La percepción de la clase política como corrupta conduce, necesariamente, al debilitamiento o al fin de la democracia liberal. Por cierto, hay que distinguir de la plebiscitaria de la liberal. Lo ocurrido recientemente en Brasil en una elección entre dos extremos, cuyo clivaje es difícil de definir con precisión, nazismo vs. Democracia, dictadura militar vs. Progresismo, neoliberalismo vs. Nacionalismo de izquierda. Ninguno de estos quiebres, citados constantemente por los analistas, puede dar cuenta de la complejidad político-social actual.
Previo a la Constitución de 1988 se discutieron en Brasil las diversas opciones políticas sobre el régimen político: monarquía o república, parlamentarismo o presidencialismo, federalismo o centralismo, y la mayoría se pronunció por un presidencialismo con ribetes de concederle un enorme poder al parlamento, hoy muy fragmentado. De este sistema político sólo podía surgir, o la corrupción o el militarismo.
El Lava Jato no es más que el resultado de un sistema político que permite la intervención de las grandes empresas, incluidas las estatales, en el soborno a los políticos, (desde el Ejecutivo la consecuente compra del poder parlamentario), todo lo cual redunda en la feudalización de la política.
La corrupción en Brasil – en Perú también – alcanza a toda la clase política e, incluso, la derecha ha tenido una mayor participación y, por tanto, culpabilidad en los sobornos.
La judicialización de la política lleva, necesariamente, a convertir a los jueces que supuestamente combaten la corrupción, en “salvadores” de la ética política, basureada por las corruptas autoridades que, para la opinión pública, son seres apestados y despreciables.
Di Pietro –juez del caso “manos limpias en Italia – logró destruir la corrupta democracia italiana surgida de la posguerra. Desde 1945 la Democracia Cristiana italiana jugó el papel de barrera para evitar el triunfo del poderoso Partido Comunista, que se componía de fracciones que iban desde la derecha Comunión y Liberación, hasta los Cristianos de Izquierda. Para conseguir su objetivo anticomunista estuvo aliada a la “Cosa Nostra” – la mayoría de los alcaldes de Sicilia eran democratacristianos -. La judicialización de la política llegó a la destrucción de los partidos políticos tradicionales y, en vez de perfeccionar la democracia formal, terminó colocando al más corrupto y ladrón de todos, Silvio Berlusconi, quien hasta hoy sigue dominando la política italiana a pesar de su condena.
En Perú la corrupción por el soborno de los políticos terminó por destruir el sistema de partidos, de por sí ya muy débiles, y ha terminado por corroer todas las instituciones del Estado: el poder ejecutivo, con los últimos cinco ex Presidentes, y la candidata Keiko Fujimori, encausados por casos de corrupción. Por su parte, el poder judicial, completamente demolidos por la corrupción incluyendo al presidente de la Corte del Callao, el Consejo Nacional de la Magistratura, varios jueces supremos y sobre todo, el fiscal general, Pedro Chávary, quien se da el lujo de amenazar al actual Presidente de la República, Martín Vizcarra.
En el caso brasilero la corrupción de prácticamente la totalidad de la clase política termina por provocar un odio sin merced a Luiz Inácio Lula da Silva y a Dilma Rousseff, líderes del Partido de los Trabajadores, que un alto porcentaje de la ciudadanía pretende borrar del mapa electoral.
Cuando las elecciones presidenciales se transforman en un “plebiscito de todo o nada”, necesariamente provocan una subjetividad por parte de la ciudadanía en que hay que optar “entre ellos y nosotros”, (algo de eso nos pasó en Chile, en 1964, entre los candidatos Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende, y en 1973, entre la Confederación Democrática (CODE), y el Partido Federado de la Unidad Popular): la radicalización de la lucha de clases termina por cortar toda posibilidad de diálogo. Las armas de la política son reemplazadas por las armas de la violencia militar.
Como lo sostiene Max Weber, la política como salvación termina siempre por destruir los cimientos de la ética de la responsabilidad y de la convicción. Por desgracia, la corrupción estructural que se ha apoderado de la democracia representativa, lleva a los ciudadanos no sólo a odiar a los políticos, sino que lleva consigo la destrucción de la democracia a causa del quiebre entre el pueblo y la casta “feudal”.
El hasta ahora casi seguro triunfo de Jair Bolsonaro, muy tardíamente ha despertado a los demócratas de América Latina principalmente la conciencia del peligro presente de dictaduras nazis – aun cuando la historia nunca es igual, el perpetuo retorno es un mito de la antigüedad, tomado por Nietzsch y a mi modo de ver no tiene vigencia en el mundo contemporáneo); muchos recuerdan, a raíz del triunfo de Bosonaro, la película de Berman, El huevo de la serpiente, la inconsciencia de la sociedad alemana sobre el avance del nacionalsocialismo, y de cómo A. Hitler llevó a su pueblo a la barbarie y al “suicidio”.(Sebastián Faffner, Anotaciones sobre Hitler 2002)
El Partido de los Trabajadores y los demócratas de otros partidos políticos no captaron la peligrosidad del fascismo militar y canuto de Bolsonaro y, muy irresponsablemente, no se unieron en un frente común para rematar el personalismo y mantuvieron la candidatura de Lula ante el último segundo. El fascismo, el nazismo, la ultraderecha neoliberal y el militarismo evangélico siempre han sido pavimentados por el sectarismo de la izquierda: en Italia, la toma de fábricas en Milán; en Alemania, la lucha de clase contra clase, la división sindical y el odio a los “social-traidores.
Nada avanzamos con aprender de memoria las frases más brutales del candidato de la ultraderecha, Jair Bolsonaro, pues la verdad es que debido al odio al Partido de los Trabajadores, gran parte de la derecha democrática brasilera se volcó en masa a las urnas a favor de Bolsonaro. ¿Cómo explicarse que el Partido Socialdemócrata, con su líder histórico, Fernando Henrique Cardoso, sólo obtuviera el 4,7% de los sufragios en las elecciones del pasado domingo, 7 de octubre?
Nada más funesto en política que el miedo. En estas elecciones brasileras se expresó en el terror al castro-comunismo, el odio racial, en el fanatismo moral evangélico que pretende defender la vida, pero termina adorando la muerte – y en un purismo que termina siempre destruyendo la libertad.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
09/11/2018