No hay mejor manera de rendir homenaje a Ernest Mandel que aplicar su método: el de un marxismo vivo, no dogmático. Y la profundidad de la crisis actual hace tanto más necesaria una reevaluación crítica de las herramientas de análisis que nos legó. Esta contribución intentará responder a esta cuestión: ¿la teoría de las ondas largas es un marco adecuado para el análisis de la crisis actual, de su génesis, y del nuevo período que abre?
Después de haber recordado las grandes líneas de esta teoría, intentaremos aplicarla al conjunto de la fase neoliberal del capitalismo, alternando las consideraciones teóricas y las observaciones empíricas. Llevaremos a cabo este examen siguiendo dos hilos conductores. El primero, que el capitalismo neoliberal corresponde a una fase recesiva cuyo rasgo esencial es la capacidad del capitalismo para restablecer la tasa de beneficio a pesar de una tasa de acumulación estancada y de mediocres aumentos de productividad. El segundo, que no están reunidas las condiciones para el paso a una nueva onda expansiva y que se abre un período de “regulación caótica”.
Ondas largas
La teoría de las ondas largas fue el objeto del capítulo 4 de El capitalismo tardío (Mandel, 1972), desarrollado después en una serie de trabajos, sobre todo en el libro Las ondas largas del desarrollo capitalista (Mandel, 1986). Una de las proposiciones fundamentales de esta teoría es que el capitalismo tiene una historia, y que ésta no obedece a un funcionamiento cíclico. Hay una sucesión de períodos históricos, marcados por características específicas, alternando fases expansivas y fases recesivas. Esta alternancia no es mecánica: no basta con esperar 25 o 30 años. Mandel habla de onda en lugar de ciclo, porque su enfoque no se sitúa en el esquema atribuido – probablemente de forma equivocada- a Kondratieff, de movimientos regulares y alternos de los precios y de la producción.
Uno de los puntos importantes de la teoría de las ondas largas es romper la simetría de las inflexiones: el paso de la fase expansiva a la fase depresiva es “endógeno”, en el sentido de que es el resultado de los mecanismos internos del sistema. El paso de la fase depresiva a la fase expansiva es, por el contrario, exógeno, no automático, y supone una reconfiguración del entorno social e institucional. La idea clave es que el paso a la fase expansiva no está dado de antemano y que requiere reconstituir un nuevo “orden productivo” (Dockès, Rosier, 1983). Esto lleva su tiempo, y no se trata por tanto de un ciclo parecido al ciclo coyuntural cuya duración puede asociarse al tiempo de vida del capital fijo. Por ello, este enfoque no confiere ninguna primacía a las innovaciones tecnológicas en la definición del nuevo orden productivo, sino que el papel esencial lo juegan las transformaciones sociales (relación de fuerzas capital-trabajo, grado de socialización, condiciones de trabajo, etc.).
Beneficio, acumulación, productividad
Nuestro punto de partida será esta proposición de Mandel: “me mantengo fiel a la definición que presenté a principios de los sesenta: ondas largas del desarrollo capitalista, que implican ondas largas de producción, empleo, ingresos, inversión, acumulación capitalista y de la tasa de beneficio” (Mandel 2008, 6). Pero una de las principales características de la fase neoliberal es precisamente una desconexión entre estas diferentes variables. Se trata de una configuración inédita, que analizaremos a partir de las evoluciones comparadas de la tasa de beneficio, la tasa de acumulación y el crecimiento de la productividad.
La primera constatación es que el restablecimiento de la tasa de beneficio que tuvo lugar después del giro neoliberal de comienzos de los años 1980 (1) no ha conducido a un aumento duradero y generalizado de la acumulación (gráfico 1). La comparación entre beneficio y acumulación permite distinguir dos fases muy diferenciadas. Hasta comienzos de los años 1980, estas dos magnitudes varían de forma concertada: fluctúan a niveles elevados durante los años 1960 y después bajan en dos tiempos; primero en los Estados Unidos y después en Japón y en Europa. Al mismo tiempo, el crecimiento y la productividad evolucionan en paralelo a la tasa de beneficio. Por tanto, el conjunto del círculo virtuoso de los años “fordistas” se desajustó a mediados de los años 1970.
La recuperación localizada entre los dos choques petroleros frenó la caída de la tasa de acumulación sólo de manera transitoria. La historia de las siguientes décadas, correspondientes a la fase neoliberal, sigue una lógica diferente, marcada por la desconexión entre la tasa de beneficio que tiende a restablecerse y la tasa de acumulación que se estanca o desciende. Ciertamente, a final de los años 1980, la economía mundial está paradójicamente excitada por el crash de 1987 y, contra toda previsión, parece despegar cada vez más: se reanuda el crecimiento, así como la acumulación de capital. Sorprende recordar que este período se haya caracterizado por un renovado interés por los ciclos largos. Múltiples artículos de prensa y declaraciones optimistas anuncian veinte nuevos años de crecimiento, o dicho de otra manera la vuelta a un ciclo Kondratyeff ascendente.
