yo creo que no fue superado después”, recuerda el “Gato”.
Siempre se ha dicho que ustedes eran unos paladines de la izquierda.
El Clarín siempre se colgó para el lado de la izquierda, para el lado de los partidos populares. La virtud que tuvo Clarín es que no fue exclusivo de ningún partido. Ni del Comunista ni del Socialista. Esos partidos trataban de agarrar el diario y transformarlo en su vocero, pero nosotros no soportamos eso.
Nosotros dejábamos opinar a los que no los dejaban, a los que no les daban bola. A los partidos grandes les sacábamos la cresta cuando lo necesitábamos, sobre todo si eran de derecha. Entonces se transformó en un diario popular, muy querido.
La llegada de la década del ’70 está marcada por un escenario de constante tensión entre derecha e izquierda que se expandió a la prensa ¿Cree que verdaderamente existió un periodismo de trincheras?
Yo pienso que sí. Los partidos políticos hacían su tarea, naturalmente, en los diarios populares que eran muchos, no solo Clarín. Por ejemplo, yo te digo, Última Hora, fue un diario muy socialista que se contraponía a El Mercurio, uno claramente derechista. Cada uno luchaba por sus ideales.
Se produjo un fenómeno, que no sé si ocurre ahora, de que los periodistas de todos los diarios eran muy amigos de los dirigentes políticos. Entonces había un trasvasije de información y de sentimientos muy estrecho y que se reflejaba en los diarios.
La “Estelita”, mientras busca un libro en la sala, dice que “el gran amor en la vida del ‘Gato’ fue el Clarín, más que los hijos, los nietos, las esposas. Eso lo hizo realmente feliz”. Alberto no agrega nada, como dicen por ahí: el que calla, otorga.
Un viaje por el infierno
El 11 de septiembre de 1973 el general del Ejército Augusto Pinochet encabezó un golpe de Estado que destituyó al gobierno de la Unidad Popular y que terminó con el presidente Salvador Allende suicidándose en La Moneda para no entregar el mando. No pasó mucho tiempo para que la peste del fascismo se desatara en Chile como la peor de las pandemias.
Todo aquel que estuviera vinculado de alguna manera con la izquierda era detenido, torturado y muchas veces asesinado y desaparecido. A Alberto Gamboa, en su condición de director del Clarín y amigo de Allende, los cuervos de la Dictadura lo buscaban deseosos de escarbar en su carne.
¿Cómo vivió el día del golpe?
En mi casa en El Arrayán. Al otro día bajé por una fila interminable de autos. Por supuesto que al director del Clarín lo tenían más controlado que la cresta. Pude llegar al diario, todo estaba bien, aunque ya lo tenían cerrado, por supuesto. Di algunas órdenes, arreglé lo que había que arreglar y me fui.
Pero usted sabía que en cualquier momento iban a caer sobre usted.
Sí, yo mismo me entregué después de fiestas patrias. Primero estuve detenido en una parte que está por San Bernardo. Naturalmente estar preso no es estar bien, pero no me trataron mal. Luego pasé al Nacional y ahí cambió la cosa.
Al “Gato” no le gusta hablar de lo que vivió en el Nacional. Reconoce que fue torturado por los militares, pero no entrega muchos detalles, cuando le tocan el tema abandona su postura relajada y amable para dar paso a una nerviosa y algo arisca.
La que sí habla del tema es su prima, Ema Cruz. Ella iba con frecuencia al estadio, junto a otros familiares para obtener alguna información sobre el estado de Alberto, pero siempre chocaba con militares de palo que repetían estridentemente órdenes como una grabadora puesta en replay.
“Le pegaban todos los días, mejor dicho, le sacaban la cresta. A veces no era capaz de ni moverse siquiera, sus compañeros lo enrollaban en una sábana y lo cuidaban en los camarines”, cuenta Ema con la voz entrecortada.
La prima del “Gato” agrega que sin previo aviso, luego de un mes, fue sacado del recinto nuñoino para ser trasladado a un paradero desconocido. Fueron días de angustias para todos los que querían al “Gato”, ni siquiera se podía contar con que estuviera vivo. “Más tarde supimos que estaba en el norte, en Chacabuco”, dice Ema.
En el campo de concentración nortino la bienvenida fue una auténtica declaración de principios por parte de los militares. “El primer día nos tuvieron en pelotas en una cancha, para revisarnos la ropa aparte. Y en el norte hace buen tiempo de día, pero en la noche no poh. Casi nos cagamos de frío ahí”, relata Gamboa sorprendentemente muerto de la risa.
