Septiembre 20, 2024

Crimen y castigo

Para Epicuro, “no hay que temer a la muerte con el fin de huir del dolor, pues cuando esto ocurra, seguramente no nos daremos cuenta, pues la muerte es simplemente la no vida”, y el natural temor reside en la agonía. La forma de morir define el sentido de la vida humana.

 

 

Los tiranos en la historia han terminado sus días de distintas maneras: algunos envenenados, método propio de la antigüedad y del renacimiento, otros colgados por su propio pueblo, (Mussolini), A. Hitler se suicidó arrastrando consigo a Alemania – lo sostiene Sebastián Haffner, en su obra Anotaciones sobre Hitler-; Franco y Pinochet murieron en sus camas rodeados de atenciones y dejando la democracia “atada y bien atada”; el ideólogo de Pinochet, Jaime Guzmán Errázuriz, asesinado (¿o fusilado?) según algunos, murió por su propia trampa, pues sostenía que el condenado a muerte tenía una última ocasión para arrepentirse y, así, salvar su alma inmortal.

 

Los tiranos temen el juicio de su pueblo y su función, como cobardes que son, es huir de la justicia. Augusto Pinochet y Alberto Fujimori han sido actores geniales en el arte de conmover a los ciudadanos en su trágica y miserable vejez. Cada vez que parece que la justicia los va a alcanzar tienen a su disposición un hospital como guarida; en el caso de Fujimori, este personaje suplica al Presidente Vizcarra que no lo deje morir; en el caso de Pinochet, murió haciéndose el demente ante los jueces.

 

En la obra genial de Fiodor Dovstoieski, Crimen y castigo, Raskolnikof, el protagonista, termina reconociendo su crimen y buscando el perdón en el castigo. Los tiranos, como ya son amorales, no tienen ninguna compasión por sus víctimas, sean personas o países – el caso de Hitler -. Como lo sostiene el alemán Haffner en el libro ya citado Hitler ata su destino al de Alemania que merece morir por derrotado  en la lucha y por tener moral de esclavos.

 

Fujimori ante la justicia, muy cobardemente declaró que él no tenía que ver con el Grupo Colina, además, que no había dado ninguna orden de asesinar a varias personas en Barrios Altos y La Cantuta. El jefe del Comando Colina, Santiago Rafael Rivas, demostró que todas las órdenes emanaban del Ejecutivo, en la llamada “guerra sucia de baja intensidad”, es decir, usar los mismos métodos de los terroristas, (recomiendo leer el libro “Ojo por ojo”).

 

El terrorismo de Estado no es lo mismo que el terrorismo de las personas, como tampoco el terror revolucionario no se puede equiparar con el terror blanco (al que recurre la ultraderecha): en el caso del terrorismo de Estado, son los funcionarios del poder quienes utilizan el crimen contra los ciudadanos en vez de protegerlos, y en el de las personas, el terror se emplea para cambiar un estado injusto de situaciones de un país. En algunos casos, el recurrir a la violencia se justifica cuando hay una dictadura prolongada y brutal.

 

La justicia en democracia es todo lo contrario de la justicia dictatorial: en la primera se respeta el derecho a la legítima defensa, por muy chacal que sea el acusado; en la segunda, se condena por el solo hecho de oponerse a la dictadura.

 

El tirano y sus esbirros, una vez expulsados del poder, siempre recurre a las leyes humanitarias que le permitan evadir el justo castigo, razón por la cual la democracia sin justicia no tiene mayor sustentabilidad y el peligro del regreso de los tiranos permanece latente, aprovechando el olvido y el cambio de los vientos de la historias para arremeter de nuevo, (por ejemplo, en parte el éxito de Jair Bolsonaro puede ser explicado porque Brasil nunca juzgó a lis dictadores y se impuso el “perdón y olvido”; el torturador y  asesino Kransnoff, en Chile puede, impunemente, darse el lujo de insultar a sus víctimas acusándolos de terroristas).

