Diciembre 12, 2024

Delirium tremens

Cierto gacetillero que escribe en El Mercurio, empieza a sufrir alucinaciones a donde concurre. Oficia de profesor universitario, cuyas crónicas se deslizan entre gastadas metáforas, abuso de adjetivaciones y adverbios de ociosa eficacia. Cree ser escritor a quien persiguen por opinar. ¿Ha empezado a ver rinocerontes en su facultad o enanitos verdes colgados de los naranjos de la Moneda? Pueden ser fantasías, temblores, fiebre, propios de quien sufre una enfermedad de compleja cura. Ahora cree ver muertos en todas partes, lo cual sería normal si fuese sepulturero de una necrópolis. Quizá tuvo vocación de serlo a partir de septiembre de 1973, cuando había que asesinar y hacer desaparecer a los adversarios a la dictadura, sin embargo, no prosperó su aptitud. Se dedicó a otros menesteres, donde se brilla al amparo del poder. Sabe dominar las situaciones, en las cuales impera el servilismo y se debe tener espalda de bisagra, bien lubricada. Aspira acallar la opinión de sus adversarios, a golpes de autoridad, jamás mediante el diálogo, pues privilegia el monólogo. 

 

También se siente vigilado por espíritus traviesos, y manifiesta que son otros los profesores de su facultad a quienes jaurías de estudiantes de izquierda, los quieren amordazar. ¿O es él quien pretende amordazar al alumnado? Se escuda en su cargo y sus colegas, en tanto asume la defensa de ellos, bueno, su propia defensa y debido a una paranoia en progresión geométrica, no aritmética, dispara su trabuco a diestra y siniestra, de sargento en retiro.

 

Ha sido acusado de hostilizar a sus alumnos y alumnas de su universidad. Espiarlos hasta en los retretes —si fuese expiar sus culpas de cancerbero sería tolerable— en una diaria persecución que él muy bien sabe cómo realizar, sin dejar huellas. En calidad de empleado de la oligarquía, posee adoctrinamiento, estudios de agente encubierto y se esmera en practicar sus desvaríos, en la soledad de su miseria. Lástima que se llame igual a uno de los poetas chilenos de mayor enjundia en habla castellana, amante de las palabras esdrújulas, de la sensualidad, de la vida, cuyo legado ha enriquecido la literatura universal. Dice el poeta de Chillán: “¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios; la luz terrible de la vida o la luz de la muerte?”

 

El profesor —no el poeta maestro del lenguaje— cuyos títulos académicos, postgrados, investigaciones y libros publicados, nutridos seminarios, a cualquiera abruma, ahora siente la bruma que lo envuelve, igual a aquellas noches tenebrosas de la dictadura cívico-militar. Como idolatra al tirano se comenta que conserva de él un botón dorado de su uniforme. Lo babosea, como si fuera un trocito de la sotana de beato. ¿Acaso quiere pedir perdón, expurgar su permanente odiosidad? ¿Vestir sayo de penitente e irse a vivir a un monasterio? Ni siquiera lo insinúa. Se mantiene aferrado a la ideología de la odiosa muerte, como garrapata, empeñado en eliminar al adversario. Vive encapsulado, aún vestido con traje de verdugo de la Santa Inquisición. Ni si quiera se quita la capucha ni los guantes cuando duerme. Otros aseguran que de bufón rastrero, oficio que realiza de maravillas, desde 1973 hasta la fecha. No olvida haber sido el gracioso por excelencia, encargado de referir chistes e insidias al tirano. Se le pegaba a lo oreja y le sugería acciones contra los adversarios a la tiranía. Hoy habla de infinidad de muertes, sepelios, entierros clandestinos, persecuciones, como si los espectros siguieran sus zigzagueantes pasos en diaria huida. Sueña y piensa en la dictadura, porque la idolatra. ¿Se desvela? Desde luego, para ir a beber vasos de ludibrio a su escritorio, donde elabora asechanzas e insidias, igual a la sangre que necesitan los vampiros para vivir.       

 

 

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