Diciembre 4, 2024

Entrevista a Joan Garcés sobre la detención de Pinochet en Londres

Este 16 de octubre se cumplen veinte años del arresto de Pinochet en The London Clinic, suceso que determinó el quiebre de un modelo de impunidad, el derrumbe cultural del pinochetismo y, de paso, el nombre de esta revista. El abogado querellante detrás del caso, para colmo de simbolismos, era Joan Garcés (Valencia, 1944), el asesor más cercano a Allende durante su gobierno y a quien el 11 de septiembre, momentos antes del bombardeo, el presidente le ordenó salir de La Moneda para ser quien contara al mundo la historia que empezaba a terminarse.

 

Tras abandonar el país con la ayuda del embajador de España (en un avión para 150 personas que cruzó el Atlántico con tres pasajeros a bordo), Garcés escribió libros y dictó conferencias para cumplir con la misión que le había salvado la vida; a Chile, sin embargo, nunca quiso volver. El aniversario del caso Pinochet, pero sobre todo, la reaparición de los debates en torno al contexto histórico del Golpe, lo convencieron de romper su habitual mutismo para con la prensa chilena y relatar in extenso su versión de la historia. Una versión siempre incisiva, anclada en horas dramáticas, que le seguirá reportando a Garcés la admiración de unos y la antipatía de otros, pero sin que nadie pueda negarle su condición de testigo privilegiado.

 

 

Muchos chilenos recuerdan su sensación de incredulidad al escuchar por primera vez que Pinochet estaba arrestado en Londres. Era demasiado bueno –o demasiado malo− para ser cierto. ¿Usted sintió lo mismo?

 

−No, porque yo mismo había firmado, en la víspera, la petición que permitió al juzgado ordenar su detención.

 

¿Pero de verdad pensaba que eso iba a resultar?

−Preparamos el caso para que fuera así. Yo firmé la primera querella −en nombre de la Fundación española Presidente Allende− el 4 de julio de 1996, de modo que ya habíamos reunido pruebas suficientes para sostener una acusación. El juicio a Pinochet fue la consecuencia de dos factores principales, pero el primero es la lucha cívica de la sociedad chilena y de las víctimas de la represión, que no se resignaron a esa represión y combatieron la dictadura con los recursos que la ley les ofrecía y que los tribunales les negaban. Ese esfuerzo de coordinación, muy propio de la cultura política que tenían en Chile los sectores populares, fue documentado y quedó archivado en centros como la Vicaría de la Solidaridad. Fue esa información −ya que los tribunales chilenos persistían en amparar la impunidad− la que pusieron a mi disposición y, a través mío, de los tribunales europeos.

 

¿Y cuál fue el segundo factor?

−Que la Guerra Fría había terminado. A eso Pinochet le temía: él era un engendro de la Guerra Fría, y quienes lo habían procreado y amparado ya no tenían el poder suficiente para impedir que los tribunales hicieran su trabajo.

 

Por esos días, corrió en algunos medios la versión de que Pinochet había dicho “qué pena que no fusiláramos a ese Garcés”. ¿Sabe qué veracidad tiene esa frase?

−Lo que yo sé, porque me lo dijo quien lo escuchó, es que cuando le informaron que estaba detenido su primera reacción fue enviarme un pensamiento.

 

En la misma clínica…

Claro. La persona que le traducía las palabras del comisario de Scotland Yard, le escuchó decir: “Es Joan Garcés…”.

 

Lo tenía identificado.

−Sí. En cuanto a la frase que usted menciona, si es que la dijo habría sido un deseo freudiano, puesto que yo nunca estuve a disposición de este señor en Chile. Siempre he sido un hombre libre.

 

Mientras Pinochet estuvo en Londres, ¿qué rol jugó usted? ¿O ya había hecho su parte?

