El texto que publico a continuación es el que abre la primera parte del libro “El chavismo salvaje”, intitulado “¿Qué es la polarización?”. He considerado necesario agregarle una breve introducción, en la que hago un ejercicio muy conciso de actualización. Las circunstancias lo exigen.
Puesto que las de hoy son circunstancias muy similares a las de 2002, año del golpe de Estado contra Hugo Chávez. El mismo odio, el mismo miedo, el mismo espíritu de venganza. Los mismos crímenes atribuidos automáticamente al chavismo, no importando si luego las investigaciones arrojan conclusiones que lo desmienten. Las mismas brutales golpizas a personas por el simple hecho de “parecer” chavistas. El mismo furor antipolítico, el mismo envilecimiento de una minoría muy violenta, rechazada por la mayoría de la población venezolana, incluyendo la mayor parte de la base social del antichavismo.
La misma impostura sobre la polarización entendida como enfrentamiento irracional de dos fuerzas equivalentes, con la salvedad de que ya no se trataría exactamente de dos fuerzas: del lado del chavismo apenas persistiría un Gobierno muy débil que ha “traicionado el legado” de Chávez, razón por la cual, de acuerdo a lo que plantean los análisis más condescendientes, solo faltaría resolver el misterio de cómo es que todavía una pequeña parte del pueblo y, más curioso, del movimiento popular, le sigue apoyando.
Los ejemplos sobran, pero con fines estrictamente ilustrativos podrían citarse tres de ellos: Eleonora Cróquer Pedrón se refiere al “gobierno caótico y delincuencial de Maduro” (1), y describe así la situación política en Venezuela: “por un lado, los excesos de un ‘gobierno’ espectral, mercenario y totalitario; y, por el otro, los despropósitos e inconsistencias de una ‘oposición’ negadora y debilitada por el logos nostálgico y profundamente autoritario que la rige” (2). Es también el caso de Emiliano Terán Montavani, para quien “el horizonte compartido de los dos bloques partidarios de poder es neoliberal” (3) o el caso de Keymer Ávila, quien, a propósito de la convocatoria a Asamblea Nacional Constituyente hecha por el presidente Maduro, ha escrito: “Si este proceso lo ganan (sic) cualquiera de los dos polos aparentemente antagónicos perderemos todos, la Constitución hay que protegerla de ambos bandos” (4).
Con sus honrosas excepciones, y con notables desniveles en cuanto a rigurosidad analítica, quienes reproducen las diversas variantes de este discurso de la polarización incurren en los mismos errores o despropósitos de hace quince años: en su afán por marcar distancia del conflicto político, terminan suscribiendo las posiciones del antichavismo, incluso del más antidemocrático, o asumiendo posturas que le son completamente funcionales.
Se ha dicho demasiadas veces que hay hechos históricos trágicos que se repiten como farsa. En el caso del manido discurso de la polarización, habría que decir que hay errores que son aún más trágicos cuando se repiten.
Es el tipo de error que se comete, por ejemplo, cuando no se distingue entre la “política boba”, que enfrenta a las líneas de fuerza más conservadoras y autoritarias del chavismo con lo más ruin del antichavismo (5), y el conflicto histórico en desarrollo actualmente en la sociedad venezolana, que enfrenta dos proyectos políticos antagónicos.
Incluso a quienes hemos combatido desde siempre a los policías del pensamiento y la política entendida como ejercicio paranoico, nos resulta sospechosa la total ligereza con la que son tratados asuntos tan decisivos como la guerra económica contra la población venezolana y su relación directa con los esfuerzos imperiales por retomar el control total de nuestros recursos (en este punto, Terán Mantovani es una excepción). No vale excusarse, a estas alturas, en las deficiencias de la vocería oficial y su propensión a reducir la interpretación de la realidad a mera propaganda. Cuestiónese la propaganda, pero no se incurra en el mismo error de anular la realidad.
Algo muy similar cabe decir a propósito de quienes, como nos corresponde a todos y todas, repudian las violaciones de derechos humanos, algunas de ellas graves, que se producen cuando el Gobierno nacional actúa para mantener, controlar o restablecer el orden público, pero guardan un silencio casi sepulcral frente al ataque sistemático de centros de salud públicos, unidades educativas públicas, unidades e instalaciones de transporte públicos, centros de distribución de alimentos públicos, sedes u oficinas de instituciones públicas, actos de sabotaje del servicio eléctrico y, lo peor, el asesinato de personas que no estaban manifestando en contra del Gobierno nacional; actos criminales que, dicho sea de paso, son perpetrados muchas veces con la complicidad de autoridades regionales o locales opositoras al Gobierno nacional, incluyendo los cuerpos policiales bajo su responsabilidad. ¿O es que, cuando de derechos se trata, unos son más humanos que otros?
