En Chile se ha instalado una putrefacción galopante, mal al que suele llamarse corrupción. Aunque discrepo del uso del vocablo corrupción, porque reduce el poder de este flagelo
Lo que reina en Chile es una podredumbre desbocada como caballo chúcaro, que se lanza a correr y termina muerto.
La corrupción no siempre tiene olor. Si alguien es untado con un fajo de billetes, las manos no le quedan fétidas.
No tiene olor el dinero y es inmaculado como doncella. Puede ser guardado en el banco a nombre de la cónyuge, de los nietos como lo pregona el candidato a la presidencia de Chile (nos) Vamos.
También puede ser escondido debajo del colchón, en una alcancía cuando la cantidad se ajusta al precio del beneficiado. Este estímulo se llama coima y se entrega detrás de la puerta.
Ahora, si el dinero tiene varias cifras, es enviado a Suiza, o a las islas Caimán; sitios tan socorridos por las elites de nuestro empresariado, a quienes ahora los espían.
La putrefacción es la descomposición de una sustancia por la acción de diversos factores y produce, por ejemplo, olor nauseabundo como el que desprenden las cabezas de pescado arrojadas a la basura, nadie lo aguanta.
La socorrida y celebre frase: “Algo huele mal en Dinamarca” es insignificante en comparación a cuanto sucede en nuestro país!
Es como si a alguien se le escapa una ventosidad en la sala de concierto. Nadie se va a sonrojar, culpar al oboe o expresar estupor haciendo aspavientos, temeroso de ser culpado del gaseoso desvarío.
“En Chile todo huele a nauseabundo”, podría ser la expresión destinada a evidenciar el grado de putrefacción que han alcanzado nuestras instituciones. Ya sean privadas, públicas o mixtas, donde ninguna se salva, ni siquiera los bomberos. Y como éstas son manejadas por seres humanos, la hediondez se esparce por doquier.
La dictadura cívico-militar liderada por El Mercurio, la SOFOFA —donde se espían ellos mismos— la oligarquía y el traidor Pinochet, alentaron la pudrición a rajatabla, método por excelencia, destinado a mantener el control del poder.
¿Desde cuándo olemos a cloaca? ¿Siempre nuestro país estuvo bajo aires nauseabundos?
Hasta principios del siglo XX, soplaban vientos de soterrada corrupción. Casi sin olor, que eran tolerados por el olfato del pueblo, resignado a soportar el abuso, temeroso de Dios y del látigo del terrateniente.
Ello constituía la norma, la sacrosanta institución dirigida a pervertir, donde el maridaje o concubinato entre la política, la iglesia y el poder del dinero, vivían años de esplendor.
Época donde el presidente de la república, sus ministros, los parlamentarios miembros de la oligarquía, sabían cómo repartirse el botín del estado. De quedar migajas sobre la mesa y si caían al suelo, servían para untar al rebelde.
Rousseau anunció en El Contrato Social: “El hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe”. Por algo esta sociedad nos conduce a amar los bienes materiales, el dinero, el poder y las lisonjas. Flaquezas del espíritu, que a diario debemos combatir.