Diciembre 12, 2024

A 40 años del golpe militar: una Historia sin presente

En esta columna hago una interpretación de lo ocurrido a propósito de la conmemoración de los 40 años del golpe militar en Chile. La pregunta principal que ronda es, ¿por qué tanto odio, para algunos rabia, después de 40 años? Me refiero al odio, desentrañando un origen posible. No por entender su persistencia, lo afirmo en el porvenir.

 

 

Contrariamente a eso, sostengo que es necesario entender su trama, los discursos, prácticas e instituciones que lo perpetúan, para que se debilite su presencia, algo que no veo suceder. Hoy, las causas del odio no están siendo ampliamente reconocidas y, me temo, algunos no las quisieran reconocer. Mientras eso suceda, se dan condiciones convenientes para su persistencia, aun sea, de manera solapada y casi invisible (pero, igualmente nefastas). Por lo demás, hablo de acontecimientos históricos. En ellos, evidentemente han participado y tienen responsabilidad personas. Sin embargo, sostengo que eso es secundario en la perspectiva de lo que viene. Principal, es constatar y poner al descubierto las condiciones de posibilidad que condujeron al golpe militar, siendo que, como sostengo en la columna, son condiciones que no han cambiado sustantivamente. Todos hacemos sociedad; por eso, a todos, querámoslo o no, nos incumben las condiciones y posibilidades respecto de la persistencia, resignación o metamorfosis del odio. Nada tiene que ver esto con: todos tuvimos alguna responsabilidad.

 

La mirada hacia el pasado buscará culpables y bien que lo haga; ahí, se encontrarán diferentes grados de responsabilidad y personas que, simplemente, no la tuvieron. La mirada orientada al porvenir buscará, por sobre todo, reconocer las condiciones de posibilidad de lo ocurrido y, más importante, las condiciones que harán posible que suceda algo muy distinto a las odiosidades e hipocresías que han colmado algunos ámbitos de la conmemoración de los 40 años. Ahora, pasada la urgencia de conmemorar, apagados los focos y micrófonos que estaban vueltos a ello, es momento de cuidar la memoria y recordar, en su sentido original: volver a pasar por el corazón. Es esta una columna, en esencia, abierta; un ejercicio de reflexión y de recuerdo, sin ningún interés de que algo de ella cristalice. Es éste un simple gesto, preocupado por lo sucedido en nuestro país durante la conmemoración de una fecha tan fatídica; reconociendo, por lo demás, que nuestras acciones, omisiones y cuidados, son los que imperceptiblemente van confirmando el odio o lo van desnaturalizando, quitándole el derecho a reincidir y de residencia.     

 

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Han pasado casi 70 años desde la culminación de un Horror. En Alemania aún se respira el drama. Ni los Memoriales, ni los intentos de reparación a las víctimas, ni los juicios a los culpables parecen ser suficientes.

 

Cuarenta años transcurrieron desde el inicio de otro Horror. En Chile, los recuerdos y las manifestaciones fueron abundantes. Una de ellas sorprende por su crudeza; una mujer vejada en Villa Grimaldi, un centro de detención y tortura en Santiago, afirmó: lo más humano que se hacía en este centro era torturar, ningún animal sería capaz de hacer algo así a sus semejantes.

 

Cuando sucede algo tan profundamente humano, como son estos Horrores, ¿qué le cabe a una sociedad?

 

Conmemorando los 40 años, en diarios, radio y televisión, se escucharon palabras y frases repetidas como un mantra: yo pido perdón; si cometí algún error, pido perdón, pero…; ellos deben pedir perdón; cualquier cosa que haya sucedido antes del golpe no justifica las desapariciones y las torturas; todos tenemos algún grado de responsabilidad; ya es tiempo de reconciliarnos; debemos mirar hacia adelante y no quedarnos en el pasado. A dos días del 11 de septiembre se realizaron dos ceremonias, cada una organizada por uno de los conglomerados políticos con más poder, donde participaron los mismos oradores del mantra. Ahora, las acusaciones de por qué no hubo una sola ceremonia no se hicieron esperar. En las calles, las marchas terminaban con violencia y, los disturbios, en distintos lugares del país, se tomaron la noche del 11.