La indignación selectiva, esa que nos hace lamentar la muerte de unos seres humanos e ignorar la de otros, es una expresión clara y terrible de los niveles de degradación que puede alcanzar el conflicto político, que es lo que ocurre inevitablemente, por cierto, cuando el conflicto no se dirime democráticamente. Pero peor aún es pretender que, en nombre del rechazo a la indignación selectiva, se puede silenciar el hecho de que durante las mal llamadas “guarimbas” de febrero a junio de 2014, treinta y seis personas murieron como consecuencia de acciones de los “guarimberos” y siete a manos de efectivos policiales o efectivos militares (6). ¿Cómo guardar silencio frente al hecho de que este patrón se está repitiendo en 2017, con el agravante de que, en tan solo un mes, la cantidad de víctimas mortales casi alcanza a la de 2014? (7). Es cierto: las víctimas mortales caen “de lado y lado”. Pero hay que tener muy poco coraje para no reconocer que esto ni siquiera está cerca de ocurrir proporcionalmente.
Tratar tan ligeramente asuntos tan decisivos o permanecer callados frente a hechos tan graves solo puede ser funcional a las fuerzas políticas más retrógradas: esas que celebran por adelantado la supuesta inminente restauración de la democracia, cuando lo que están es cerca de aniquilarla; las mismas que intentan crear un clima de crispación tal, que resulte absolutamente natural hablar de “matar chavistas” como si de matar moscas se tratara; las mismas que están haciendo todo lo posible porque haya un baño de sangre en Venezuela; las mismas que, sin vergüenza alguna, hacen bandera política de personas presuntamente asesinadas por partidarios del antichavismo (8).
Porque una cosa es la obligación que tiene el chavismo de asumir la responsabilidad que le corresponde y otra muy distinta es acusarle de ser el “culpable” de cuanto ocurre en Venezuela. En 2002, cuando al menos resultaba novedosa, esta postura era ya sencillamente inaceptable: era la “sociedad civil” atribulada por la “tragedia” que significaba la presencia intolerable de la barbarie chavista. En 2017 la “tragedia” es de mayores proporciones: es todo el “pueblo” levantado contra la “dictadura”, un Gobierno que desconoce la voluntad popular, neoliberal, totalitario, criminal, etc. De aquel fuego revolucionario, de aquel pueblo politizado, solo quedarían las cenizas, y un país en ruinas.
Antes de terminar con esta introducción, quisiera traer a colación una entrevista a William Ospina publicada en El Espectador el 12 de enero de 2013 (9), en la que el escritor era interpelado en términos más bien severos por el contenido de un artículo de su autoría, publicado exactamente una semana antes en el mismo periódico, e intitulado “A las puertas de la mitología” (10).
El artículo en cuestión, en el que Ospina realizaba una elocuente defensa de Hugo Chávez (“Yo creo que ha sido un gran hombre, que ha amado a su pueblo, y que ha intentado abrir camino a un poco de justicia en un continente escandalosamente injusto”), iniciaba con la siguiente anécdota: “Alguna vez le pregunté a García Márquez si no había sido muy difícil ese momento en que buena parte de la intelectualidad latinoamericana rompió con la Revolución cubana, y sólo él y unos pocos siguieron siendo sus amigos. Gabo no respondió con una teoría sino con algo más visceral: ‘Para mí, dijo, lo de Cuba fue siempre una cuestión caribe’. A mi parecer, ello quería decir que no se trataba de marxismo o teorías revolucionarias sino de la lucha de un pueblo por su soberanía y su cultura frente al asedio de unos poderes invasores” (11).
Volviendo a la entrevista, en algún punto del careo con la periodista, Ospina dejó colar la siguiente frase: “Venezuela es el único país de América Latina en donde los pobres están contentos y los ricos están molestos. Eso debería significar algo” (12).
Poco más de cuatro años después, muchos pobres están molestos y muchos ricos están contentos. Eso debería significar algo.
Pero además, para entender lo que acontece a Venezuela hay que preguntarse: ¿quiénes desean la guerra y los sepulcros, y quiénes la paz y la justicia?
Lo de Venezuela fue con Hugo Chávez y sigue siendo con Nicolás Maduro una cuestión caribe. No importa cuántos rompan con nosotros, y si nos quedamos con pocos amigos.