−Durante los 503 días de arresto estuvimos reuniendo más testimonios y pruebas, que debíamos adaptar a las circunstancias políticas y a las exigencias procesales de España, el Reino Unido, Estados Unidos y otros países. Así que fueron meses de muchísimo trabajo, pero pude contar con muchos y excelentes amigos en Chile −entre ellos don Víctor Pey− y donde fue necesario. Y también tuve que enfrentar la hostilidad de dirigentes en Chile y España, de conservadores en Inglaterra, en Estados Unidos y en el Vaticano, de servicios secretos, de organizaciones de empresarios y un largo etcétera.

 

¿Cuánto pesaban las gestiones en contra del gobierno chileno?

−Esas gestiones no fueron ninguna sorpresa. El entonces presidente era hijo de Frei Montalva, cuya responsabilidad en impulsar la insurrección militar estuvo clara para mí desde antes del 11 de septiembre de 1973. Pero esa petición de inmunidad, dada la gravedad de los delitos cometidos, fue derrotada ante la Cámara de los Lores. Y el 9 de octubre de 1999, la corte de Bow Street accedió a la extradición a España. Sin embargo, los gobiernos de Frei en Chile y de Aznar en España ingeniaron la estratagema de los exámenes médicos, un fraude del que se enorgullece el entonces canciller Insulza. En mayo de 2016, compartí una emisión radial de la BBC con Jack Straw [ministro del Interior que liberó a Pinochet por razones humanitarias] y él afirmó que había sido engañado.

 

¿Y usted le creyó?

−En mi presencia, hablando para la radio, dijo que se puso furioso cuando se dio cuenta del fraude en que lo envolvieron. Y lo repitió en un documental que TVN difundió en diciembre de 2016.

 

¿Cree que la imagen de Pinochet detenido, fingiendo demencia, expuesto al mundo como un criminal, de alguna manera cierra un círculo que abre Allende con su último discurso?

−No. Lo que empieza a cerrar es el paréntesis de la impunidad de esa dictadura, que hasta aquel momento seguía siendo absoluta: el dictador se sentaba en el Senado, los tribunales no investigaban los crímenes y el establishment político y económico le llamaba a eso “normalidad”.

 

Y en su caso personal, ¿se sentía cumpliendo con la misión que le dio Allende cuando le ordenó salir de La Moneda?

−Se ha dicho eso, pero no. Lo que sí sentía era mucha responsabilidad, por lo que esto significaba para un pueblo que fue sometido a una represión física y social inhumana. Tenga en cuenta además que mis mejores amigos en Chile habían sido detenidos, torturados y muchos de ellos asesinados. En consecuencia, ayudar a la sociedad chilena a fracturar el muro de impunidad que protegía al principal responsable era un imperativo categórico, no una misión personal. Y también sentía mucha responsabilidad por lo que esto podía implicar como precedente internacional. Aquí no estaba en juego un solo caso, era algo mucho más trascendente. Hubo que esperar miles de años, hasta los juicios de Nüremberg (1945-46), para que los más altos responsables de un Estado fueran juzgados por crímenes de lesa humanidad. Pero desde Nüremberg, por las circunstancias de la Guerra Fría, no hubo ningún otro juicio semejante hasta la detención de este personaje. De modo que estábamos rompiendo un paréntesis de impunidad de medio siglo, y el efecto de bola de nieve se extiende hasta hoy. Los grandes criminales tenían más fácil su impunidad antes de ese juicio que después.

 

EDWARDS, KISSINGER, FREI

Como sabe, la disputa por el Museo de la Memoria reinstaló en Chile el debate sobre el contexto histórico del Golpe. ¿Cree que indagar en ese contexto arrojaría un cuadro de responsabilidades compartidas sobre el quiebre de la democracia?