¿Cómo era vivir con la incertidumbre de que un “milico” lo podía matar en cualquier momento?
Mira, uno se habitúa. Yo nunca pasé susto, sabía que en cualquier momento podía morir. Y cómo me iba a oponer: no tenía fuerzas yo ni mis amigos, los partidos políticos funcionaban afuera pero se hacían los güeones con lo que pasaba.
Luego de dos miserables años, Gamboa fue liberado por las autoridades aunque con arraigo nacional. La vida del “Gato” había dado un giro brutal: nadie le quería dar trabajo como periodista, sus amigos le dieron vuelta la espalda y su esposa lo abandonó, junto a su hijo Víctor. Él asegura no guardar rencor con nadie ni menos arrepentirse por su labor como periodista, pues “así fueron las cosas no más”.
Peleando desde abajo
Para subsistir, Alberto empezó a trabajar como maestro constructor en las obras del metro de Santiago. Después se fue con un español amigo que lo acogió en su quinta de recreo en Ñuñoa y en la que el “Gato” se encargaba de la contabilidad. “Esa peguita me la pagaba en vino, porque nunca recibí mucha plata”, cuenta con su habitual tono jocoso.
Recién en la década de los ’80, el Fortín Mapocho, uno de los periódicos contestatarios que tímidamente empezaban a criticar a la dictadura, le ofreció trabajo. Pronto Alberto se transformó en una voz importante al interior de la publicación y más de una rabieta le causó a Pinochet y compañía con sus sardónicos textos.
En 1984 un grupo de empresarios de impecables trajes y maletines brillosos tocó a la puerta de Alberto. Necesitaban que alguien se hiciera cargo de la creación de un nuevo diario de carácter popular, como El Clarín, pero que no se abanderara políticamente y creían que no había nadie mejor para el trabajo que el “Gato”.
Todo iba relativamente bien hasta que Sergio Onofre Jarpa, por entonces ministro del Interior de la dictadura, lo vetó como director de este nuevo medio. Al “Gato” no le quedó otra que agachar la cabeza y conformarse con un cargo menor. Le dolió, pero no le sorprendió, a esa altura estaba más que curtido.
Ya con el retorno de la democracia, Alberto pensó que tendría más oportunidades en los grandes medios de comunicación, pero no fue así, todos le cerraron la puerta en la cara a excepción del diario La Nación. Para Francisco Mouat, autor del libro Las sietes vidas del Gato Gamboa, son “ingratitudes típicas de una industria cada vez más desconectada de la naturaleza original del oficio: contar una historia, y contarla bien, por supuesto”.
Gato de Chalet
Hoy los días de sumergirse en el frenesí de las salas de prensa y de aplanar las calles con trepidantes pasos en busca de una cuña terminaron. Alberto pasa buena parte de su tiempo en su casa, toma desayuno en cama, se levanta pasado el mediodía y luego se instala en su sillón familiar para ser agasajado con los manjares que prepara su esposa mientras lee o mira televisión.
La “Estelita” irrumpe en la sala donde estamos haciendo la entrevista con un pote de helado con frutas que hace que Alberto, literalmente, se chupe los bigotes. Ella cuenta que pasan su tiempo libre “yendo al estadio o a eventos políticos que nos interesan, escuchando mucha música y asistiendo a charlas que da el ‘Gato’ en diferentes empresas”.
Alberto cuenta que está escribiendo sus memorias y que deberían estar listas este año. “Ojalá que agarren vuelo”, se ilusiona. La Estelita añade que “yo le transcribo las memorias que está escribiendo al computador porque escribe en una máquina más vieja que él. Me molesta y me dice que me creo periodista, pero lo más bien que lo ayudo”.
Quién sabe si en algunos más alguien recordará el nombre de Alberto Gamboa Soto. Lo que sí es seguro es que sí es seguro, según sus propias palabras, es que nadie le puede decir que es un “gato conchesumadre”.
Francisco Mouat dice que “nadie es inmortal. Pero algunos ciudadanos deberían permanecer más tiempo en el recuerdo, y el Gato Gamboa es uno de ellos”.
Llega la hora de la despedida, Alberto se pone de pie con un felino brinco desde su sillón y me estrecha la mano. “Gracias, mijito, qué te vaya bien”. Su esencia no ha envejecido ni se ha retorcido a pesar de las dantescas situaciones que le ha tocado enfrentar. Bien por él.