El alivio por haber evitado una crisis profunda que amenazaba después del giro hacia la economía de la oferta condujo a una forma de euforia que volveremos a encontrar una decena de años más tarde, con el boom de la “nueva economía”. Incluso los más escépticos se preparan, en su fuero interno, para admitir la entrada en una nueva fase de expansión. Más que la fe en las tecnologías, son las referencias a las nuevas formas de organización del trabajo (el “toyotismo”) las que juegan el principal papel ideológico. El “nuevo modelo de trabajo” parece ser la fuente de nuevos aumentos de productividad, y se contempla su generalización como el vector de un nuevo modo de regulación.
El desencanto vino bastante pronto. El cambio se efectuó a comienzo de los años 1990 (poco antes de la guerra del Golfo), y condujo a una recesión particularmente severa en Europa. A partir de ese momento, aunque no se tendrá conciencia de ello hasta más tarde, Japón también se desliza en un crecimiento casi nulo.
En el mismo gráfico 1, se puede distinguir la esperanza que suscitó la “nueva economía”. El período 1996-2000 estuvo marcado por una recuperación de la acumulación. Pero tampoco en esta ocasión el movimiento dura, y por razones muy clásicas vuelve atrás. En todo caso no se extiende al resto del mundo: la recuperación en Europa de final de los años 1990 tiene otros resortes que las nuevas tecnologías y queda como un episodio coyuntural.
La segunda constatación tiene que ver con la distancia entre la tasa de beneficio y la productividad del trabajo (gráfico 2). También aquí se puede observar el paralelismo entre las dos curvas hasta mediados de pesar de unos aumentos de productividad muy inferiores a los de la fase precedente. No hacen sino volver a su nivel secular: lo que se ha llamado la “Edad de oro” del capitalismo aparece como un paréntesis histórico.
Desde el punto de vista de la teoría de las ondas largas, estamos por tanto ante una configuración inédita para el conjunto del período que va desde el giro neoliberal de mediados de los años 1980 al estallido de la crisis en 2008. Durante este cuarto de siglo, la tasa de beneficio está al alza: podría concluirse por tanto que el capitalismo ha reconstituido su dinamismo y que ha entrado de nuevo en una fase expansiva. Pero por otra parte, es un capitalismo que acumula poco, e incluso cada vez menos, y que se muestra incapaz de lograr importantes aumentos de productividad. Esta desconexión es aparentemente contradictoria y no se puede comprender el funcionamiento del capitalismo en su fase neoliberal, ni su posterior entrada en crisis, sin abordar esta contradicción. ¿Cómo ha podido restablecer el capitalismo la tasa de beneficio sobre una base material tan desfalleciente? ¿Puede hablarse en estas condiciones de onda larga expansiva? Estas dos cuestiones constituyen retos tanto teóricos como empírico-políticos, que afectan tanto a la teoría de la tasa de beneficio como al marco mismo de la teoría de las ondas largas. Hay que comenzar por tanto por volver a la dinámica de la tasa de beneficio.
Dinámica de la tasa de beneficio
En el análisis de Mandel hay un hilo conductor que ocupa un lugar importante. Es la idea de que la revolución tecnológica permanente suscitada por la concurrencia entre capitales conduce forzosamente a un crecimiento de la composición orgánica del capital. Este enfoque se inscribe en una lectura bastante ortodoxa del descenso tendencial de la tasa de beneficio. En un muy interesante texto adjunto (Mandel, 1985), Mandel sintetiza sus principales tesis y propone el siguiente resumen: “El ascenso de la composición orgánica del capital conduce a una caída tendencial de la tasa media de beneficio. Esta caída puede ser parcialmente compensada por diversas contra-tendencias, la más importante de las cuales es la tendencia al crecimiento de la tasa de plusvalía (…) No obstante, a largo plazo, la tasa de plusvalía no puede aumentar de forma proporcional a la tasa de crecimiento de la composición orgánica del capital, y la mayor parte de las contra-tendencias tienden, al menos periódicamente (y también a muy largo plazo), a ser suplantadas a su vez”.
Esta formulación clásica merece ser discutida. La composición orgánica del capital, o dicho de otra manera la relación en valor entre el capital constante y el capital variable, no obedece a una ley general de aumento que se derivaría de la acumulación del capital muerto en relación al capital vivo, aunque este resultado choca con la intuición de que la acumulación aumenta el peso del capital en relación al trabajo. Esta densificación de las combinaciones productivas es un hecho comprobado, pero afecta a la composición técnica, cuyo crecimiento no supone forzosamente el de la composición en términos de valor. El indicador más sencillo es el capital por cabeza, que relaciona el stock de capital -o si se quiere, el número de máquinas- con los efectivos empleados o con el número total de horas de trabajo. Aunque haya que remarcar que ese concepto de “capital”, definido como un stock de medios de producción, es extraño a la teoría marxista y sólo tiene sentido en la teoría neoclásica. Pero la objeción no es legítima, porque confunde problemas de medida con la crítica de un concepto. El concepto de capital de la teoría marginalista es desde luego contestable, porque se supone preexistente a los precios relativos. Dicho de otra forma, debería ser teóricamente posible determinar la cantidad de esta sustancia particular, de este “factor de producción”, que sería el capital en general, independientemente de los precios y por tanto de la distribución. Esta exigencia resulta lógicamente del hecho de que después se va a construir una teoría de la distribución que establece que el beneficio está determinado por la productividad marginal del capital, y que el salario refleja de manera simétrica la productividad marginal del trabajo. Se conoce la llamada crítica “cambridgeana” de la teoría del capital, que dice que esta teoría es circular y que la medida del capital físico no puede preexistir al sistema de precios.