−Eso va a depender de cómo se aborde ese contexto: buscando los factores históricos de mayor alcance o desviando la atención hacia detalles que no tienen el relieve que les gustaría a algunos para poder justificar lo que hicieron. Porque los actores más poderosos detrás del golpe deciden prepararlo cuando Allende ni siquiera ha asumido el gobierno, de modo que eso es lo primero que una lectura histórica necesita explicar. ¿Y qué nos muestra la historia al respecto? Que la Unidad Popular (UP) se enfrentó a una corriente autoritaria −y cuando se requirió, dictatorial− de muy larga data en la sociedad chilena. Un ejemplo simbólico: en 1936 y 1937, tras la sublevación militar de las derechas en España, el gobierno de la República denunció ante la Sociedad de las Naciones la intervención de la Alemania nazi y la Italia fascista en sus asuntos internos; y quien encabezó allí el frente diplomático favorable a los golpistas fue el representante de Chile, que se llamaba Agustín Edwards. Y es un Agustín Edwards [nieto de aquel] quien en septiembre de 1970, una semana después de que Allende ganara las elecciones, corre a Washington a pedir un golpe militar contra el sistema democrático chileno, el más desarrollado que existía en el mundo hispánico en aquellos años. Ahí ve usted simbolizada la continuidad de esa corriente…

 

Como apunte historiográfico, esa secuencia podría empezar antes, con Agustín Edwards Ross financiando la sublevación contra Balmaceda.

−Bueno, esa vieja corriente fue la que activó la dinámica golpista sin esperar a que el gobierno comenzara. Fracasa en octubre del 70, cuando el general Schneider se opone al golpe al precio de su vida; fracasa en los tres años siguientes porque el núcleo constitucionalista de las FF.AA. no sigue las instrucciones de esos centros de poder; y finalmente prospera el 11 de septiembre por la traición del jefe del Ejército, que hasta horas antes se alineaba con los constitucionalistas y deja sin defensa al gobierno. Y un segundo factor histórico insoslayable es el internacional, la Guerra Fría. Porque es el gobierno de Nixon el que acoge la petición de Edwards y financia las campañas de odio –con las hoy llamadas fake news− y otras tantas operaciones encubiertas a las que William Colby, entonces director de la CIA, califica en sus memorias como el plan de desestabilización más sofisticado que Estados Unidos había aplicado en el mundo para derrocar a un gobierno democrático.

 

En su libro Soberanos e intervenidos (1996, reeditado en 2012), usted compila casi un centenar de evidencias desclasificadas para mostrar cómo Estados Unidos intervino la democracia chilena desde 1945 en adelante.

−Sí, es una larga secuencia de control externo. Pero es importante no identificar el golpe del 73 con Estados Unidos como un todo: fueron sus grupos de poder más conservadores que, trágicamente para Chile, ganaron las elecciones de 1968 y 1972. Lo que pudo ser y no fue, nunca se sabrá, pero reemplace usted a Nixon y Kissinger por dos líderes demócratas de entonces y la historia de Chile habría sido otra, sin ninguna duda. El Partido Demócrata nunca apoyó un golpe contra Allende. Algunos de sus altos dirigentes, a los que yo conocí, incluso intentaron atajarlo, iniciando investigaciones en el Senado para exponer a tiempo la intervención de Nixon. Digamos, de paso, que gracias al Congreso de Estados Unidos es que hoy tenemos documentada esa intervención, porque el Congreso chileno no se ha interesado en investigarla.

 

Roger Morris, asesor de Kissinger hasta el año 70, cuenta que en ese momento “se sucedían cataclismos en todo el mundo, pero sólo Chile asustaba a Henry”. ¿Por qué metíamos tanto miedo?

−Porque el proceso chileno amenazaba todo su esquema político de la Guerra Fría, según el cual “socialismo” era sinónimo de estalinismo y dictadura. En Chile, transición al socialismo significaba más democracia política y económica, ejercicio efectivo de las libertades civiles. La libertad de prensa era absoluta en el Chile de Allende. Y la separación de poderes, real. Por lo mismo, el proceso era seguido con muchísimo interés por las izquierdas democráticas de Europa, y ese era el peligro que angustiaba a Kissinger: que así como la chilena, las izquierdas llegaran al poder en países importantes de la OTAN, como Francia e Italia.

 

Visto así, ¿el gobierno no supo leer la situación o el 11 de septiembre era un destino inevitable?