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¿Qué es la polarización? (13)
Recuerdo ese balcón en Sabana Grande, casi sobre la Casanova, la noche del viernes 6 de diciembre de 2002. Los alaridos de horror, la sorpresa, el estupor: todo podía percibirse con una nitidez paralizante. Al cabo de pocos segundos, la explosión de cólera, bramidos aislados e imprecaciones que fueron convirtiéndose en un coro que pedía venganza. Un desquiciado acababa de abrir fuego contra el antichavismo congregado en la Plaza Francia. La noche apenas comenzaba.
Me tocó lanzarme a la calle, rumbo a Plaza Venezuela, donde agarraría el autobús hacia San Antonio de Los Altos. Tal vez fueron los minutos más largos de mi vida. Lo que sí es seguro es que nunca como entonces alcancé a sentir algo parecido a aquel odio que circulaba a corrientazos, como latigazos en la nuca, como el mar embravecido golpeando con todas sus fuerzas las paredes de un malecón. El aire pesado, a punto de desplomarse y aplastarnos a todos, era sostenido a duras penas por el chillido de algún carro, el taconeo nervioso, el rumor colectivo. Odio, mucho odio. Y miedo. En las inmediaciones de la Plaza Francia, un buhonero con apariencia de chavista había sido golpeado salvajemente. El recorrido a casa, que en condiciones ideales puede completarse en menos de treinta minutos, me tomó cuatro o cinco horas interminables. Barricadas en la Panamericana, alimentadas por árboles que eran talados con motosierras por tipos musculosos que vestían a la última moda. Puñetazos y patadas contra los carros de quienes se atrevían a reclamar, por más tímidamente que fuera, contra aquellos métodos de protesta. Gente en las calles, desaforada. Escaramuzas. Noticias de intentos de agresión física contra personas de pública filiación chavista. San Antonio es como una gran urbanización del este de Caracas: furibunda y militante. Aquel día, una parte de la sociedad venezolana, minoritaria pero muy beligerante, acusó automáticamente a su contraparte política de ser la responsable de un abominable crimen en el que, sin embargo, no tuvo participación alguna. Sin pruebas, por supuesto. Sin enmienda posterior. Lo hizo antes y lo continuó haciendo después. Esta falta, más bien este exceso, el conjunto de circunstancias que eximían al antichavismo de reconocer la dignidad e incluso la humanidad de su oponente, era consecuencia de la polarización.
Pero la polarización es una añagaza. El vocablo suele remitir a crispación, predominio de las emociones sobre la razón, intolerancia, invasión de la política en todas las esferas de la vida, etc. Añagazas todas. Trampas de la retórica para cazar incautos o desprevenidos, incluso para movilizar voluntades. Un engaño. En la Venezuela en tiempos de chavismo, el uso del término tiene su origen en una enorme impostura. A grandes rasgos, ésta consiste en aparentar distancia frente al conflicto político, en ubicarse más allá de las dos grandes líneas de fuerzas enfrentadas, para tomar partido por una de ellas, de manera subrepticia.
No en balde, el discurso de la polarización cobró mayor auge justo a partir de 2002, cuando el Gobierno de Chávez estuvo más asediado, y cuando el chavismo fue más vilipendiado, estigmatizado, criminalizado, demonizado. En tal contexto, la noción de polarización traducía el enfrentamiento irracional, fuera de todo cause democrático, lejos de todo respeto por las formas civilizadas de la política, entre dos fuerzas equivalentes, en cuanto a métodos y propósitos: la aniquilación del adversario mediante el insulto, la provocación o la descalificación, primero, y luego mediante la violencia fratricida. En otras palabras, se trata de un discurso que, pretendiéndose como el único autorizado para dibujar un mapa realmente fiel de la conflictividad política, hacía exactamente lo contrario: borronearlo, salvando la responsabilidad histórica de una minoría dispuesta literalmente a todo con tal de desconocer la voluntad mayoritaria del pueblo venezolano, y caricaturizando grotescamente al chavismo, en lugar de hacer un mínimo esfuerzo por retratarlo con justicia.