Todo esto es muy justo, pero no tiene nada que ver con la posibilidad de construir un agregado bautizado como capital fijo. La misma noción de productividad del trabajo supone la medida de un producto “físico” en tanto que agregado, como “cesta” de valores de uso que sólo se puede combinar con la ayuda de un sistema de precios. El stock de capital adiciona por su parte generaciones de inversión y se basa en convenciones parecidas, a lo que añadir una ley razonable de amortización.
Por tanto, el capital por cabeza aumenta, y éste es un hecho empírico sobre el que no hay discusión alguna. ¿Por qué no se puede deducir de ello una tendencia al alza de la composición orgánica? Esta imposibilidad se deriva en lo esencial de la acción de la productividad del trabajo, lo que se puede comprobar con un mínimo formulado (recuadro) (2). El paso de la composición técnica a la composición orgánica depende de la evolución de la productividad y del salario real. Con una tasa de plusvalía constante, la composición orgánica sólo se eleva si la composición técnica del capital crece más rápido que la productividad del trabajo. En otras palabras, no se puede establecer con carácter global la identidad entre las evoluciones de la composición técnica y de la composición valor. No se puede por tanto invocar un descenso tendencial de la tasa de beneficio que sería el reflejo casi automático de una elevación continua de la composición orgánica del capital.
Composición orgánica y composición técnica
Para evaluar el número de horas de trabajo cristalizadas en el capital fijo comprometido, hay que dividir el volumen de capital K por la productividad media del trabajo en la producción de los bienes de capital. Como se trata de un conjunto de bienes producidos en épocas diferentes, hay que aplicar por tanto no la productividad corriente, sino la productividad media de estas diferentes generaciones. Si la edad media del capital es θ, hay que aplicarle en primera aproximación una productividad desfasada de θ años. El valor del capital constante es entonces K/prodt-θ. El valor del capital variable es igual a wN/prodt, donde w es el salario real, N los efectivos y prodt la productividad corriente. La composición orgánica (CO) se calcula finalmente con la fórmula CO=[(K/N)/prodt-θ]/[w/prodt]. Si la tasa de plusvalía (w/prodt) es constante, la composición orgánica (CO) sólo aumenta si la composición técnica (K/N) crece más rápido que la productividad media del trabajo en el período.
Pero no deja de ser cierto que el desarrollo de las ondas largas tiene que ver con la tasa de beneficio. Eso no quiere decir que la fase expansiva de desencadene automáticamente en cuanto la tasa de beneficio alcance un determinado umbral. Esta es una condición necesaria pero no suficiente. Es preciso que la manera como se restablece la tasa de beneficio aporte al mismo tiempo una respuesta adecuada a otras cuestiones, sobre todo de la realización. Por esta razón, la sucesión de las fases no está en absoluto dada de antemano. Periódicamente, el capitalismo debe redefinir las modalidades de su funcionamiento y poner en marcha un “orden productivo”, que responda de manera coherente a cierto número de cuestiones sobre la acumulación y la reproducción. En particular, tiene que combinar cuatro elementos (3):
– un modo de acumulación de capital que regule las modalidades de concurrencia entre capitales y de la relación capital-trabajo;
– un tipo de fuerzas productivas materiales;
– un modo de regulación social: derecho laboral, protección social, etc.;
– el tipo de división internacional del trabajo.
La tasa de beneficio es sin embargo un buen indicador sintético de la doble temporalidad del capitalismo, como insistía Mandel. A corto plazo, fluctúa con el ciclo coyuntural, mientras que sus movimientos a largo plazo resumen las grandes fases del capitalismo. La puesta en pie de un orden productivo coherente se traduce en su mantenimiento a un nivel elevado y poco menos que “garantizado”. Al cabo de cierto tiempo, el juego de las contradicciones fundamentales del sistema degrada esta situación y la crisis, siempre y en todas partes, viene caracterizada por un descenso significativo de la tasa de beneficio. Esto refleja una doble incapacidad del capitalismo para reproducir el grado de explotación de los trabajadores y para asegurar la realización de las mercancías, más que una tendencia al alza de la composición orgánica del capital. La implantación progresiva de un nuevo orden productivo se traduce en un restablecimiento más o menos rápido de la tasa de beneficio. De esta manera nos parece útil reformular la ley del descenso tendencial de la tasa de beneficio: ésta no desciende de manera continua pero los mecanismos que lo empujan a la baja acaban siempre por triunfar sobre lo que Marx denominaba las contra-tendencias. El giro es endógeno, y periódicamente reaparece la exigencia de una refundación del orden productivo.
