Sólo un proceso constituyente que culmine en la elección ciudadana directa de delegados a una Asamblea Constituyente podrá darle la legitimidad necesaria a la redacción de una nueva Constitución que reemplace la de la dictadura. Este proceso debe ser de carácter ciudadano-popular, participativo e informado.
La constitución actual fue cocinada entre gallos y medianoche a fines de los setenta por Jaime Guzmán y sus constitucionalistas conservadores. Ahí están plasmadas las bases del orden político institucional impuesto a sangre y fuego en septiembre de 1973 y, quedó enmarcado el modelo económico neoliberal con su Estado ad hoc; sistema de dominación administrado luego por la Concertación.
Tanto en el espíritu como en la letra la Constitución actual es autoritaria e incluso totalitaria. Su objetivo central es impedir el ejercicio de la Libertad Constituyente del pueblo ciudadano. Esto es modificarla o cambiarla por mayoría simple desde el Congreso o, por una iniciativa popular después de recolección de un número cuerdo de firmas para proponer reformas a la actual o mecanismos de reemplazo.
El Congreso, la institución clave productora de leyes no es una institución de democracia plena pues no es elegido según un modo proporcional con cifra repartidora.
Ahora bien, estos años de movilizaciones sociales han sido fructuosos en aprendizaje político. Ya no sólo constitucionalistas versados en el tema consideran que la Constitución chilena es ilegítima y “tramposa” y que hay que cambiarla “por las buenas o por las malas”. Cada vez más hace sentido a amplias mayoría ciudadanas que son ellas mismas quienes deben decidir de forma democrática qué modelo de Estado y de país desean. Esta exigencia es parte de un proceso de construcción de contra-hegemonía popular desde abajo.
En efecto, en este nuevo ciclo de movilizaciones y luchas sociopolíticas ha quedado en evidencia para amplios sectores ciudadanos que los problemas de orden político, cultural, social, económico, ecológico, de género y de pueblos engendrados por la Constitución pinochetista del ochenta sólo pueden resolverse en el marco de una nueva Constitución. Así como también el que su gestación no debe estar contaminada, ni por los intereses de la oligarquía económica neoliberal dueña del país, ni por la lógica política antidemocrática del duopolio binominal que se enseñorea en el régimen político.
Para ambos sectores políticos hegemónicos, la actual Constitución es una casamata que les garantiza privilegios al excluir a la mayoría ciudadana, los trabajadores y los movimientos sociales del control efectivo de los “representantes” electos y de la participación en instancias de ejercicio del poder político. Por lo mismo, debemos ser conscientes que un nuevo ordenamiento económico, social, jurídico y político que responda y presente alternativa a la inercia, al desfase institucional y a la crisis de la representación será el resultado de un proceso de autoorganización y movilización social continuada. Sólo con una ciudadanía decidida, movimientos sociales amplios, trabajadores organizados, pueblos activos y participativos en la calle será posible lograr dotarse de instituciones que respondan a las lógicas y necesidades populares.
La experiencia nos indica que la anterior no ha sido ni será la opción de la candidatura de M. Bachelet ni de su eventual Gobierno. Lo peor es crearse falsas ilusiones y auto defraudarse. Como ocurrió a fines de los ochenta cuando la Concertación se apropió de la victoria del movimiento ciudadano pluriclasista que significó la derrota de la dictadura, cerrando el ciclo contrarrevolucionario iniciado en septiembre 1973 y convirtiendo aquel triunfo ciudadano contra Pinochet en otra derrota política —la transición pactada— para el campo popular.
Las limitaciones de la comisión constitucional bacheletista
Veamos. En el seno de la comisión constitucional concertacionista presentada por Michelle Bachelet para discutir sobre el tema hay al menos dos eminentes constitucionalistas que militan y/o representan al dúo de partidos pilares del orden dominante: el Partido Socialista, en el que milita Fernando Atria y, la Democracia Cristiana, colectividad de Pablo Ruiz-Tagle. Y, como lo expresan ellos mismos y sus discípulos, ambos académicos, pese a ubicarse en escuelas constitucionalistas diferentes, son demócratas progresistas críticos de la Constitución pinochetista. Además, nunca han sido sostenedores de la tesis del patriarca PPD Ricardo Lagos que pretende que gracias a su firma, “Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile”.
