Diciembre 5, 2024

Urnas brasileñas parieron a un Pinochet

 

El país se pregunta qué podrá esperar del gobierno de Jair Bolsonaro, electo presidente la noche del domingo. Sólo una cosa es cierta: nada bueno puede salir de las manos de ese esperpento.

 

 

En todo caso, hay que reconocer que a lo largo de la campaña que lo llevó a la victoria, así como de toda su carrera de político profesional, Bolsonaro ha sido de una coherencia loable, algo raro entre los de su calaña.

 

En ningún momento dejó de exhibir su profundo e irremediable desprecio por la democracia, su racismo, su misoginia, su línea de pensamiento (si cabe la palabra) absolutamente raso y plagado de cualquier tipo de prejuicios.

 

Un troglodita radical, incapaz de comprender la vida más allá de su defensa inquebrantable de la violencia. Un ser totalmente desequilibrado que requiere ayuda sicológica urgentísima.

 

En la campaña defendió la implantación de un programa económico fundamentalista, neoliberal a ultranza, contrariando su defensa anterior –primaria, es verdad, como todo que emana de él– de un estatismo burdo y sin lógica alguna. Luego dio vuelta atrás. De la misma y serena manera con que dio vuelta atrás en anuncios extravagantes, como lo de unir Agricultura y Medio Ambiente en un mismo ministerio, juntando a depredadores de la naturaleza con defensores de lo que todavía existe.

 

Dijo que abandonaría el compromiso ambiental y climático del Acuerdo de París, luego dijo que no sería así. Aseguró que abandonaría, si se diera el caso, a ese antro de comunistas más conocido como Organización de las Naciones Unidas, la misma ONU de la cual Brasil es uno de los fundadores. Luego no volvió a mencionar el tema.

 

Esa entidad diáfana e invisible llamada mercado lo recibió con euforia. Ahora espera, ansiosa, por el programa económico anunciado, de un fundamentalismo neoliberal que haría sonrojar a los más eufóricos defensores de la libertad absoluta del dinero. Frases de Bolsonaro como “¿qué interesa más a los trabajadores, menos derechos y más trabajo, o más derechos y desempleo?’ suenan, a los oídos de esa entidad, como Brahms o Mozart.

 

Nada de eso, sin embargo, tiene real importancia. Los que votaron por él sabían que elegirían una aberración, pues jamás administró siquiera un carrito de paletas hechas con agua contaminada.

 

Lo que realmente importa es lo que vendrá, principalmente del círculo que lo rodea, muy especialmente el quinteto de generales retirados que conformarán el verdadero núcleo de poder en Brasil.

 

La distribución de cargos y puestos tiene, frente a ese escenario, una importancia relativa. Vital será el programa de gobierno elaborado por los generales Augusto Heleno, responsable de la Defensa; Oswaldo Ferreira, de Infraestructura; Alessio Souto, de Educación, Ciencia y Tecnología, y Ricardo Machado, de Aeronáutica.

 

El quinto general se llama Hamilton Mourao, vicepresidente electo, y en las veces que abrió la boca durante la campaña dio sobradas muestras de dos aspectos, ambos preocupantes. Primero: es un troglodita ilustrado. Segundo: es mil veces más articulado y preparado que Bolsonaro, que en el fondo no es más que un bufón histeriquito.

 

En ese quinteto reside la verdadera amenaza que será encabezada por un capitán retirado que ha sido un militar mediocre, que se alejó del ejército luego de planear una serie de atentados (en la ocasión, Bolsonaro declaró que todo fue meticulosamente previsto para no causar víctimas humanas) para exigir aumento de sueldo.

 

Parte del quinteto estaba, hasta hace menos de un año, en activo, lo que abre espacio para calcular la influencia que siguen teniendo sobre sus colegas.

 

El general Souto, por ejemplo, ya anunció que pretende incluir en el sistema educativo el creacionismo, dejando a Darwin en segundo plano. Y que los libros que hablen de la dictadura (implantada entre 1964 y 1981) serán prohibidos en las escuelas. Dijo también, entre otras perlas, que no ve mucha razón para que se concedan tantos recursos a la investigación en el área de las ciencias humanas.

 

Todo lo que sea más retrógrado, más bizarro, más absurdo, está alrededor de Bolsonaro. Su vicepresidente ya defendió que, si se da el caso, un presidente aplique, con respaldo de las fuerzas armadas, un autogolpe con tal de retomar la normalidad.

 

El domingo, 39 por ciento del total de brasileños con derecho a votar eligieron a Jair Bolsonaro. Otro 31 por ciento optó por Fernando Haddad. Hubo 28.5 por ciento del electorado –42 millones cien mil brasileños– que optaron por anular su voto, abstenerse o dejar la boleta en blanco. Con eso, Bolsonaro obtuvo 39 por ciento de respaldo. Otro 61 por ciento prefirió rechazarlo.

 

De todas formas, ganó. Jugando sucio, jugando inmundo, pero ganó.

 

Las urnas de mi país han parido a un Augusto Pinochet. A ver qué pasa; a ver cuál será la dimensión del desastre, cuál la duración del derrumbe, y principalmente, cuál será el precio que las futuras generaciones pagarán por semejante catástrofe.

 

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