Es justamente una de las “causas que contrarrestan la ley” (del descenso tendencial de la tasa de beneficio) enunciadas por Marx: “En una palabra, el mismo proceso que hace que la masa del capital constante aumente en proporción al capital variable, eleva, a consecuencia de la mayor fuerza productiva del trabajo, el valor de sus elementos e impide, por tanto, que el valor del capital constante, aun cuando aumente continuamente, aumente en la misma proporción que su volumen material, es decir, que el volumen material de los medios de producción puestos en movimiento por la misma masa de fuerza de trabajo. Y puede incluso ocurrir que, en algunos casos concretos, la masa de los elementos del capital constante aumenten, mientras su valor permanece invariable o hasta disminuye (…) Volvemos a encontrar aquí que las mismas causas que producen la tendencia a la baja de la tasa de beneficio amortiguan también la realización de esta tendencia” (Karl Marx, 1894: 235-236).
Estos rodeos teóricos permiten subrayar la cuestión clave para comprender la fase neoliberal del capitalismo: ¿cómo ha podido restablecer la tasa de beneficio basándose en mediocres aumentos de productividad? Hay que acudir en primer lugar a las relaciones entre mutaciones técnicas y productividad.
Progreso técnico
La productividad del trabajo mide el volumen de bienes y servicios producidos por hora de trabajo y constituye por tanto una buena aproximación al grado de desarrollo de las fuerzas productivas: juega por tanto un papel decisivo en la dinámica del capitalismo. El análisis marxista clásico descompone la tasa de beneficio en dos elementos: la tasa de explotación y la composición orgánica del capital; pero ya se ha visto que estas dos magnitudes dependen a su vez de la productividad del trabajo. La tasa de explotación depende de la evolución del salario, y la eficacia del capital de la evolución del capital por cabeza, relacionadas en uno y otro caso con la productividad del trabajo. De manera sintética, se puede decir que la tasa de beneficio subirá o bajará según que el aumento del salario real sea o no compensado por la mejora de la “productividad total de los factores”, definida como una media ponderada de la productividad del trabajo y de la productividad del capital (Husson, 1996).
Paradójicamente, entre los partidarios de la “nueva economía” se asiste a un resurgimiento del marxismo vulgar, según el cual la técnica decide sobre todo. Puesto que hay nuevas tecnologías, debe haber también más productividad, más crecimiento y más empleos. Con este razonamiento simplista se ha construido, por ejemplo, la teoría del “capitalismo patrimonial” avanzada por Michel Aglietta (1998). Su hipótesis fundamental era que la “net economie” iba a procurar al capitalismo una fuente renovada de productividad que permitiría estabilizar la tasa de beneficio a un nivel elevado redistribuyendo al mismo tiempo una parte del producto, ya no en forma de salario sino de remuneraciones financieras. En la más hermosa tradición del marxismo del Komintern las nuevas tecnologías fueron aclamada como la fuente automática de nuevos beneficios y hasta de un nuevo modelo social.
Nadie evidentemente puede negar la amplitud intrínseca de las innovaciones en el ámbito de la información y de la comunicación, pero el problema está en los otros eslabones del razonamiento. Robert Solow ha dado su nombre a una paradoja que consiste justamente en señalar que la información no daba lugar a las esperados aumentos de productividad: “Se puede ver la era de las computadoras en todas partes menos en las estadísticas de productividad” (Solow, 1987).
Aparentemente, el ciclo de crecimiento correspondiente a la “nueva economía” había acabado con esta paradoja, ya que registró un salto adelante de los aumentos de productividad en los Estados Unidos. Algunos concluyeron con el anuncio de una nueva fase larga de crecimiento. Pero este pronóstico topaba de lleno con varias incertidumbres.
Podía preguntarse si se trataba de un ciclo high tech, limitado en el tiempo, y si los aumentos de productividad registradas en los sectores de alta tecnología podían difundirse al conjunto de la economía. Podía también discutirse la extensión de este modelo al resto del mundo, en la medida en que se basaba en la capacidad particular de los Estados Unidos para drenar capitales procedentes del mundo, como contrapartida a un déficit comercial que se profundiza cada año. En fin, y sobre todo, podía interrogarse sobre la legitimidad del modelo social, desigual y regresivo, asociado a estas transformaciones del capitalismo.
Estos interrogantes han tenido su respuesta y es interesante subrayar que el estallido de la “nueva economía” y de las esperanzas que había podido suscitar ha tomado la muy clásica forma de una caída de la tasa de beneficio. Por ello, un economista que tiene poco que ver con el marxismo ha podido afirmar: Marx is back (Artus, 2002). El aumento de productividad ha sido pagado con una sobreinversión costosa, que ha conducido a un aumento de la composición orgánica del capital, mientras la tasa de explotación acababa por bajar.
