Noviembre 16, 2024

El crecimiento del racismo y la xenofobia

La emoción con que los futbolistas cantaron la última estrofa de nuestro Himno Nacional nos permitió, nada menos, que ganar al campeón mundial de fútbol, España. Hoy es el día mundial del migrante, una hipocresía más de la repugnante raza humana que, en todo el mundo de hoy, los trata como a bestias de carga.

 

 

Cuando tenía el Pasaporte Blujean de Naciones Unidas, en el sitio que correspondía a “nacionalidad”, se escribía “apátrida”, vocablo que no impedía ser tratado con máximo respeto en todas las fronteras, incluso en Venezuela, salvo en el Chile de la dictadura.

 

Actualmente constata la existencia de un millón de chilenos, repartidos en los diferentes países del mundo, y la Oficina para Refugiados a ninguno de ellos les negó el derecho a vivir en el país de su elección, tampoco fueron expulsados, como sí lo hace el gobierno chileno actualmente. Sabíamos que no faltaba quien robaba alimentos en los supermercados (en Francia no constituye delito el robar comida a raíz de la publicación de la novela Los miserables,  de Víctor Hugo); personalmente, en una temporada fui guardián de un supermercado y no podía ni quería denunciar a quien se llevaba un chocolate.

 

Los ex países socialistas, gobernados hoy por partido nazi-fascistas – Polonia, Hungría, Checo-Eslovaquia – prohíben el paso por sus fronteras, especialmente de sirios, iraquíes, afganos, incluso, los repugnantes magiares han construído un muro en la frontera con Serbia, que no tiene nada que envidiar al antiguo muro de Berlín, que separaba las Alemanias, y que rechazaban con mucho ahinco los capitalistas de occidente. Ya no se escucha críticas al muro de Hungría, como lo hacía JF Kennedy en Berlín -.

 

Salvo Ángela Merkel, educada en la CDU de Alemania Democrática, la mayoría de los Presidentes de Europa, incluido el de Francia, “tierra de asilo”, trata con desdén a los refugiados condenándolos a un barrio-campamento, en Calais.

 

La xenofobia y el racismo son productos del miedo que la especie humana tiene al otro distinto, razón por la cual no falta a quienes les gustaría que toda Europa fuera de raza blanca y, ojalá, profesaran el credo cristiano; en Francia, por ejemplo, a los argelinos, tunecinos y marroquíes se les dice “ratones”, y cuando la policía asalta su barrio, a este hecho se le llama “ratonada”. Los guetos no siempre han sido judíos: los hay de senegaleses, haitianos, argelinos y de otros países, especialmente africanos.

 

¿Y cuál es la función actual de Naciones Unidas frente a la ola masiva y continua de refugiados, que no sea alabar el comercio explotador entre la Unión Europea y el gobierno turco? ¿Qué le importa a la FAO a unos diplomáticos siúticos, con olor a lavanda, que la mayoría de los pobres del mundo tengan que alimentarse con comida obtenida en los vertederos o a la salida de los restaurantes? ¿Qué le importa a los purpurados y otros de la jerarquía eclesiástica que “los pobres coman mierda y beban orina”? Al parecer, no han sabido interpretar la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro.

 

Trasladémonos a América Latina: en Colombia hay un millón de venezolanos, la mayoría de ellos con doble nacionalidad. En las plazas públicas de Cúcuta y Bucaramanga duermen familias enteras, quienes se alimentan, a veces, con solo una arepa al día. Miles de venezolanos siguen viajando más de mil kilómetros a pie para llegar a Nariño, frontera con Ecuador, pasando por páramos de menos ceros grados. Continúan de esta forma recorriendo Ecuador para llegar al “paraíso” prometido en Perú. En estos tres países se han dado cuenta de que el exilio es más infernal que la cruda pobreza en Caracas, que si bien son acogidos por algunos, otros los tratan con desprecio, temiendo que les arrebaten su pan y su trabajo. 

 

Ricardo Belmond, actual candidato a alcalde por Lima – una especie de “don Francisco” de casi 80 años, se ha referido a los venezolanos como “tipos cobardes, que arrancan, en vez de luchar en su país”, e imitando a Donald Trump, “los peruanos primero”.

 

En general, los países de América del Sur están exigiendo Pasaporte a los venezolanos – como si fuera tan fácil y económico el obtenerlos -.

 

Nuestro país es la meca del racismo, el clasismo y la xenofobia: los yanquis inventaron que este país era el más rico de América Latina, con su torre “fálica” más alta del Continente, y con unas “casitas” del barrio alto que ya, de lejos, superan los metros cuadrados de las que cantara el inolvidable Víctor Jara. Cualquier nuevo rico – roto metido a gente – puede tener un Ferrari, y un ex general de ejército, una fábrica de autos de lujo -.

 

En Barnechea, Vitacura y Las Condes actualmente no hay viviendas para “rotos”, pero, al menos, existe la Línea 1 del Metro, con calefacción, y aire acondicionado en verano, que los lleve para trabajarles a los “cuicos” y a los siúticos que se creen tales.

 

De repente empezaron “a invadir nuestras limpias y ordenadas calles", barridas por “mujercitas del pueblo, pueblo”, y negros y negras y negritos,  y con su cabello crespo. El panorama se presentaba bonito, pues le daba colorido a nuestras calles, y los niños “pelais” podían tocar las pequeñas cabezas de sus pares negritos. Todo estaba bien mientras no llegaran miles y miles de inmigrantes negros, quienes buscaban cobijo en piezas insalubres, vivían hacinados y faltos de aseo cotidiano.

 

Chile ha sido tan buen “asilo contra la opresión” que, la mayoría de los haitianos, famélicos y mal tratados en nuestro país, han pedido al gobierno que los repatríe, pues prefieren volver a la miseria de Cabo Haitiano, que ser humillados y despreciados en Chile. A veces la dignidad vale más que un plato de comida. No olvidemos que los haitianos hicieron posible la liberación de la Gran Colombia.

 

En el Colegio de los Sagrados Corazones, que servían para que la clase rica fuera católica y diera muchos curas, para quedar bien con  Jesús  y demostrar ante el pueblo que eran generosos y caritativos, cada año realizaban “la campaña del kilo”: cada niño aportaba un kilo de alimento no perfectible, destinado a los pobres. Muchos de los padres y apoderados eran dueños de fundo, en consecuencia, uno o dos  kilos de porotos no les costaba nada. Otra acción benéfica y misionara consistía en que cada alumno apadrinara a un niño de África o de Asia, con quienes manteníamos una comunicación epistolar, desconociendo la vida de las viviendas miserables de sus familias.

 

 

 

A lo mejor, a los jesuitas, que cuentan con padre Felipe Berríos en el vertedero de La Chimba, en Antofagasta, se les pudiera ocurrir que los niños de sus colegios tuvieran la oportunidad de conocerlas.

A diferencia de tantos países y personas en el mundo que nos recibieron solidariamente, el Chile de hoy y sus gentes no es “el asilo contra la opresión”, sino una caterva de consumistas y egoístas al extremo.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

O2/09/2018   

         

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