Diciembre 4, 2024

La era de los sátrapas

No suelo usar el término “totalitarismo” para designar el poder absoluto, pues me parece más pertinente para calificar el nazismo, fascismo y estalinismo, que lo que hoy está ocurriendo con Rusia, Hungría, Polonia y los país Checo y Eslovaco; tampoco se adecúa el concepto fascismo-nazismo, menos el de populista, más bien es el advenimiento de la era de los autócratas.

 

 

Que el cristianismo, en muchos períodos de su historia, haya servido a los tiranos, y que el evangelio, que habla de un pobre de Nazaret, lo conviertan en la justificación fanática de los peores crímenes que la humanidad haya conocido en nombre de esta doctrina, y que para Marx y sus seguidores la religión “es el opio del pueblo”, le queda corta pues, en muchas ocasiones, ha sido un veneno letal.

La ideología marxista, (mi padre, un auténtico cristiano y que amaba al pueblo, leía compendios de filósofos que lo interpretaban muy mal) se convirtió, a la larga, en la dictadura del proletariado, una estupidez en que el Partido manda sobre el pueblo, el Comité Central sobre el Partido y la Comisión Política sobre todos los demás estamentos, terminando en el dictador.

Al ser los seres humanos la especie            más ruin que habita este minúsculo planeta, y que, además, repite los errores, los antiguos fanáticos estalinistas pasan muy rápidamente a convertirse en los más brutales ultraderechistas: es el caso de los polacos, de los húngaros, lo búlgaros, los checos y los eslovacos, (cuando escuches a un personaje en extremo ultraizquierdista – en orden a la dialéctica – hay que tenerle mucho cuidado pues, de seguro, va a terminar en ultraderechista, (véase el caso de los miristas y mapucistas de años 70, que se dan el lujo de tratar al  Presidente Salvador Allende de socialdemócrata, el único valioso personaje de la izquierda latinoamericana que tiene algún valor moral).

Lo que une a los autócratas actualmente, en Rusia y los ex países de la URSS es profesar un cristianismo fanático, que persigue a musulmanes, homosexuales o, simplemente, agnósticos. Vladimir Putin, el húngaro Víktor Orbán,  y los jerarcas checos, polacos y eslovacos, en su fanatismo religioso se han convertido en opresores, al estilo inquisidor de la Edad Media.

Polonia, (es el predilecto de Donald Trump), Hungría, Eslovaquia y la República checa forman parte de la Unión Europea, y sus sueños serían que Rusia – ahora un país tan ortodoxo- pasara a integrar la Comunidad Europea, y por qué no, integrar una alianza militar contra los ateos chinos, tarea que parece muy difícil, pues China tiene una muy sólida alianza con la Rusia de Putin.

Para los beatos de occidente, que condenaban a la República Democrática Alemana, RDA), por tener un muro, hoy el gobierno de Hungría, presidido por Orbán, ha construido uno más grande y extenso, a fin de evitar que entren los inmigrantes a este país provenientes de Siria, Afganistán y de países africanos. Orbán se vanagloria al poder evitar que la migración entre en la Comunidad Europea. Los pueblos, además de analfabetos políticos, son idiotas, y en las elecciones han votado tres veces consecutivas por el partido ultraderechista FIDESZ, pues el Partido Socialdemócrata sólo obtuvo el 12% en las últimas elecciones.

Las leyes húngaras prohíben prestar todo tipo de auxilio a los inmigrantes, incluso, obliga a los médicos a incumplir el juramento de Hipócrates; su lema, “Dios, Honor y Patria”, y el vivir cotidiano está planteado en ese sentido, entre la competencia entre el Corán y el Evangelio.

El enemigo principal de Orban es el millonario judío George Soros, quien además de haberse hecho famoso por su intervenciòn sobre la Libra Esterlina tiene, a través  del mundo, una serie de Fundaciones que luchan por un mundo sin naciones, que sería dirigido por  las màs brillantes mentes humanas.

Si juntamos a Donald Trump con Rusia y los demás países del Este  volveríamos muy luego a la era de las tinieblas, donde los fanáticos religiosos ejercían su dominio sobre la humanidad, y a contemplar escenas miserables, como la de los penitentes que, en plana peste del año 1350, sostenían que era un castigo de Dios. Afortunadamente, el mundo de hoy es laico y la mayoría de los obispos chilenos no verán el fuego eterno, por consiguiente, deberán conformarse con el infierno de esta vida.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

31/07/2018             

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