Es otra manera de cuestionar el vínculo entre innovación tecnológica y aumentos de productividad, mostrando que estas últimas resultan de muy clásicos métodos de intensificación del trabajo. Las transformaciones inducidas por Internet, por tomar este ejemplo, sólo tienen un papel accesorio en la génesis de los aumentos de productividad. Una vez pasado el encargo en línea, lo que viene después depende esencialmente de la cadena de montaje y de la capacidad para poner en marcha una fabricación modular; y la viabilidad del conjunto se basa a fin de cuentas en la calidad de los circuitos de aprovisionamiento físicos. En la medida en que éstos no son por sí mismos transmisibles por Internet, las mercancías encargadas deben circular en sentido inverso. Lo esencial de los aumentos de productividad no se deriva por tanto del recurso a Internet como tal, sino de la capacidad de hacer trabajar a los asalariados con horarios ultraflexibles (de jornada, semana o anual, en función del tipo de producto) y para intensificar y dar fluidez a las redes de aprovisionamiento, con una prima para las entregas individuales y el transporte por carretera.
Muchos análisis del capitalismo contemporáneo adoptan así una representación ideológica de la técnica, que viene a obstaculizar el estudio razonado de lo que es verdaderamente nuevo. Esta ideología es tanto más poderosa por apoyarse en la fascinación ejercida por tecnologías en verdad prodigiosas. Pero, a la vez, tergiversa todas las interpretaciones, con una subestimación sistemática del papel de los procesos de trabajo. Deliberado o no, se alcanza el resultado cuando se dejan de lado las implicaciones sociales de las nuevas tecnologías, reducidas a la categoría de viejas cuestiones sin interés. Se fabrica así una representación del mundo, donde el trabajador “cognitivo” se convierte en el arquetipo del asalariado del siglo XXI, cuando la puesta en marcha por el capital de estas nuevas tecnologías fabrica al menos tantos empleos poco cualificados como puestos de informáticos. Pese a todos los discursos grandilocuentes sobre las stock options y la asociación de estos nuevos héroes del trabajo a la propiedad del capital, las relaciones de clase fundamentales siguen siendo relaciones de dominación. La desvalorización permanente del status de las profesiones intelectuales, la descalificación ininterrumpida de los oficios del conocimiento, tienden a reproducir el status de proletario, y se oponen totalmente a los ingenuos esquemas de ascenso universal de las cualificaciones y de emergencia de una nueva fase del capitalismo (Husson, 2003).
Desde luego, podemos estar seguros de que los nuevos empresarios reducirán al mínimo sus gastos y tratarán de imponer sus extravagantes reivindicaciones en materia de organización del trabajo. Sin embargo, habría debido parecer evidente que muchos de los proyectos no podían lograr una rentabilidad duradera, como lo han demostrado las múltiples quiebras de prometedoras start-ups en el cambio de siglo. Muy clásicos argumentos de rentabilidad han atrapado a la “nueva economía” y decidido sobre la viabilidad de estas empresas. El recurso a las nuevas tecnologías no era en sí una garantía, ni un medio mágico de escapar a las imposiciones de la ley del valor.
Más allá de las fluctuaciones, la fase neoliberal del capitalismo se traduce en un agotamiento de los aumentos de productividad, aunque el perfil no es el mismo en los Estados Unidos y en Europa. Por su papel en la dinámica de la tasa de beneficio, es interesante observar las tendencias de la productividad total de los factores a nivel mundial (Gráfico 3). En los países más avanzados, se ralentiza de forma regular. En el resto del mundo, su ritmo de progresión se vuelve positivo a comienzo de los años 1990 y después se acelera de manera espectacular. Pero la tendencia cambia algunos años antes de la crisis y la Conference Board que estableció estas estadísticas señaló que “el crecimiento de la productividad total de los factores en las economías emergentes declina rápidamente a medida que se difuminan los efectos transitorios”.
El dinamismo del capitalismo, y por tanto su futuro, dependen en gran parte de su capacidad para lograr aumentos de productividad. El debate está doblemente abierto: por una parte, sobre un posible agotamiento del dinamismo de los países emergentes; por otra, sobre un relanzamiento en los “viejos” países capitalistas. Robert Gordon, un gran especialista en estas cuestiones, ha ofrecido recientemente un pronóstico muy pesimista sobre los Estados Unidos: “El crecimiento del PIB real por habitante será más lento que en cualquier otro período comparable desde el final del siglo XIX, y el crecimiento del consumo real por habitante será más lento aún para los 99% de más abajo en el reparto de las rentas” (Gordon, 2012: 2).