Además de tamaña impostura, más bien predominante en predios académicos, todavía preocupados por aparentar “objetividad”, tal discurso encierra una gran paradoja, sobre todo cuando se despliega a través de un periodismo que demasiado pronto se liberó de ataduras éticas: la figura de Chávez es a la vez demonizada y endiosada. Chávez sería responsable, antes que cualquier otra cosa, de estimular el “odio social”, “dividiendo” al país en ricos y pobres, oligarcas y bolivarianos (de allí provendría, fundamentalmente, su capital político). Luego, sería el líder mesiánico, vista su extraordinaria habilidad para la manipulación de las masas resentidas y postergadas. Sin embargo, puesto todo el empeño en facilitar el avance de la cruzada moral que él mismo anuncia, concentrado en la distribución de culpas, este discurso supone lo que hay que explicar: cómo se constituye el sujeto chavista. Esta polarización que atizaría Chávez con su “lenguaje violento” sólo es posible haciendo desaparecer al chavismo, es decir, reduciéndolo a una masa manipulable, maleable, pasiva, rabiosa, irracional, que poco o nada juega en esta historia. Así, Chávez es convertido por sus más acérrimos enemigos en un demiurgo que vendría a ordenar lo informe (las masas) para volver a promover el caos. En otras palabras, y para colmo de ironías, en nombre de la polarización, el antichavismo hace aquello de lo que acusa a Chávez: le niega al chavismo su condición de sujeto político, porque de alguna forma hay que explicar el origen de esa fuerza sobrenatural (léase apoyo popular), que exhibe la deidad maligna.
Al menos en su versión más difundida, el discurso de la polarización es hagiografía pura y dura. Pero en este caso, no para justificar a los monarcas, como diría Wallerstein, o como una práctica estimulada por las élites que controlan a su antojo las estructuras de poder, sino para suscitar al sujeto encargado de superar la situación de polarización y poner las cosas en su sitio: la “sociedad civil”. Una suerte de hagiografía a la inversa que legitima la lucha contra el “absolutismo” de Chávez. La “sociedad civil” no sólo es anverso, en tanto que encarna los intereses de las élites que comienzan a ser desplazadas, sino también el reverso del sujeto “pueblo” chavista que, no obstante, permanece invisibilizado, reducido, oculto. Incapacitado, o más bien indispuesto para reconocer lo que pudiera haber de singularidad en el chavismo, concluye invariablemente que Chávez es una reedición del pasado secular, más de lo mismo, el caudillo que siempre vuelve (junto a su montonera) para recordarnos cuánto de barbarie sigue habiendo entre nosotros.
Si Gramsci hablaba de pesimismo de la inteligencia, nuestros hagiógrafos personifican la inteligencia desencantada: la realidad nunca está a la altura de sus expectativas. Actúan como los “historicistas” que retrataba Benjamin, que andan “en el pasado como en un desván de trastos, hurgando entre ejemplos y analogías”. Chávez es inscrito en la regularidad de los caudillos que van y vienen, mientras la decepción crece, porque el presente es siempre una promesa incumplida. Pero si este discurso se conforma con una “imagen ‘eterna’ del pasado”, para seguir con Benjamin, nos corresponde levantar “una experiencia única del mismo, que se mantiene en su singularidad”. Mientras dejamos “que los otros se agoten con la puta del ‘hubo una vez’, en el burdel del historicismo”, nosotros permanecemos dueños de nuestras fuerzas: lo suficientemente hombres “como para hacer saltar el continuum de la historia”.
Corregir la falta de carácter que supone este discurso de la polarización como hagiografía, que atenaza y deshumaniza la figura de Chávez (endiosándolo y demonizándolo al mismo tiempo) y relega al chavismo al ostracismo, expulsándolo del “paraíso terrenal” de la política, implica de hecho desacralizar la política venezolana: la manera como se cuenta su historia, la forma como es concebida y practicada. Desacralizar significa aquí reconocer el conflicto como fundamento de la política y no marcar distancia frente a él en razón de una pretendida superioridad moral ni borronearlo en nombre de la “objetividad” científica o periodística. Justamente porque ambas imposturas se fundan en una condena moral del conflicto (“empatía con el vencedor”, lo llamaba Benjamin), el sujeto de la lucha desaparece de la escena, o solo aparece como muñeco de ventrílocuo. Esto es lo que significa el chavismo: es el sujeto de la lucha. Desacralizar significa por tanto hacer visible a este sujeto, rescatarlo de la oscuridad, lo que por cierto no equivale a retratarlo como el ángel que ha venido a redimirnos o como el profeta en la cruz dispuesto a expiar nuestros pecados. Al contrario, quiere decir retratar al chavismo en toda su profanidad, con sus grandezas y sus miserias. Desacralizar significa también humanizar la figura de Chávez, lo que implica, al menos para el campo popular y revolucionario, aproximarse sin complejos al esquivo asunto del liderazgo.