No obstante, los debates acerca de los mecanismos para dotarse de una Carta democrática y de cómo desamarrar los nudos del régimen político postdictadura, además de enfrentar los efectos del modelo en el plano de la distribución desigual de la riqueza, la destrucción del medio ambiente y la negación de derechos sociales fundamentales, hay que sacarlos del comité restringido de expertos constitucionalistas. La razón: por muy competentes y ardientes demócratas que sean, discuten de mecanismos, normas, instituciones y de aspiraciones ciudadanas de bien vivir juntos encerrados entre cuatro paredes.
Distinto sería si desde esta comisión bacheletista sale un llamado claro a movilizarse en la calle por una Asamblea Constituyente, única forma de imponerla de facto si se es demócrata consecuente.
Lo que nos obliga a suponer —para no ser ingenuos— que de la comisión no saldrán más que posiciones consensuadas, después de acatar “recomendaciones” puesto que los comisionados estarán sutilmente presionados para pensar en y con el esquema de creencias y/o la cultura política de las cúpulas de sus partidos respectivos. Esto es, el temor a un proceso popular que los rebase y que sea incontrolable por ellos. Que les cree problemas de “ingobernabilidad” y de tensión del paradigma de cogobierno con las ultraderechas.
Lo más probable es que de todas maneras va a decidir la nomenklatura concertacionista.
Tal como lo expresó el diputado DC Jorge Burgos en entrevista a El Mercurio del domingo 28/04: “De alguna manera, el 30 de junio la conversación programática comienza de nuevo sobre ciertas bases […] hay que reconversar una serie de temas porque en materia constitucional, si las propuestas van por la línea indicada por uno de los miembros de Asamblea Constituyente, vamos a tener equipos que van a querer conversar sobre ese tema, la reforma educacional también”. Dicho en forma clara, la Asamblea Constituyente no será aceptada por la jerarquía DC.
Y en esas “reconversaciones” se impondrá (el pragmatismo de “en la medida de lo posible” obliga) la postura del ala conservadora, pro neoliberal del establishment concertacionista. Así fue y así será. Con Bachelet fue la política del todo es acuerdo consensuado con la ultraderecha y los empresarios. Así como del laissez faire en sus campos de competencia respectivos a Velasco, Pérez Yoma-Harboe, Viera Gallo y Escalona y otros (en el campo ambiental el caso AES Gener-Termoeléctrica Campiche es un ejemplo). Es muy difícil sostener que Bachelet imponga políticas de ruptura con las del núcleo continuista. No hay pruebas de ello.
Ya sabemos que el dirigente PS Camilo Escalona se opone a trabajar por convocar una Asamblea Constituyente, es puro “opio”, ha dicho. Y los conspicuos DCés, correligionarios de Pablo Ruis-Tagle, Genaro Arriagada, los hermanos Walker y Andrés Zaldívar, también la rechazan. Éste último, connotado pro golpista en el 70-73, reciclado más tarde en Ministro del gabinete del comienzo del Gobierno de M. Bachelet, afirmó con un desparpajo propio de un político arrogante que “el poder constituyente está en el Congreso”. Le salía al paso a las declaraciones de Fernando Atria acerca de cambiar la Constitución apelando a la ciudadanía, abundantemente citadas en los medios dominantes.
El Partido Comunista tampoco considera que sea el momento de impulsar un proceso constituyente. Hacerlo lo obligaría a plantearse una política que no es necesariamente la determinada por un pacto programático con la Concertación y le movería el escenario electoral en el cual está completamente inmerso.