−No, no era inevitable. Se cruzaron factores internos y externos que no tenían por qué haberse dado, tal como podrían haberse dado antes, o después, o nunca. La prueba es que el mismo día 11, en un acto público en la Universidad Técnica del Estado, el presidente iba a convocar a los chilenos a las urnas para decidir qué camino elegían: el que ofrecía la oposición desde el Congreso o el que ofrecía el gobierno desde el Ejecutivo. Y el intento de golpe que preparaban antiguos edecanes de Eduardo Frei, los generales Arellano y Bonilla, no estaba previsto para el 11. Pero el domingo 9, el presidente les informa a Pinochet y al general Urbina, inspector general del Ejército, que va a convocar a un plebiscito. Y es entonces cuando, por primera vez en la historia de Chile, el jefe del Ejército traiciona a un presidente de la República, y un almirante a su Comandante en Jefe, y un carabinero a su Director General. Otro factor coyuntural sin el cual no se explica ese desenlace ocurre en mayo del 73, cuando el sector de Aylwin y Frei toma el control de la Democracia Cristiana (DC), desplazando al sector de Fuentealba, Reyes, Leighton y Tomic.

 

Si alguien queda mal parado en sus libros, es Frei Montalva.

−Lo que puedo asegurarle es que esa nueva dirección de la DC asumió con la idea de crear las condiciones políticas para una sedición. No le quepa ninguna duda, son hechos y personas que yo conocí bien. Y ese dilema interno en la DC quedó bien reflejado en las primeras reacciones al golpe: mientras Frei está difundiendo por el mundo un mensaje de apoyo, Leighton, Andrés Aylwin y otros lo están condenando.

 

¿Allende aborrecía a Frei?

−No, de ninguna manera. Fueron muy amigos hasta las elecciones del año 64, cuando Allende, precisamente por esa larga amistad, le reprochó a Frei que hubiera tolerado una campaña de propaganda negra contra él. Eso entre amigos no se hace, entendía Allende. Pero le puedo contar que el año 72, Frei había vuelto de un viaje a Yugoslavia, donde había criticado el proceso chileno, y alguna prensa decía que le estaban amenazando por ello. Y yo estaba presente cuando Allende, en Cerro Castillo, tomó el teléfono y dijo “pónganme con Eduardo Frei”. Conversaron amistosamente y recuerdo esta frase de Allende: “Eduardo, tu seguridad me preocupa más que la mía”, así que dispuso medidas de protección. Allende distinguía lo personal de lo político, respetaba las discrepancias… si bien esa discrepancia fue cada vez más aguda en 1973. Frei, presidente del Senado desde marzo, auspiciaba la sedición y Allende lo sabía.

 

Eso es más que una discrepancia…

−Sí, pero la respuesta de Allende no fue emprender ataques personales contra Frei. Denunciaba las posiciones sediciosas en términos políticos. Cuando tuvo lugar una intentona militar contra el gobierno de Frei el año 69 [el “tacnazo”], Allende es presidente del Senado y la condena en público de inmediato, pese a que le había retirado la palabra a Frei desde 1964. Compare eso con la posición de Frei desde el año 70, empujando desde las sombras a una insurrección armada. E indudablemente, saber que contaban con el acuerdo de Frei y de la dirección democratacristiana de Aylwin estimuló a algunos de los conspiradores. Por lo demás, ya en septiembre del 70, cuando la DC le pide a Allende que suscriba las “garantías constitucionales” para ratificarlo en el Congreso, ese sector del partido incluye la única medida que Allende no acepta: que el presidente no pudiera remover a los generales y almirantes. Ahí tuvieron que ceder, porque la respuesta de Allende fue categórica: prefiero no ser presidente a renunciar a una facultad constitutiva de la República que han tenido todos los presidentes de Chile. Pero usted ve que ya el año 70 ese sector de la DC está pensando en los militares para oponerlos al gobierno elegido en las urnas.

 

LAS DECISIONES DE ALLENDE

¿Cómo conoció a Allende?

−Yo llegué a Chile el año 68, atraído por su historia, sobre la que estaba realizando una tesis doctoral. Allende preparaba su reelección senatorial y lo acompañé en algunos viajes por el sur, conversando –y coincidiendo− acerca de la realidad política y la historia de Chile. De manera que a comienzos del 70, cuando lo eligen candidato único de la izquierda, me escribió a Europa invitándome a poner en práctica las ideas que compartíamos. A mediados de julio, tras defender en Sciences Po y en La Sorbona aquella tesis doctoral –donde sostenía que Allende podía ganar en septiembre−, partí a Chile.