Esta tendencia a la desaceleración de la productividad total de los factores permite comprender uno de los rasgos fundamentales de la fase neoliberal: la diferencia entre la tasa de beneficio que se restablece y la tasa de acumulación que permanece casi estancada. La pérdida de eficacia del capital reduce las ocasiones de inversión rentable, aquellas que permitirían lograr aumentos de productividad. En cierta manera puede decirse que los capitalistas anticipan el efecto que una acumulación demasiado fuerte del capital tendría sobre la composición orgánica. El restablecimiento de la tasa de beneficio no se ha basado por tanto en renovados aumentos de productividad, sino en un aumento constante de la tasa de explotación.
La difícil reproducción
Desde el comienzo de los años 1980, la tendencia dominante ha sido la progresión de la tasa de explotación, que se puede medir por la parte de los salarios en la renta mundial (Gráfico 4). Para funcionar de manera relativamente armoniosa, el capitalismo necesita una tasa de beneficio suficiente, y también mercados. Aunque esto no basta, y debe cumplirse una condición suplementaria, relacionada con la forma de estos mercados: deben corresponder a los sectores susceptibles de lograr una rentabilidad lo más elevada posible, por estar asociados a aumentos de productividad. Pero esta adecuación es constantemente cuestionada por la evolución de las necesidades sociales.
En la medida en que la congelación salarial se ha impuesto como el medio privilegiado para el restablecimiento del beneficio, el posible crecimiento era a priori forzado. Pero no es la única razón, que se encuentra más bien en los límites de tamaño y de dinamismo de estos nuevos mercados. La multiplicación de bienes innovadores no ha bastado para constituir un nuevo mercado de un tamaño tan considerable como la rama del automóvil, que arrastraba no sólo a la industria automovilística sino también a los servicios de mantenimiento y las infraestructuras viales y urbanas. Como señala Robert Gordon: “Desde 2000, las invenciones se han centrado en los aparatos de diversión y de comunicación, que cada vez son más pequeños, más inteligentes y tienen más prestaciones, pero no cambian fundamentalmente la productividad del trabajo o las condiciones de existencia como pudieron hacerlo la electricidad y el automóvil” (Gordon, 2012: 2).
La extensión relativamente limitada de los mercados potenciales tampoco ha sido compensada con el crecimiento de la demanda. Desde este punto de vista, faltaba un importante elemento de bloqueo que cree aumentos de productividad ante progresiones rápidas de la demanda en función de los descensos de precios relativos inducidos por los aumentos de productividad. Se asiste también a una deriva de la demanda social, de los bienes manufacturados hacia los servicios, que mal corresponde con las exigencias de la acumulación del capital. El desplazamiento tiene lugar hacia zonas de producción (de bienes o de servicios) con débil potencial en productividad. En los engranajes del aparato productivo, aumenta la proporción de los gastos de servicios. Esta modificación estructural de la demanda social es una de las causas esenciales de la desaceleración de la productividad que rarifica las oportunidades de inversión rentables. No es que la productividad se haya desacelerado porque la acumulación se haya ralentizado. Sino lo contrario, la productividad -como indicador de beneficios anticipados- se ha ralentizado, por lo que la acumulación se ha desanimado y el crecimiento está embridado, con efectos suplementarios de retorno sobre la productividad. Otro elemento a tomar en consideración es la formación de una economía realmente mundializada que, confrontando las necesidades sociales elementales en el Sur con las normas de competitividad del Norte, tiende a despojar a los productores (y por tanto a las necesidades) del Sur. En estas condiciones, la distribución de rentas no basta para asegurar mercados rentables, si estas rentas son gastadas en sectores cuya productividad -inferior o creciendo menos rápidamente- influye sobre las condiciones generales de la rentabilidad. Como la transferencia no ha frenado o compensado debido a la relativa saturación de la demanda adecuada, el salario deja en parte de ser una salida adaptada a la estructura de la oferta y es una razón suplementaria para congelarlo. La desigualdad en el reparto de las rentas en beneficio de capas sociales acomodadas (también a nivel mundial) representa, hasta cierto punto, una salida a la cuestión de la realización del beneficio.
El deslizamiento del capitalismo en una fase depresiva es el resultado, por tanto, de una distancia creciente entre la transformación de las necesidades sociales y el modo capitalista de reconocimiento y de satisfacción de estas necesidades. Pero esto quiere decir también que el perfil particular de la fase actual moviliza, tal vez por primera vez en su historia, los elementos de una crisis sistémica del capitalismo. Se puede incluso avanzar la hipótesis de que el capitalismo ha agotado su carácter progresista en el sentido de que su reproducción requiere en adelante una involución social generalizada. En todo caso, se debe constatar que sus capacidades actuales de ajuste se restringen, en sus principales dimensiones, tecnológica, social y geográfica.
