Diciembre 26, 2024

El principio del terror. 23 de septiembre 1973 (12 días tras el golpe)

Santiago era una ciudad herida y asustada, capital de una nación ocupada por su propio ejército. Las tropas patrullaban constantemente y cada noche los camiones militares sacaban a centenares de detenidos en ‘las poblaciones’, los barrios obreros. El estadio nacional estaba abarrotado de presos políticos.

 

Casi la mitad de la población adulta era ‘sospechosa de marxismo’ por haber votado a los partidos de la Unidad Popular. Los soldados registraban las librerías y requisaban miles de volúmenes. Nadie se atrevía a llevar un libro en la mano, ni paquetes, ni nada que abultara en los bolsillos. Las tropas tenían orden de identificar a las mujeres que vistiesen pantalones. A partir de las ocho de la tarde empezaban el toque de queda y el ruido intermitente de disparos. Y cada amanecer aparecían cadáveres en el río Mapocho.

 

Hugo Arellana, secretario de Pablo Neruda, abrió la puerta de la habitación 402 de la Clínica Santa María y pude ver a Matilde Urrutia sentada en los pies de la cama donde el poeta esperaba a la muerte. ‘Está inconsciente y no creemos que vuelva a despertar’, me dijo.

A las once de la noche me llamó por teléfono: ‘Ha muerto. Vamos a llevarlo a su casa del Cerro San Cristóbal’.

 

El cadáver se instalaría en una habitación destrozada por el salvaje allanamiento militar que la vivienda había sufrido: inundada intencionadamente, con los vidrios rotos, los muebles hechos astillas y el suelo cubierto por los restos de la preciosa colección de cerámicas de Neruda.

En el jardín quedaban los restos de hogueras que los ‘milicos’ habían hecho con libros y papeles personales del escritor. Era el escenario adecuado para el velatorio porque resumía la situación de todo el país.

Cuando el féretro fue sacado de la casa sonaron los primeros gritos: ‘Camarada Pablo Neruda, presente’, que se repitieron en el Cementerio General. ‘Compañero Salvador Allende, presente. Ahora y siempre’. Cuando el ataúd metálico fue depositado en la tumba, alguien empezó a cantar la Internacional, que fue coreada por muchos de los 300 asistentes, puño en alto ante la mirada lejana de policías y soldados. La primera manifestación contra la dictadura brotaba entre lápidas fúnebres. Otra vez el escenario adecuado.

La patria ‘liberada’. 11 de septiembre 1976 (tres años tras el golpe)

Atrincherado en su despacho, Pinochet leyó un discurso que fue transmitido por todas las emisoras. Después, sonó la voz de Nino Bravo cantando ‘Libre’, canción adoptada como himno de combate por la derecha chilena. Un locutor repetía a gritos que se celebraba “la liberación de la patria”, y aseguró que “numerosos periodistas llegados de todo el mundo contemplan, con sus propios ojos y en total libertad de movimientos, el apoyo de nuestro pueblo a la honorable Junta Militar”.

¿Cómo olvidar aquella retransmisión radiofónica? La escuché junto a Lorna, mi mujer, en un túnel del metro de Santiago, todavía en construcción, ambos con las manos atadas con alambre, los ojos cubiertos por una cartulina y el cañón de un fusil automático apoyado en el estómago. Habíamos sido detenidos por la Brigada Rauten de la DINA, la policía política pinochetista

 

Finalmente nos condujeron en una camioneta sin distintivos hasta Cuatro Álamos, el campo de concentración donde se perdía el rastro de numerosos presos políticos. Allí permanecimos incomunicados. Al cabo de tres días de interrogatorios, con amenazas pero sin violencia física, seríamos expulsados de Chile.

Siempre agradecí aquella torpeza, que para un periodista equivalía a un privilegio, porque me permitió conocer de primera mano los métodos y las instalaciones de la DINA, incluso la mentalidad de sus interrogadores y guardianes a través de horas de conversación. En la ventana de mi celda, frente a los Andes, un detenido anterior había grabado la frase “qué hermoso es ver volar a las aves”.

Fin del miedo. 13 de septiembre de 1983 (10 años y dos días del golpe)

Las ‘poblaciones’ del cinturón obrero de Santiago estaban alzadas contra la dictadura. Desde tres días del décimo aniversario del golpe de estado, la policía había perdido el control de las grandes barriadas populares: La Legua, Santa Adriana, La Cisterna, San Miguel, La Victoria…

Los ‘rotos’, es decir, los desheredados, los humillados, habían levantado barricadas acotando territorios que sólo eran penetrados por columnas de tanquetas policiales bajo lluvias de pedernal. En agosto, 18.000 soldados tomaron posiciones estratégicas en el cinturón de miseria de Santiago. La dictadura había planeado fastos y fanfarrias para conmemorar su conquista del poder. Pero finalmente tuvo que declarar el llamado ‘estado de peligro de perturbación de la paz interior’. Y sus medidas represivas causarían una quincena de muertos, centenares de heridos y miles de detenidos.

El sacerdote obrero Pierre Dubois (francés con 20 años de vida en Chile, militante de Cristianos por el Socialismo) trataba de poner algo de sensatez en el caos de La Victoria. A sus órdenes, un pelotón de Hermanitas de Jesús de la Caridad, pertrechadas con llaves inglesas y martillos, se esforzaba en devolver al barrio el agua que la Policía había cortado.

Los jóvenes acarreaban viejos neumáticos y preparaban hogueras. Un hombre contaba, llorando, que los carabineros entraron en su casa, dieron de culatazos a su mujer que tenía en brazos a su hijo recién nacido, y reventaron el televisor de un balazo. A bordo de autobuses sin matrícula, conducidos por carabineros uniformados con el rostro cubierto con mascarillas, pistoleros civiles ametrallaron la comuna de Pudahuel.

 

La fuerza pública cargó aparatosamente en un entierro al que asistían miles de personas, y bombardeó con gases al grupo de periodistas que habíamos pasado la noche en la chabolas insurrectas. Las oraciones fúnebres acabaron entre los gritos de los heridos pidiendo ayuda médica.

 

Pero aquella enésima derrota popular era una importante victoria social. Se había perdido el miedo, tan metódicamente cultivado por los centuriones pinochetistas. Y Chile iniciaba el camino de regreso a las libertades. Una muchacha apaleada temblaba, aferrada a un pasquín con unas palabras que Allende había pronunciado por radio la mañana del golpe: ‘La Historia no se detiene con la represión ni con el crimen’

 

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