 

La existencia de las cárceles en América Latina son un flagrante atropello a los derechos humanos: toda iniciativa que se proponga alivianar el castigo a los internos debiera ser aplaudida por cualquier persona bien nacida, por ejemplo, que no sean pasibles de cárcel aquellas personas que tengan más de 75 años de edad y que en la mayoría de los casos de delitos de baja penalidad se empleen formas alternativas de pagar el daño a la sociedad. A pesar de la mayoría de los integrantes de una sociedad estén por la pena de muerte, no debiera existir, pues el Estado no puede, por principio, convertirse en asesino.

 

 

El pensador francés Michel Foucault en el comienzo de uno de sus libros  describe la condena a muerte  de  Robert  François Demiers la plaza de Greves  de la forma más cruel posible: van cercenándolo por partes y, como se resiste a morir, colocan sus extremidades arrastradas por cuatro caballos que corren en distinto sentido, pero aún no muere el condenado.

 

El hombre y el poder son crueles: en la época del terror, por ejemplo, existían las mujeres  tejedoras, con puesto asegurado para ver las ejecuciones en la Plaza de la Revolución,  (hoy Plaza de la Concordia), incluso, algunos ciudadanos reclamaban por lo rápido que sobrevenía la muerte en la guillotina. En la época de la inquisición algunos condenados tenían el derecho a que se mojara la leña para que la muerte viniera más rápida, gracias a la asfixia. El noble tenía el derecho a morir por medio del hacha – es el caso de Tomás Moro, en Inglaterra -. El condenado común era llevado a la horca.

 

La asociación para delinquir, llamada Fuerza Popular, que tiene la mayoría en el Congreso, y que agrupa a los fujimoristas de antes y de hoy, acaba de dictar una ley ad hoc, especialmente para Alberto Fujimori Fujimori, que permitiría que las internas mayores de 75 años y que hayan cumplido un tercio de su condena y, además, padezcan una enfermedad crónica, y a los hombres mayores de 75  años, puedan aspirar a una libertad vigilada por un artefacto electrónico. Aunque es evidente que esta ley, aprobada entre gallos y medianoche, sea exclusivamente para favorecer a Fujimori, podría perfectamente extenderse a Vladimiro Montesinos y al jefe del Sendero Luminoso, Abimael Guzmàn .

 

Si hilamos más fino, todos los Presidentes acusados de soborno podrían apelar a esa ley – para empezar PPK, que bordea los 80 -; en el caso de Alejandro Toledo, llegaría a la edad necesaria para acogerse al beneficio, lo mismo ocurriría con Alán García y Ollanta Humala. En el fondo, el crimen no tiene castigo, salvo para los que crean en la trascendencia y exista un Dios justo y omnisciente.   

 

Para Gorreti, podría perdonarse a Alberto Fujimori en consideración a que hoy  por hoy no presentaría ningún peligro para la sociedad, pues está viejo y enfermo. (La misma tesis es sostenida por algunos sacerdotes que abogan por el perdón para los autores de crímenes de lesa humanidad, recluidos en el Penal de Punta Peuco). Hay que tener en cuenta, a lo menos, tres  problemas éticos: la carencia de arrepentimiento y de petición pública de perdón; el segundo dice relación con la reparación del daño infringido a las víctimas y a sus familiares; el tercero, que las víctimas acepten el arrepentimiento, el perdón y la aceptación de la reparación por parte de las víctimas y/o familiares. Ninguna de estas condiciones se han dado en el caso de los presos por delitos de lesa humanidad, recluidos en Punta Peuco, y mucho menos en Perú, en el caso de Fujimori, Montesinos y otros.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

13/10/2018

Bibliografía

Foucault  Michel

Vigilar y castigar

Historia de la locura

Las palabras y las cosas

Historia de la sexualidad

Haff Sebastián

Anotaciones sobre Hitler

 

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