Si la tecnología no permite ya modelar la satisfacción de las necesidades sociales bajo la forma de mercancías de gran productividad, eso quiere decir que la adecuación a las necesidades sociales está cada vez más amenazada y las desigualdades crecientes en el reparto de la renta se vuelven la condición para la realización del beneficio. Por ello el capitalismo es incapaz de proponer un “compromiso institucionalizado” aceptable, o dicho de otra manera, un reparto equitativo de los frutos del crecimiento. De forma contradictoria con el discurso elaborado durante la “Edad de oro” de los años de expansión, ahora reivindica la necesidad de la regresión social para sostener el dinamismo de la acumulación. Sin modificación profunda de las relaciones de fuerza, parece incapaz de llegar por sí mismo a un reparto más equilibrado de la riqueza.
Con el ascenso de los llamados países “emergentes”, asistimos a un verdadero “vaivén del mundo” cuyo alcance puede comprenderse con ayuda de algunas cifras. Así, los países emergentes realizaron en 2012 la mitad de las exportaciones industriales mundiales, cuando a comienzos de los años 1990 su parte sólo era del 30%. En la última década, la integridad de la progresión de la producción industrial a escala mundial ha sido realizada en los países emergentes. El capitalismo parece encontrar un segundo aliento relocalizando la producción en países con importantes aumentos de productividad, y donde el nivel salarial es muy bajo. Pero esta mundialización no está exenta de contradicciones, sobre todo en forma de desequilibrios comerciales estructurales, crecientes desigualdades sociales y efectos de vuelta sobre el crecimiento en los países del Centro.
¿Nueva onda larga…
Desde la contrarrevolución neoliberal y hasta la crisis, los debates oscilaban entre dos concepciones. Algunos insistían en la coherencia de este proyecto, otros en sus imperfecciones y en particular la inestabilidad financiera. Periódicamente, se anunciaba la implantación de un nuevo modelo. La tasa de beneficio había recuperado niveles satisfactorios. Las nuevas tecnologías estaban ahí. ¿No se había entrado en un nuevo orden productivo? Pero ya antes incluso de la crisis, se podía llegar a esta conclusión: a pesar del restablecimiento de la tasa de beneficio, el capitalismo mundial no ha entrado en una nueva fase expansiva. Le faltan tres atributos esenciales: un orden económico mundial, terrenos de acumulación rentable suficientemente extensos, y un modo de legitimación social.
El cuadro teórico aquí expuesto puede situarse brevemente en relación con otros enfoques. No se opone como tal al enfoque regulacionista inicial, y su problemática presenta muchos puntos comunes: para funcionar bien, el capitalismo necesita un conjunto de elementos constitutivos de lo que puede denominarse un modo de regulación o un orden productivo. Lo importante es combinar la historicidad y la posibilidad de esquemas de reproducción relativamente estables. Pero hay que distanciarse de los trabajos regulacionistas de “segunda generación”, colocados bajo el signo de la armonía espontánea y preocupados sobre todo por diseñar las líneas de un nuevo contrato social, como si fuera la lógica natural de funcionamiento del capitalismo, y como si éste dispusiera en permanencia de un stock de modos de regulación donde bastaría con atreverse a escoger el bueno (Husson, 1986).
Este enfoque se diferencia también de una interpretación marxista demasiado monocausal que hace de la tasa de beneficio instantánea el alfa y el omega de la dinámica del capital. Pero hay que discutir sobre todo los enfoques que conceden un lugar desproporcionado a la tecnología. En la teoría de las ondas largas, existe un vínculo orgánico entre la sucesión de ondas largas y la de revoluciones científicas y técnicas, sin que esta relación pueda reducirse a una visión neo-schumpeteriana donde la innovación, por sí misma, sería la clave de la apertura de una nueva onda larga. Desde ese punto de vista, las mutaciones ligadas a la informática constituyen un nuevo “paradigma técnico-económico” -por usar la terminología de Christopher Freeman y Francisco Louça, en su destacable obra (2002)- pero esto no basta para fundar una nueva fase expansiva. Es tanto más urgente tomar distancias con un cierto cientificismo marxista que los abogados del capitalismo retoman por su cuenta para hacer creer que la revolución tecnológica en curso basta para definir un modelo social coherente.
La teoría de las ondas largas desemboca en una crítica radical del capitalismo. Si éste tiene tantas dificultades para sentar las bases de un orden productivo relativamente estable y socialmente legítimo, está confrontado a una verdadera crisis sistémica. Su prosperidad se basa ya en una sobreexplotación agravada de los trabajadores, y en la negación de una gran parte de las necesidades sociales. Llegado a este estadio, las presiones que se pueden ejercer para hacerle funcionar de otra manera, para regularlo, deben ser tan fuertes que cada vez se distinguen menos de un proyecto global de transformación social.
Frente a este capitalismo que se parece cada vez más a su concepto, la aspiración a un poco de regulación es legítima. Pero hay que evitar un doble error de apreciación. En primer lugar, no hay que confundir la necesidad de re-regulación con la ilusión de la regulación que consiste en pensar que este sistema es racional y que se dejará convencer con un argumentario bien construído. Una variante de esta ilusión sería fijarse la imposible tarea de separar el buen grano de la cizaña y procurar una nueva razón de ser al capitalismo, desembarazándole del imperio de las finanzas. Y además, la crítica del capitalismo actual no puede hacerse en nombre de un “fordismo” mitificado al que se trataría de volver. Desde luego, no está prohibido apoyarse en las conquistas sociales y la legitimidad de que gozan, pero es absolutamente insuficiente.