 

Muchos no entienden que a 40 años del golpe, su recuerdo despierte odios, rencores, división. Más aún, cuando representantes de organismos del estado y personeros de la facción que promovió el golpe están dispuestos a pedir perdón; también, algunos que exacerbaron el conflicto social, con enardecidos discursos o amenazas de guerra popular. Como si eso no fuera suficiente, unos y otros, destacan la buena disposición de sus contrincantes políticos y, porsiacaso, piden también perdón.

 

¿Cómo es posible que en una sociedad, donde abundan los pedidos de perdón y se destacan dichos reconocimientos, persista tanta odiosidad?

 

El olvido de la historia, por parte de un pueblo, es una aberración. También lo es, un pueblo que recuerda su historia desde un tiempo abstracto. Si la historia no se realiza desde la dignidad del presente, es inminente el riesgo de sembrar más odiosidad, aunque sea subrepticiamente. Conmemorando el 11, con notables excepciones, lo que más se hizo fue recordar el pasado como si el presente fuera una realidad aparte.

 

Sea en Alemania, en Chile o en cualquier pueblo que haya vivido una tragedia como las ocurridas hace 70 y 40 años, la posibilidad de superar el trauma pasa ineludiblemente por una transformación profunda de la sociedad. Ni el exterminio de los judíos, ni la dictadura chilena son fruto de la generación espontánea. Lo uno y lo otro deviene de una historia, con precedentes que, como en todo suceso de la gravedad de estos, tiene raíces profundas. En Chile, al menos desde Recabarren se levantó la voz para demandar condiciones más justas y dignas para todos. Esta voz se transformó en grito, desgarro de las entrañas y entrañable para muchos, en la Unidad Popular. No es posible entender el presente del  Horror iniciado el 11 de septiembre, si se limita a ese día temprano, o lo sucedido durante la UP, ni siquiera, si nos vamos algunos años más atrás. De hecho, no importa tanto el período que abarquemos, la continuidad insobornable del tiempo nos da derecho a comprender en un minuto de historia lo que puede quedar oculto en decenas de años. Esto depende de la presencia del presente en el gesto de la construcción histórica.

 

El 11 de septiembre de 1973 estalló el pueblo chileno por la fuerza de un conflicto social agudizado al extremo. Se manifestó la disposición de algunos a provocar las más brutales vejaciones a otros. Al recordar lo sucedido hace 40 años, sólo esto importa. No como un asunto del pasado, sólo para rememorar, sino su presencia hoy día, entre nosotros. Es decir, dejar rondar la pregunta: Chile, ¿se ha transformado?, ¿se superaron las condiciones que llevaron a la tortura, desapariciones y muertes ocurridas ese 11 de septiembre, los días y años siguientes? Aunque sea imposible que vuelva a ocurrir lo de entonces, aunque se insista en que se aprendió la lección, ello no necesariamente implica que se hayan dado las transformaciones necesarias. Es posible que hoy se den condiciones semejantes, quizás aún más brutales, pero, incluso así, el golpe no se repetirá. ¿Por qué? Los mecanismos de represión, violencia y silenciamiento del conflicto social se han perfeccionado. Hoy día, los medios son más sofisticados y se debe recurrir menos a las fuerzas armadas; el poder económico ha coaptado el poder político, está armado hasta los dientes con la artillería de la publicidad y tiene el sistema educativo infiltrado hasta la última letra de la última palabra… aparte de haber expulsado el deseo, el cuerpo y el movimiento de las aulas y los patios. Sólo por esto, ya no se necesitará volver a un golpe militar, lo cual, eso sí lo creo, quienes lo digitaron hace 40 años y sus herederos, no quieren que vuelva a ocurrir.