 

En sus relatos, usted muestra a Allende enfrentado a las mayores encrucijadas, pero nunca dudando. ¿No lo recuerda atravesado por momentos de duda?

−¿Dudas sobre qué?

 

Sobre qué hacer.

−Bueno, Allende era un político hábil, hablaban de su “muñeca”, por consiguiente era un hombre flexible. Pero con convicciones muy arraigadas. Si usted lee sus intervenciones públicas de los años 30 y 40, notará una gran continuidad con sus planteamientos durante el gobierno tres décadas después. Y cuál era el núcleo duro de ese pensamiento: lealtad al pueblo chileno y compromiso de cambiar las estructuras que le reprimían cultural, social y económicamente. Si el pueblo lo respaldaba, cumpliría su compromiso; si no, seguiría trabajando para convencerle de esos cambios. Ese sentido de la lealtad le orienta hasta su última hora el 11 de septiembre, en que al tiempo que opone a los amotinados su propia vida, exhorta a los trabajadores a defender su dignidad y derechos sin dejarse masacrar.

 

La principal autocrítica de la izquierda, como lección a sacar a esos años, ha sido que no se puede hacer cambios tan drásticos sin una mayoría política y social. ¿Está de acuerdo con que ese fue un error?

−Eso hay que ponerlo en su justa proporción, distinguiendo aquella realidad histórica de la reconstrucción a posteriori, tras la supresión de la libertad de prensa y el pluralismo informativo. Un ejemplo: la medida que más seriamente desafió a las empresas multinacionales, la nacionalización de la gran minería del cobre, fue apoyada por la totalidad de los senadores y diputados en el Congreso. ¡Estaba la nación entera detrás de esa medida! Y sin embargo, la administración Nixon decidió imponerle a Chile un castigo ejemplarizante.

 

Aunque usted retrata a Allende bastante abrumado por la dificultad de alinear a sus filas con medidas que parecían urgentes, como el llamado a plebiscito o el acuerdo con la DC. Sobre todo al PS, que aparece como un permanente dolor de cabeza.

−Sí, eso es verdad. Pero así era hasta entonces la tradición política chilena, de mucho debate interno en los partidos. Es la historia del Partido Radical desde el siglo XIX, de los partidos obreros y populares en el siglo XX: agudos debates políticos que incluso provocaban escisiones. Y el mismo Allende protagonizó esos debates desde los años 30, de modo que sabía cómo lidiar con ellos.

 

¿Cuánto pesaba en Allende la experiencia traumática de González Videla –su traición al PC con la “Ley maldita”− como para inhibirlo de pasar por encima del PS?

−No solamente en Allende: toda la izquierda chilena está marcada en esos años por esa experiencia. Cada vez que Allende fue proclamado candidato, desde el año 52 hasta el 70, se recordaba la deslealtad de González Videla −que declaró ilegal a un partido de su coalición− como algo a evitar. Y en la coyuntura de 1973, la realidad es que la dirección del PS no aceptaba ningún tipo de acuerdo con la DC. Pero Allende, conociendo el riesgo de que el PS se retirara del gobierno, buscó ese acuerdo hasta el último momento. En la segunda mitad de agosto de 1973, después de una reunión con Aylwin, me dijo “estos son los seis puntos que piden, deme su opinión”. Y yo le entregué un análisis favorable al acuerdo que él llevó en la carpeta que le mostró a Aylwin en la última reunión que sostuvieron. En 1997, yo conversé con Aylwin en Madrid –le invité a ser testigo en el proceso judicial en curso contra Pinochet, a lo que se negó− y él recordaba muy bien la carpeta que le había mostrado Allende.

 

La versión de Aylwin en los 80 era que el PS no le dio le pasada a Carlos Briones [ministro del Interior] para avanzar con esos acuerdos.