Constitución impuesta versus Proceso Constituyente
Cada vez hay más acuerdo al respecto. Chile necesita una nueva constitución generada democráticamente. No se puede estar en desacuerdo con la virtud, pero la Asamblea Constituyente que deberá deliberar para plasmar por escrito una nueva Constitución es un hito — quizás el más importante entre otros— de esa vía para dotarse de instituciones de base que garanticen la igualdad social y las libertades colectivas. Así como los derechos humanos y sociales que impidan la explotación y prerrogativas que garanticen una democracia participativa, directa y el control ciudadano de las instituciones y de los representantes. Es el proceso el que hay que echar a andar. Con movilizaciones sociales. Es la vía popular a la constituyente. Es el ejercicio pleno y en toda libertad del poder constituyente del pueblo ciudadano y trabajador.
El derecho constitucional no es una ciencia ni menos es neutro, aunque los expertos constitucionalistas utilicen una jerga especializada y teorías alambicadas para esconder las diferentes concepciones jurídico-filosóficas. Siempre hay maneras de simplificar las posturas para mostrar lo que está en juego. Detrás de los conflictos entre los constitucionalistas hay posiciones políticas divergentes y a veces antagónicas que corresponden a conflictos sociales, correlaciones de fuerzas y proyectos de clases opuestos entre sí. Es a esa toma de consciencia que ayuda el inicio de un proceso constituyente. No hay otra senda.
Las derechas creen en una esfera del derecho separada del mundo de las necesidades sociales y de las luchas políticas reales —por lo tanto en constituciones de esa factura. Prefieren, en nombre de un anti-relativismo histórico primario, la inercia de las instituciones a su cambio. Las leyes y la tradición les sirven para imponer la propiedad privada de bienes sociales que son comunes; los “valores” de la “libre” empresa; el orden de la mercancía y la ganancia en un régimen de acumulación del capital por desposesión y arropado con violencia policíaco-militar; el poder político oligárquico; instituciones laborales creadas para mantener en estado de indefensión a los trabajadores y los valores patriarcales de opresión de género. Además de una justicia con un fuerte sello de clase e influenciada por el poder del dinero y por los símbolos del prestigio social.
Por su parte. los políticos de la Concertación del ala socialdemócrata liberal, desconfían profundamente de las formas de expresión del pueblo organizado en movimientos sociales. Sus constitucionalistas vinculan la política y los derechos humanos y sociales, pero nunca van a apelar al pueblo ciudadano para que éste decida en el ejercicio de su poder constituyente con qué instituciones, derechos sociales y formas económicas vivir.
Para evitar que se reproduzcan las aberraciones de la transición pactada entre las elites del duopolio hay que impedir la concentración del poder político, económico, militar e informativo en manos de una trenza de carácter oligárquico.
De manera abstracta se trata de subvertir las bases del sistema a favor de las mayorías, comenzando por sus estructuras jurídico-políticas en crisis de legitimidad institucional en general y de la “representación” en particular. De manera concreta, es una hermosa batalla poder inscribir la palabra gratuidad de bienes públicos otorgados por el Estado, porque son derechos y conquistas sociales (educación, salud, vivienda, pensiones) en una nueva Constitución. Proceso cuyo objetivo es imponer de facto una situación de legitimidad donde será imposible que el sistema y sus elites desconozcan la necesidad de convocar una Asamblea Constituyente.
En doctrina, ser soberano es poder decidir. El poder constituyente es tener la potentia (la fuerza irreductible de resistencia) para no sucumbir a la potestas (el poder elegítimo impuesto). Y la soberanía y el poder constituyente (que no se delega ni se aliena, puesto que como toda potencia “es acto, activo y en acto”(*) son atributos propios del pueblo ciudadano capaz de poner en práctica su libertad constituyente cuando las circunstancias así lo requieren.
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(*) Gilles Deleuze, Spinoza, Philosophie pratique, Paris, Minuit, 1981, p.134