Se dice, por ejemplo, que el gran problema del chavismo, su principal debilidad, la causa de su fracaso inevitable, es que está aprisionado en la figura de Chávez, que es incapaz de superar ese límite. Una posición tal presupone, obviamente, que el chavismo sólo puede relacionarse con su líder desde una posición subordinada, expresada en el apoyo ciego y la incondicionalidad. Prácticamente no existe diferencia entre esta posición y la asumida desde el comienzo por el antichavismo más rancio. De hecho, puede decirse que no es más que su variante “progre”. Una vez más, lo que permanece oculto es el chavismo como sujeto de la lucha, el hecho de que su propia constitución como sujeto político no hubiera sido posible sin beligerancia, sin conflicto, sin interpelación. Chávez ha prestado su apellido y su liderazgo, pero su liderazgo no es nada sin el chavismo. Son dos procesos simultáneos y dependientes uno del otro: subjetivación política del chavismo e irrupción del Chávez líder.
Una vez desacralizada, podemos hablar de la polarización como el resultado de una interpelación mutua y permanente entre Chávez y el pueblo chavista. La consecuencia es un nuevo universo político: durante largo tiempo reducido a la nada, invisibilizado, silenciado, marginado, el pueblo irrumpe en la escena política para trastocarlo todo. El chavismo encandila: con él se hacen escandalosamente visibles las contradicciones de clase y casta, las injusticias de todo tipo. Una política aletargada y estancada se ve arrollada por un sujeto que agita y se moviliza, demanda y antagoniza. En abierta oposición a la razón desencantada de nuestros hagiógrafos, el chavismo encarna la razón estratégica, como la concebiría Daniel Bensaïd. Con el chavismo, la sociedad venezolana se repolitiza, se reconoce en la actualidad del conflicto, dejando atrás la mojigatería de las formas “civilizadas” de la política, que relegaban al pueblo, en el mejor de los casos, al patético papel de actor de reparto.
Con el chavismo cambió la historia de la política. Por eso, en previsión de las falsificaciones al uso, vale todo el esfuerzo que se haga para contar, tantas veces como sea posible, la historia de cómo es que cuando decidimos luchar, ya nunca más fuimos los mismos. Fuimos mejores. Lo que seguimos siendo, pese a todo.
Notas
(1) Eleonora Cróquer Pedrón. Violencia y espectacularización: del impase de la política a la política del impase en la Venezuela contemporánea. Frontal 27. 22 de abril de 2017. http://frontal27.com/
(2) Eleonora Cróquer Pedrón. Violencia y espectacularización: del impase de la política a la política del impase en la Venezuela contemporánea. Frontal 27. 22 de abril de 2017. http://frontal27.com/
(3) Emiliano Terán Mantovani. Venezuela desde adentro: siete claves para entender la crisis actual. América Latina en Movimiento. 20 de abril de 2017. http://www.alainet.org/es/
(4) Keymer Ávila. La Constitución como pharmakos. Contrapunto. 3 de mayo de 2017.
http://contrapunto.com/
(5) Reinaldo Iturriza López. El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. 2017. Págs. 104-106, 160-161.
(6) AVN. Defensor del Pueblo: Fascismo fue causa principal de las 43 víctimas de la guarimba. 18 de enero de 2016. http://m.avn.info.ve/
(7) Luigino Bracci Roa. Lista de fallecidos por las protestas violentas de la oposición venezolana, abril y mayo de 2017 (Actualizado). Alba Ciudad. 4 de mayo de 2017. http://albaciudad.org/2017/05/
(8) El 6 de mayo de 2017, el partido opositor Voluntad Popular, a través de su cuenta oficial en Twitter, exigía justicia para “Carlos Eduardo, Paola, Kenyer, Almelina y Miguel”, y acusaba al presidente Nicolás Maduro de “asesino”. Los presuntos asesinos de Paola Ramírez Gómez y Almelina Carrillo son partidarios del antichavismo. https://twitter.com/
(9) Cecilia Orozco Tascón. “Chávez entrará a la mitología de los altares callejeros”. El Espectador. 12 de enero de 2013. http://www.elespectador.com/
(10) William Ospina. A las puertas de la mitología. El Espectador. 5 de enero de 2013. http://www.elespectador.com/
(11) William Ospina. A las puertas de la mitología. El Espectador. 5 de enero de 2013. http://www.elespectador.com/
(12) Cecilia Orozco Tascón. “Chávez entrará a la mitología de los altares callejeros”. El Espectador. 12 de enero de 2013. http://www.elespectador.com/
(13) Reinaldo Iturriza López. El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. 2017. Págs. 23-28.