−En la noche del 10 al 11 de septiembre, sostuvimos una reunión en Tomás Moro que terminó hacia la una y media de la madrugada. Además del presidente, estaban Orlando Letelier, Augusto Olivares y Carlos Briones. Y Briones llegó con unas hojas y dijo “aquí tengo el acuerdo de la DC”.

 

Otra cosa que el PS demoró fue el llamado a plebiscito.

−El plebiscito encontró apoyo en un partido de la UP, el PC, que pasado el mediodía del lunes 10 de septiembre entregó en La Moneda el acuerdo por escrito de su dirección. Con ese respaldo el presidente se dispuso a anunciarlo en la cadena nacional previamente fijada para esa tarde, la que se aplazó para hacerla coincidir con el discurso del martes 11 en la Universidad Técnica del Estado.

 

¿Cuál iba a ser la pregunta específica del plebiscito?

−Se iba a someter a consulta una reestructuración del Estado para adaptarlo a la dinámica social y económica en curso, según el proyecto de Constitución elaborado en 1972 por una comisión que, acogiendo una propuesta que yo hice, el presidente nombró a ese efecto.

 

Un detalle llamativo de ese proyecto es que conservaba la Cámara de Diputados pero reemplazaba al Senado por una Cámara de los Trabajadores, elegida sólo con el voto de los trabajadores. ¿Diría que el concepto de democracia que manejaba la UP era diferente al que predomina hoy?

−El concepto de “trabajadores” en ese proyecto de Constitución comprendía a más del 80% de los electores, y cualquier ciudadano podía ser candidato. Esa cámara adaptaba, a la necesaria hegemonía de los trabajadores en la transición al socialismo, lo que fue el Senado conservador en el siglo XIX. Es decir, una cámara que la clase dominante de Chile mantuvo durante el siglo XIX y comienzos del XX para asegurar su hegemonía en el Legislativo. Yo adapté esa enseñanza de la historia de Chile para que los trabajadores, bajo esa amplia definición, pudieran tener la iniciativa legislativa por cauces democráticos representativos. Esa idea fue aprobada por el presidente, por los partidos de gobierno −que estaban representados en la comisión− y también por los comandantes en jefe del Ejército, la Marina y la Aviación, que recibieron una copia del proyecto. Y por la dirección de la CUT. En el último trimestre de 1972, era un proyecto perfectamente viable, siempre y cuando fuera respaldado en las urnas.

 

Y si perdían el plebiscito que se iba a anunciar el 11, Allende renunciaba y adelantaba elecciones, ¿no?

−Bueno, en la noche del 10, Orlando Letelier decía convencido: “Lo vamos a ganar”. Pero en caso contrario, las alternativas que usted menciona Allende las tenía ya asumidas. A fines de agosto nos había pedido a personas de su confianza, independientes de los partidos –Gonzalo Martner, ministro de Planificación, Pedro Vuskovic, presidente de Corfo, y yo−, que estudiáramos si era o no conveniente para Chile que dimitiera y anticipara elecciones presidenciales.

 

¿Y él ya tenía candidato para esas posibles elecciones?

−No, porque a los partidos de entonces nadie podía ni pensar en imponerles un candidato. Pero él sí observaba qué personas podían reunir una mayoría electoral en aquel contexto. Y pocos días después de que el general Prats dimitiera, me comentaba: “Poca gente entiende por qué he aceptado la dimisión del general Prats, pero dentro de poco será la persona más importante de Chile”. Yo no necesitaba más detalles para entender. Y por cierto, ese posible agrupamiento de los demócratas chilenos en torno de Prats es lo que, en mi parecer, llevó a Pinochet a ordenar asesinarle en 1974 en Buenos Aires, y por igual motivo a Leighton en 1975 en Roma, y a Letelier en 1976 en Washington. Y es posible que el asesinato de Frei Montalva obedeciera al mismo motivo, cuando años después levantó la voz al dictador.

 

Más allá de la legitimidad institucional que tenía el gobierno, y de los poderes que conspiraron contra él, cuesta atribuir a la pura propaganda que tanta gente –la mitad, o algo así− recuerde esos años como un desastre social y económico, y a la izquierda cegada por su retórica. ¿Concede usted, en alguna medida, que el gobierno de la UP haya sido irresponsable?