 

Han habido tres ausencias obscenas en, lo más, de esta memoria histórica: la participación de quienes financiaron el Horror y de quienes se enriquecieron durante el mismo; los testimonios de vida, de sueños colectivos, de compromiso solidario, siendo que muchos de los asesinados tenía esa sola falta en su prontuario; la democracia en la medida de lo posible, armada de instituciones que funcionan. Insisto sobre algo dicho al inicio: no denuncio la obscenidad de estas ausencias con afán individualizador, aunque haya individuos que saltan a la palestra; ni siquiera, lo que podría impresionar como evidente: no apunto a Aylwin por su democracia en la medida de lo posible; tampoco a Lagos, por vanagloriarse de instituciones que funcionan. La denuncia de estas ausencias obscenas apunta a un estado de sociedad, un pueblo donde esto resulta posible. Por eso, aunque hay personas cuyos nombres se vinculan directamente a estas denuncias y, en algunos casos, debieran responder por ellas (especialmente, quienes financiaron y quienes se enriquecieron aprovechando el Horror), lo que resulta más inquietante es que ello haya sido posible y, me temo, lo sigue siendo, aunque cambien las formas, por los mecanismos más sofisticados a los cuales se hizo alusión.

 

Denunciar y perseguir a quienes torturaron, desaparecieron y mataron, resulta necesario. De los asombros que esto suma, nos referimos en dos párrafos más abajo. Lo que cuesta entender, es que no cualifiquen en exacta igual medida, quienes financiaron esta masacre. Nadie creerá, contraviniendo el tratado Todo Sobre la Inteligencia Militar, cuyas páginas reflejan la palidez del sol, que los militares actuaron con autonomía de mando. La dictadura militar fue soportada por grupos de poder económico, no sólo chilenos; ¿no son ellos tan culpables como los militares? Los intentos por levantar esta denuncia han sido muy aislados, aunque nada despreciables, en cuanto al coraje de quienes los han realizado.

 

No se trata de exaltar religiosamente la memoria de los asesinados por el régimen dictatorial. Pero muchos chilenos han dado testimonio de la dignidad de numerosos asesinados y, otros más, podemos dar testimonio de la suprema bondad de algunos “sobrevivientes”. No quiero dejar lugar a duda: no se trata sólo de condenar el asesinato o la tortura de algunos; ni una tortura, ni un asesinato, puede justificarse, siendo que el régimen dictatorial es una aberración de origen y, por lo demás, son acciones que nunca debieran suceder. Sin embargo, aunque necesaria la denuncia de los crímenes, cada uno en particular, al menos tanto, lo es manifestar aquello en lo cual muchos creyeron y por lo cual lucharon, siendo eso, en tantos casos, su única falta penal. Quizás sea esto lo más urgente y necesario de volver presencia. Si la historia no se hace vivificada por la existencia de quienes creyeron y lucharon por la transformación pacífica, solidaria y creativa de Chile, será  una historia anémica. Hayan sido asesinados, torturados o hayan escapado a este destino; se incluye a quienes lucharon, especialmente en tiempo de dictadura, aunque también, quienes lo han hecho con insistencia posteriormente, por alcanzar justicia y devolver la dignidad histórica de tantos que, no sólo fueron vejados corporalmente, también lo fue la memoria, fruto de un trabajo minuciosamente orquestado por militares, grupos de poder económico, utilizando el miedo y la sumisión de jueces y periodistas.

 

El recuerdo de los motivos por los que se luchó no se contrapone al recuerdo de lo macabro. Y, querámoslo o no, sucede en Chile, en Alemania, en Argentina y en otros países donde han ocurrido hechos semejantes, todo lo que se diga sobre la tortura será insuficiente; no importa cuántas veces se relate la Operación Retiro de Televisores, la mayoría de los chilenos no seremos capaces de entender tan macabra idea. Por lo demás, mientras viva alguien torturado, un familiar o amigo de un asesinado, el dolor seguirá presente y, quizás, lo sea la necesidad de volver a denunciar lo sucedido. Si alguno se libera del odio, muy bien. Pero, considero obsceno que quienes no hayamos sufrido una experiencia tan dolorosa, que debe provocar una impotencia sin igual, y si fue un hijo, comprende la experiencia que los psicólogos han catalogado como la más terrible e insuperable que se puede sufrir, es obsceno que quienes no hayamos sufrido esa experiencia, sentenciemos que “No tenemos derecho como generación a traspasarles a nuestros hijos y nietos los mismos odios y querellas que dividieron y tanto dolor causaron las generaciones que nos antecedieron… Llegó el tiempo, después de cuarenta años, no de olvidar, pero sí de superar los traumas del pasado”, como se atrevió a señalar el presidente de Chile y, con palabras semejantes: políticos, periodistas, entre otros. Mantengamos un respeto elemental a experiencias inconmensurables como, no puede sino serlo, el asesinato de un ser querido por parte de un estado dictatorial. No sostengo que sea imposible superar el odio, pero sólo quien haya vivido la experiencia, cada cual según como la haya vivido, sabrá cuándo, si es posible, afirmar esa superación. En consecuencia, si se pasa de generación en generación, no quedará más que aceptarlo y, si cabe, acompañar el dolor y el odio, actuando, sin juicios, de forma que pueda ir desapareciendo.