La superación de estos dos obstáculos esboza una estrategia cuyos objetivos son bastante claros: la resistencia a la mercantilización capitalista lleva poco a poco a la construcción de una legitimidad alternativa, basada en valores de igualdad, de solidaridad y de gratuidad, que cuestionan el núcleo de la lógica capitalista. La radicalización del capital, al negarse a responder positivamente a demandas elementales y retroceder en derechos adquiridos, engendra una nueva radicalidad de los proyectos de transformación social.
… o atolladero capitalista?
El enfoque marxista de la dinámica larga del capital podría a fin de cuentas ser resumida de la siguiente manera: la crisis es cierta, pero la catástrofe no lo es. La crisis es cierta, en el sentido de que todos los arreglos que se inventa el capitalismo, o que se le impone, no pueden suprimir de forma duradera el carácter desequilibrado y contradictorio de su funcionamiento. Sólo el paso a otra lógica podría desembocar en una regulación estable. Pero los periódicos cuestionamientos que jalonan su historia no implican en absoluto que el capitalismo se dirija inexorablemente hacia el hundimiento final. En cada una de estas “grandes crisis” está abierta la opción: o el capitalismo es derrocado, o se recupera bajo formas que pueden ser más o menos violentas (guerra, fascismo), y más o menos regresivas (giro neoliberal).
A modo de conclusión, nos arriesgamos a enunciar algunas tesis sobre el período abierto por la crisis:
1. La vuelta a un capitalismo regulado (“fordista” o “keynesiano”) es imposible, porque la base material, esto es, aumentos de productividad superiores a su media histórica, está fuera de alcance. El capitalismo neoliberal ha fracasado a la hora de realizar una nueva adecuación entre sus propias exigencias y la estructura de la demanda social. Además, la mundialización es un obstáculo a cualquier coordinación entre las burguesías basado en una forma de compromiso hostil con las finanzas.
2. Este agotamiento de la dinámica propia del capitalismo en los países “avanzados” no encontrará relevo duradero en los países “emergentes”.
3. Las mismas formas adoptadas por el capitalismo en su fase neoliberal hacen también imposible tal inflexión. Ellas corresponden a la puesta en pie de una “coherencia inestable”: descenso de la parte de los salarios, desigualdades sociales, financiarización y sobreendeudamiento, que forman un todo que no se puede modificar por los márgenes.
4. La única salida para el capitalismo es una huida hacia adelante intentando reproducir el modelo neoliberal, aprovechándose de la crisis para poner en marcha una terapia de choque que conduzca a una regresión sin fin.
5. El capitalismo ha perdido sus elementos de legitimidad: sus éxitos son inversamente proporcionales a la satisfacción de las necesidades sociales, y es incapaz por esencia de hacer frente al desafío climático. Sólo apuesta por la emergencia de una “clase media mundial” que le proporcionaría una base social menos estrecha que los “1%” y mercados ampliados y estabilizados.
6. La cuestión clave es por tanto la “aceptabilidad social” de esta degradación de las condiciones de existencia para la mayoría de la humanidad.
Partiendo de estas tesis, que más bien son hipótesis de trabajo, hay que pensar en una nueva coyuntura en la que las condiciones de aparición de una nueva fase expansiva no están reunidas en un horizonte previsible. Esto no es contradictorio con la teoría de las ondas largas, que no postula una alternancia mecánica de fases históricas expansivas y depresivas. Así lo subrayaba Mandel: “La aparición de una nueva onda larga expansiva no puede considerarse como un resultado endógeno (más o menos espontáneo, mecánico, autónomo) de la precedente onda larga depresiva, cualquiera que sea la duración y la gravedad de ésta. Lo que determina este punto de inflexión no son las leyes de movimiento del capitalismo, sino los resultados de la lucha de clases de todo un período histórico. Por tanto, lo que estamos planteando aquí es una dialéctica de los factores objetivos y subjetivos del desarrollo histórico, en la cual los factores subjetivos se caracterizan por su relativa autonomía: es decir, no están directa e indefectiblemente determinados por lo ocurrido previamente a las tendencias básicas de la acumulación del capital, a las tendencias de la transformación tecnológica o al impacto de estas tendencia en el propio proceso de organización del trabajo” (Mandel, 1986: 43).
Notas:
1) Esta constatación no es compartida por todos los economistas marxistas. Se puede consultar el punto de vista del autor en Husson, 2010.
2) Para una demostración más detallada, ver Husson, 2013.
3) Para una presentación más detallada, ver Martin et at. 2002.
Referencias:
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* Michel Husson es economista. La edición original del artículo está en su blog http://hussonet.free.fr/mandelmh13.pdf.
Fuente: VIENTO SUR