−Si su pregunta se relaciona con la sedición militar, la respuesta es un no categórico. Y lo que usted llama “pura propaganda”, por cierto, es un programa un poco más articulado y continuado: suprimida la libertad de prensa y todas las libertades civiles, clausurado el Congreso, llenas las cárceles de perseguidos políticos, con miles de personas asesinadas y desaparecidas, otras decenas de miles torturadas y casi treinta años de impunidad absoluta, la sociedad fue sometida a una sistemática campaña psicológica de desinformación por quienes sostuvieron la dictadura y legitiman hoy su legado.

 

“ESO AQUÍ NO PASA”

El viejo argumento a favor del golpe se basa en que buena parte de la izquierda −un sector grande del PS, el MAPU Garretón, el MIR− ya promovía la vía armada, por lo que habría sido cuestión de tiempo que en la UP se impusiera esa tesis.

−Es de nuevo la vieja propaganda de los que empujaron a la sedición. Entre junio y septiembre de 1973 hablaban de que había cubanos en Chile, de milicias armadas y no sé cuántas invenciones más. No había tal. Y Allende tampoco lo hubiera consentido. Recuerdo que en diciembre de 1968, haciendo campaña en Chiloé, me explicaba las razones políticas, sociales y hasta geográficas por las cuales estimaba imposible en Chile la lucha armada que conocían otros países. Y en varias ocasiones, estando yo presente, les recordó a algunos dirigentes de los partidos: “Yo no he sido elegido presidente para llevar a Chile a una guerra civil”. Todas sus decisiones durante esos tres años, hasta la última, son coherentes con esa convicción. De ahí que hubiera decidido abrir a los ciudadanos el camino a las urnas.

 

¿Cuánto le complicaba el MIR?

−El mayor impacto público del MIR era la portada de El Mercurio. El MIR no estaba en el gobierno ni influyó en sus decisiones.

 

En Allende y la experiencia chilena, usted lamenta que no haya existido una política militar ad hoc al proyecto de sociedad, y recuerda haber propuesto sin éxito que se preparara una coordinación entre las FF.AA. y los trabajadores. ¿Era partidario de armar a los civiles?

−No es tan simple. El “ciudadano en armas”, como en Suiza y otros países, es un concepto que requiere organización, jerarquía, dirección política unificada. La idea que yo le propuse al presidente apenas fue elegido, y que él aceptaba –la expuso en un discurso que pronunció en Punta Arenas a fines de 1970, está publicada− era que, anticipando una insurrección contrarrevolucionaria, las organizaciones populares tenían que articular con las FF.AA. del Estado la defensa de la República. Y eso requería una política militar orientada a ese fin, dentro del más estricto respeto a la Constitución, para defenderla en cualquier terreno en caso de necesidad.

 

¿Pero cómo se articulaba esa política entre civiles y militares?

−Eso tenía que ser estudiado con el alto mando militar bajo la dirección política del presidente. Pero la idea no encontró acogida más allá del propio presidente.

¿Por qué?

−Porque en Chile no existía la memoria histórica, que yo sí traía de España, de una insurrección armada contra las instituciones republicanas. Si el día 10 de septiembre de 1973 usted hubiera descrito los crímenes que cometió la dictadura a partir del 11, casi todos le hubieran dicho “oiga, estamos en Chile, eso aquí no pasa”. Yo insistí mucho en ese punto, particularmente desde julio del 73. Y finalmente el presidente lo habló con el general Prats, pero esa política militar debió haberse implementado desde que Allende asumió el cargo. Si ya en octubre de 1970 la derecha había asesinado al Comandante en Jefe del Ejército, con armas ingresadas en la valija diplomática de Estados Unidos.

 

Usted lamenta más de una vez la renuncia de Prats, un hecho decisivo.

−Cuando me enteré de esa dimisión, inmediatamente fui a hablar con el presidente y le manifesté mi sorpresa y desacuerdo. Pero él me contestó: “Sentado ahí −donde estaba yo en ese momento– he visto que el general Prats no está en condiciones de mandar al Ejército”.