 

La imagen de Pinochet saludando al primer presidente post-dictadura; su participación en el parlamento; los esfuerzos por evitar que se juzgara fuera de Chile por crímenes de lesa humanidad; su llegada, levantándose cual Lázaro Made in Chile; su supuesta demencia que lo excluyó de responder por los crímenes cometidos bajo su régimen, donde él mismo sostuvo, “en Chile no se mueve una hoja sin que yo lo sepa”; personas enriquecidas, aprovechando las licencias de la dictadura, tranquilamente en sus puestos de trabajo, disfrutando e influyendo en el acontecer nacional; políticos, periodistas, jueces, médicos, aparte de militares, que contribuyeron a la dictadura, actualmente en cargos de poder, influyendo en los destinos de la “patria”; son estas y otras muchas imágenes que no se borran fácilmente, menos aún, si se repiten como escupitajos venidos del pasado.

 

Desde el inicio de los ´80, muchos fueron los que lucharon por el fin de la dictadura; muchos arriesgaron sus vidas, fueron violentados, tomados presos. Finalmente, de todos ellos, sólo unos pocos asumieron el poder. ¿Fueron elegidos por su dignidad o por su capacidad de implementar un gobierno efectivamente democrático? Lo más probable es que hayan prevalecido otros criterios. Aun así, quizás se gobernó bien; quizás, quienes fueron elegidos lo hicieron mejor que muchos otros posibles candidatos. Imposible saberlo. Pero, dejando el ejercicio comparativo, las imágenes listadas en el párrafo anterior no pueden sino provocar una reacción de repulsa, muy especialmente, en quienes recuerdan a diario, vejámenes y muertes. Reitero, es imposible juzgar si la “transición” pudo ser mejor. Sin embargo, siendo como fue, dado que no se gritó a los cuatro vientos que se salía de una dictadura y se debía juzgar los crímenes de lesa humanidad; dado que la constitución del ´80, aprobada con dudosa votación en tiempos de votación dudosa no se quemó como tantos libros en dictadura (único “libro” que debió quemarse en los últimos 40 años); dado que los “rostros” del crimen maquillaron su pasado y se les otorgó derecho a insertarse en la sociedad “democrática”, cuando a personas que roban por hambre o frío, se les condena con penas inapelables; dado que el enriquecimiento ilícito, en virtud de documentos manchados con sangre, ha mantenido una obscena legalidad; dado que se ha alabado y se sigue alabando un sistema económico que fue posible, matando, pasando por una crisis económica como pocas vistas en Chile, privatizando a precios irrisorios bienes del estado, negociando préstamos a cambio de respetar las directrices de un BM y FMI, fiel en los años ´80 a un mercado con escasas regulaciones, apertura de los mercados con todas sus consecuencias en cuanto a la “deflación” de las culturas locales y monopolios transnacionales de facto, al diseño de una competencia, donde triunfa el más fuerte, no importa si para ello se han avalado sueldos “de hambre”, condiciones laborales que atentan contra la dignidad humana, se ha provocado la miseria de la competencia directa, los proveedores, países completos; dado que el FMI y el BM siguen bastante fieles a sus ´80 y, Chile, a las políticas económicas incubadas en esa década y, ahora, sacramentadas; siendo que todo esto ha sucedido y, aun coincidiendo en la imposibilidad de saber si se “pudo” hacer mejor, tomando en cuenta que hace algunos años los efectos de la dictadura tenían más permeado el ambiente, los discursos y las prácticas; siendo que todo esto ha sucedido, habrán evidencias para, al menos, sospechar que las condiciones del Horror persisten y, me atrevería a decir, se han profundizado, sólo que los mecanismos, hoy día, más sofisticados, evitan el “incómodo” derramamiento de sangre.

