Tan trágico como el paco cobarde que dispara a un hombre desarmado que maneja un auto, es que haya gente y no poca, que justifica ese actuar.
Ya hemos dicho que una contundente prueba de la inexistencia de democracia en el país es la existencia del cuerpo de Carabineros. No hay día en que no nos sorprendamos con lo que se nombra por los voceros policiales y del gobierno, como un hecho aislado, pero que suceden con una frecuencia de espanto.
Carabineros se acostumbró a ganársela fácil.
No habría que decirles donde están los traficantes y las armas. Esa es una información que maneja todo el mundo que vive en las cercanías de las zonas en las que esos funcionarios no entran.
Medio Santiago escucha las balaceras con las que la delincuencia organizada celebra sus triunfos o despide a sus muertos. Y no se sabe de operativos policiales que partan de inmediato para poner las cosas en su lugar.
Pero si podemos ver el encomio y gallardía que ponen los agentes para controlar a estudiantes sentados en una plaza y la oportunidad de los aguerridos mandos de cercar esas zonas para llevarse detenidos a tres flacos que se fuman un cuete. O para castigar duramente a la mujer que se gana la vida vendiendo frutillas. O a un estudiante que pide monedas por tocar la flauta.
Formados en esa filosofía que pone un énfasis criminal para detener a un chofer de Uber pero que jamás aparecen cuando un narco es llevado al cementerio en medio de ráfagas de armas automáticas, son los funcionarios policiales.
Simplemente cuando la cosa es peligrosa, no aparecen.
Carabineros debería disolverse como una medida democráticamente higiénica. Y deberían ser procesados sus mandos y todo el que se demuestre como culpable del abuso del que son objetos inocentes personas comunes en todo el país.
Como es posible suponer, en el robo más grande que se tenga memoria en la historia, hecho delictual llamado por la prensa como Pagogate, cometido por altos mandos policiales, todo va a quedar en nada o bien poco.
Y las sucesivas denuncias de otros robos por parte de generales y de altos oficiales, terminarán siendo anécdotas de las que, en breve, pocos se van a acordar.
El mundo seguirá andando.
Esa escuela de la impunidad que instituyó la dictadura en los cuerpos armados hace un daño de incalculables proyecciones a esas instituciones que terminaron siendo supuradas por la infección de la corrupción. Y respecto de las cuales la cobardía de los políticos de la Concertación no fue capaz de corregir oportunamente.
Hoy ya el cajón de manzanas se agusana por los cuatro costados.
Carabineros se ha transformado en tonton macoutes cuya misión es cuidar la propiedad privada de los poderosos y disparar a todo lo que huela a pobre. Nombrados han sido los famosos viáticos por cuidar forestales y sus funciones como guardias privados de fundos y plantaciones.
Y notable el empeño que ponen para castigar a la pobres viejitas que venden cilantro y papas en las calles de Temuco, por ser consideradas como atentados a la libre competencia.
Carabineros ha caído en una espiral de descrédito de la que será difícil salir, entre otras razones porque insiste en hundirse más cada día en ella. Los aportes que hacen para ganarse el desprecio y por cierto el miedo de la gente, son tan amplios como imaginativos.
El escándalo que será motivo de burla de las policías y agencias de inteligencias del mundo a propósito del bullado caso Huracán no deja de entregar sorpresas y motivos que mueven a risa.
Y todo no pasaría de ser un simpático gag propio de los comediantes de la televisión si no supiéramos que por esa vía tramposa tanto como estúpida se metía gente presa sin pruebas y con montajes.
“Tenemos que actuar en forma severa y rigurosa” dice el vocero uniformado y no se le mueve un musculo de su cara.
Todos vemos a diario como los mandos respaldan el actuar de los funcionarios que cometen abusos y delitos amparados en el uniforme y sobre todo, en el arma que porta y que se supone entregado por el Estado para la protección del inocente.
Pero hay un subproducto peligroso que deja la corrupción policial transformada ya no en el famoso hecho aislado, sino en una cultura.
Aquel civil que cree de verdad y en consonancia con sus más profundas convicciones que la policía tiene derecho de matarte por el solo hecho de desobedecer una orden.
De ahí a justificar la prisión, la tortura, la ejecución y el desaparecimiento de personas, hay un solo y peligroso paso y la demostración palpable de la victoria de la dictadura.