 

¿Porque se había desmoronado?

−El asedio psicológico de que era objeto desde hacía meses finalmente había surtido efecto, y el general Prats estaba ese día emocionalmente derrumbado. Él había tomado medidas para evitar eso. Por ejemplo, no iba a recepciones diplomáticas, porque personas en esos ambientes le asediaban para que rompiera la disciplina de las FF.AA. Pero finalmente lo desbordaron en la tercera semana de agosto, cuando estando enfermo, en cama, las mujeres de algunos de sus generales le insultaron en la puerta de su casa. Ahí tuvo que escoger entre imponer su autoridad sobre esos generales o irse. Dimitió. Y cuando el presidente le pregunta qué general no le ofrece dudas respecto de su lealtad al gobierno, responde “mi Jefe de Estado Mayor”, Pinochet. Si hubiera recomendado al general Sepúlveda, o al general Pickering, ambos leales al gobierno y que tenían bajo su mando las tropas en Santiago, Pinochet hubiera pasado a retiro y la historia de Chile habría sido distinta.

 

Sepúlveda y Pickering también dimiten antes del Golpe.

−Pero no antes que Prats. Como ve, el azar condiciona el desenlace de la coyuntura en ese momento. No estaba escrito que Prats se derrumbara, ni que recomendara a un general que, pareciéndole leal, resultaría ser un criminal que se tomó el gobierno junto a una banda de delincuentes y lo detentó mediante el terror. Sin estos hechos, fortuitos, Chile hubiera seguido otro camino, no sabremos cuál. Así los azares interactúan con los factores estructurales.

 

Como pasó la noche del 10 en Tomas Moro, usted vivió el 11 con Allende desde el primer momento y cuenta que él parte a La Moneda convencido de que va a sofocar el golpe.

−Por la información que tiene hasta ese momento. El alto mando de Carabineros, que se mantuvo leal al gobierno hasta el final, le está informando que en Valparaíso se ha amotinado la marinería. Y el general Brady, jefe de la II División del Ejército y de la Guarnición de Santiago, le manifiesta por teléfono la lealtad del Ejército y que va a enviar tropas a Valparaíso. Con esa información es que el presidente ocupó su puesto de mando en La Moneda. Dos horas después, la situación había cambiado. “Tres traidores…”, me comentó en ese momento.

 

¿Por Pinochet, Leigh y Mendoza?

−Sus palabras fueron las dos que le he dicho.

 

¿Y por qué lo elige a usted para salir de La Moneda y contar al mundo cuál ha sido la historia?

−Quizás porque yo era su más directo colaborador personal, quien mejor conocía el por qué y el para qué de las decisiones que él había tomado durante su gobierno.

 

Tengo que preguntarle por qué no ha vuelto nunca más a Chile.

−¿Aún necesita que se lo explique? [Se ríe] Como habrá notado, mi visión de Chile es muy distinta de la que legó la dictadura.

 

La transición española no fue muy distinta, ¿por qué siguió militando en el PSOE?

−Porque no creo en el individualismo. Por muchos años –desde 1975− no compartí la línea de quienes ocuparon la dirección del partido. Pero mi concepción de la democracia y del socialismo, como también habrá notado, tiene muy poco que ver con las políticas de Felipe González y los centros de poder detrás suyo. Lo que trata de hacer la actual dirección de Pedro Sánchez parece mejor: un acuerdo de las izquierdas como base de uno más amplio con el centro que desplace del gobierno a quienes nunca condenaron la dictadura antirrepublicana.

 

¿Y qué es para usted el socialismo, en el año 2018?

−Lo que espero que continúe siendo: una concepción de la sociedad que priorice estructuras de solidaridad, igualdad y dignidad humana, que preserve la naturaleza y supere los instrumentos de destrucciones masivas propios del sistema capitalista. Por cierto, es un horizonte que se aleja a medida que se camina hacia él, con avances y retrocesos, sabiendo que no hay victorias ni derrotas definitivas.

 

 

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