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El largo y trastabillado párrafo anterior, para decir: el Horror evidente, explícito, inocultable en la historia de un pueblo, sólo puede transformarse, diluirse, dejando paso a emociones menos infiltradas por el odio, si se dan transformaciones profundas, viscerales, en ese pueblo. En Chile eso no ha sucedido y, más, lo grotesco de la seguidilla de “perdón”, codazos incluidos para ser el más notorio, el más ejemplar, el más piadoso, no son sino la prueba descarnada de lo lejos que estamos respecto de esas transformaciones. Y, me pregunto, atisbando lo sucedido en Alemania, en Argentina y en otros países, cuán posible serán esas transformaciones, cuánto da lugar el Horror al “aprendizaje” para que “Nunca Más” y cuánto, no da más bien lugar a la consolidación de las condiciones que conducen al Horror, de forma más sutil, efectiva, transparente, íntima. Toda respuesta a esta pregunta será pasajera, a la espera de nuevas experiencias que invoquen nuevas respuestas. Quizás, en ese andar, se vaya dando lugar a la posibilidad de entender cómo se pueden dar esas transformaciones, entendimiento no sólo de la razón, también del corazón (siendo que de vísceras se trata).

 

Es menester, acerca de esto, ser cauto, sigiloso, husmear con cuidado. En insignificantes tramas de acontecimientos podrá reconocerse lo uno o lo otro, las condiciones del Horror o su ausencia. Un suceso ocurrido hace algo más de dos años, da ejemplo de esto, como los habrá numerosos. En una comuna al sur de Santiago, donde era alcalde un influyente personero de un partido político, se aniquiló un proyecto, tras once años de vida, orientado a favorecer, desde consultorios, escuelas y otras organizaciones de la comunidad, mejores condiciones para el desarrollo de los niños. Más allá de los detalles, fue sorprendente cómo la trama que llevó a dicha aniquilación, tuvo actores similares, guardando la diferencia abismal en cuanto a la envergadura del proyecto y a las consecuencias de lo ocurrido, a los que representaron el Horror de la dictadura. Jamás se escuchó palabra ni se vio al alcalde, último y principal culpable (alias: el financista; el resto de alias, quedará liberado a la imaginación de cada cual). El golpe fue maquinado por quien fuera compañero de causa; fue secundado por tres a cuatro subalternos del financista; hubo soplón, se levantó falso testimonio contra los expulsados y, una vez terminada la obra, algunos meses después, ninguno de los que participó, excepto el que digitaba esta operación desde la sombra, seguía en sus cargos de trabajo (según como se mire esto último, en el caso del régimen dictatorial, ha sucedido lo contrario)… además, no faltó en esta trama, las muchas imperfecciones de quienes realizaban el proyecto. Comparto este ejemplo, por estar a mano y encarnado, como muestra de que ahora con sofisticación se realizan prácticas con fines semejantes a los que se recuerdan, prácticas que hoy permanecen en el más perfecto de los silencios. En ese entonces, a pesar de buscar el apoyo de políticos y periodistas, nadie reaccionó, como si esto fuera muy normal, derecho de quien ejerce su poder. Me pregunto, ¿cuántos más no han vivido y, cuántos no viven, experiencias semejantes?

 
 

Un pueblo cuya historia no tiene presente, es la sofisticación de un pueblo sin historia; ambas, igualmente nefastas, la primera, más sutil, invisible, perfecta. En ambas, se invoca la persistencia inmaculada de condiciones que favorece a unos en contra de otros; en la primera, no es necesario reprimir la memoria, más bien, se impone levemente un sucedáneo de historia, perfectamente neutra, inocua, lánguida. Es una historia repetida por señoras y señores decentes, una historia que si no es aceptada por alguno, no es más que por su ingente capacidad para odiar e incapacidad para adaptarse a los tiempos. Por bien, el presente se resiste a cualquier olvido o desprecio; aunque pasemos años, incluso siglos, intentando desmontarlo, más temprano que tarde, no nos quedará más que decir: hoy, es presencia.   

 

 

Sebastián Claro

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