Desdoblándose para dotar sus palabras de algún tinte de credibilidad, afectada como se sabe por su propia obra y la de sus antecesores, la ex presidenta no concita en la gente la explosión de júbilo que creía la esperaba.
De a poco, se comienza a develar de entre la sombras el magnífico engaño a que fue sometida la gente durante los veinte años de la Concertación. Cada uno de esos días fue usado para mentirle a la gente, que, sometida a los efectos del shock de la dictadura, había perdido su capacidad de reacción, y se disponía a creer cualquier cosa que fuera distinta.
Cada uno de los ministros, subsecretarios, diputados y senadores vivieron estos veinte años en la más absoluta tranquilidad, convencidos que el sistema funcionaba a la perfección y que lo suyo correspondía a intentar mejoras superficiales, parecidas a lo que la gente quería.
En el discurso de Bachelet, campean los responsables de aquello que no se pudo hacer, y por extensión, lo que no pudieron hacer sus anteriores colegas: la oposición de la derecha en el Congreso. Ha quedado demostrado que jamás fue así y que sólo medió la mezquindad ruin de los nuevos poderosos.
Con su desprestigio que avanza a pasos agigantados, la ex presidenta no navega en la taza de leche que le prometieron sus manejadores. Al contrario, se encontró con un mar más que encrespado, en el que intenta, penosamente, la misma técnica de flotación de sus antepasados: prometer, ofrecer, comprometerse, sabiendo de antemano, que para cada cosa que dice que hará, va a tener una buena explicación para cuando no la haga.
Por otra parte, la ex presidenta sabe que sus ofertas gozan de una extraordinaria invulnerabilidad: la impunidad. En un cuarto de siglo los actores de la política han sobrevivido en un mundo en que es posible decir lo que se les ocurra porque nada de eso tendrá algún tipo de punición.
Mienta, desfalque, ofrezca, prometa, jure, advierta, proponga, y después haga lo que se le dé la gana. No le va a pasar nada. Ninguno de los ofendidos, tendrá acceso jamás a los mecanismos que castigan esa manera de hacer política, entre otras cosas, porque ni siquiera existen.
Finalmente, la Concertación llegó a ser tal como eran sus otrora enemigos. La ósmosis en la cual vivieron durante estos años estos antiguos contradictores, permitió esa fascinación por el poder, la levitación fantástica en el mágico brillo del dinero, todo lo soñado al alcance de los deseos. Y la franca revisión de las antiguas ideas rebeldes que ya no servirían.
Bachelet marca con su estilo y personalidad, la imagen franca de la decadencia de un proyecto político que se apolilló en el tiempo. Que no fue capaz de reproducirse porque esa cultura remedada de sus verdaderos dueños es necesariamente estéril. Y para reverdecer consignas y perfiles, ha debido buscar en los extremistas de antes, una cierta dosis de sangre nueva que los muestre como innovadores que superaron la gerontocracia.
En la otra vereda, con todo, palpita trastabillando el anuncio de algo nuevo que necesariamente superará este largo momento gris y amargo en el cual la traición se instaló por tanto tiempo. Aunque sus promotores se demoren un poco.
Habrá de madurar esta explosión necesaria. Tendrá que juntarse aún más encono y contradicción. Habrá que equivocarse muchas veces más. Habrá de pasar mucha más sangre por debajo de los puentes, pero en algún momento se alinearán los planetas para dar paso a la fuerza inconmensurable de toda la gente, al amparo de una sola consigna que pase por sobre los personalismos y los intereses enanos.
Y por allá lejos quedará la escoria flotante de los actuales mandamases, entretenida en contar historias y haberes.
La imagen de la Concertación se refleja en la cara de su abanderada selecta. Turbada, incierta, amenazada con las sombras de las arrugas definitivas, triste, tensa, vacilante, molesta, incómoda, malquerida, intentando un rebrote milagroso de sus esquejes quebradizos y avejentados, apostando a la suerte como los tahúres trasnochados.