Diciembre 7, 2024

Que los muertos entierren a sus muertos

La historia  nunca ha sido el progreso indefinido de la humanidad, como lo soñaran Jean Battista Vico y Nicolas de  Condorcet, tampoco una declinar, como planteara el pesimista Oswald Spengler, en La decadencia de Occidente. El perpetuo retorno, de Nietzsche, tiene poco sentido, salvo la recepción de la filosofía budista. La dialéctica de triada, del alemán F. Hegel, o bien, La binaria, de Pierre Joseph Proudhon, tienen poco sentido para explicar el acontecer histórico. Una teoría más superficial, como la de las generaciones, de Ortega Gasset, aun cuando es liviana, puede servir para ilustrar este artículo.

 

 

El entender las generaciones políticas desde el punto de vista biológico, como lo hacía Spengler a comienzos del siglo XX, nos permite visualizarlas desde su nacimiento, pasando por el desarrollo, madurez y muerte.

Cuando yo era un joven democratacristiano, hacia los años 60, el gran sueño de “rebeldes y terceristas”, que llegaron a dominar la directiva del Partido, consistía en la fórmula de la alianza social y política del pueblo, cuya versión ideológica era la vía no capitalista de desarrollo, expresada en el famoso libro de Jacques Chonchol y  Julio Silva Solar, El desarrollo de la nueva sociedad en América Latina. Esta alianza entre la Democracia Cristiana y la izquierda tenía dos versiones: una, ultraizquierdista que tenía su correlato en el Frente de Trabajadores, privilegiando su cercanía al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, (MIR) y a la izquierda del Partido Socialista, y la otra, más frente-populista, que se acercaba más a los comunistas y a los radicales. Tanto en el Mapu, como en la Izquierda Cristiana, predominó la primera tendencia. Si recorremos la historia en sus distintos períodos, siempre encontraremos a un cristiano más radical entre los radicales. Por ejemplo, en la Revolución Francesa, el cura Jacques Roux era más rabioso entre los rabiosos.

El sueño de unir la Democracia Cristiana con la izquierda para lograr la unidad social y política del pueblo fracasó rotundamente: primero, se desgajó el Mapu de su tronco histórico; segundo, el DC Radomiro Tomic, con el camino propio, intentó también esta casi imposible unidad entre la Democracia Cristiana y la izquierda; tercero, irrumpió la Izquierda Cristiana con nueve diputados, cifra muy importante en la época; cuarto, la Democracia Cristiana terminó participando en el golpe de Estado de 1973, y sus líderes Frei Montalva y Aylwin engañando a gente honesta, como Bernardo Leighton, Florencio Ceballos, Jorge Donoso, Ignacio Palma, Renán Fuentealba y al mismo Andrés Aylwin para que votaran en el Congreso el “preludio” del golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende.

En los años 60, llamar a la Democracia Cristiana “partido de centro era un insulto, pues incluso, el ideólogo Jaime Castillo Velasco  lo llamaba “partido de vanguardia” – el famoso vuelo del cóndor – por su parte, Rodrigo Ambrosio, Bosco Parra, Luis Maira parecían más jacobinos que el mismísimo Robespierre. Gran parte de esta generación ha muerto o está retirada de la política; otros, como los Mapu, se convirtieron en lobistas y empresarios. Nada más triste  y decepcionante que ver a estos nuevos ricos termidorianos.

En el exilio se armó esta nueva versión de la alianza entre la DC y la Izquierda, esta vez en comedia y arropada por los millones aportados por la socialdemocracia europea, especialmente francesa, alemana e italiana, junto a las Democracias Cristianas europeas. En ese entonces el clivaje se daba entre la dictadura y la democracia.

Por mi parte, debo confesar que puse todo mi empeño a través de las ONGs SERPAJ y CESOC para difundir a través de todo el país la educación democrática y la preparación de líderes para después del plebiscito. El impacto del momento fue muy bueno, pero con el correr de los años, el eje concertacionista – Democracia Cristiana y partido Socialista  – ha sido muy decepcionante, pues no han hecho otra cosa que profundizar y tratar de humanizar el legado de Pinochet. Por otra  parte, debo reconocer que los comunistas de la época tenían razón: sin derrocar a Pinochet sólo nos quedamos con su legado, administrado esta vez por nuevos ricachones, traidores de la Concertación. (Mi padre, antes de morir, visualizó muy bien esta realidad: los dirigentes de la Concertación se convertirían, al poco andar y punta de convivir y transar con los pinochetistas,   en algo muy similar a ellos.

Durante mucho tiempo se les dio cheque en blanco a los líderes de la alianza socialista-democratacristiana para que hegemonizaran lo que se llamó “la transición a la democracia”, que el Presidente Patricio Aylwin dio por muerta muy anticipadamente, sumando la reconciliación entre víctimas y verdugos. Pinochet tenía toda la razón al considerar al Mapu Enrique Correa más leal y eficiente que uno de sus filas, Francisco Javier Cuadra.

Hubo personajes, entre ellos Edgardo Boeninger, quien se opuso a que las empresas estatales, robadas por pinochetistas, fueran recuperadas por el Estado – Penta, SQM y muchas más -. Cuando Pinochet cayó preso en Londres, sus mejores cómplices fueron Eduardo Frei y su gabinete ministerial.

Frente al hecho de la traición de la Concertación, no faltaron personas que lo advirtieron: el diputado Sergio Aguiló, escribió sobre “Chile entre dos derechas”; los auto flagelantes, aunque tímidamente, criticaron al partido transversal de la Concertación y, posteriormente, el Mapu Martínez, lograron muy poco, y esta alianza siguió siendo tan derechista como siempre.

En el año 2009, el 20% obtenido por la candidatura de Marco Enríquez-Ominami fue una seria advertencia de que la Concertación empezaba su camino a la declinación. En 2013, de no ser por la popularidad de Michelle Bachelet,  el eje democratacristiano-socialista hubiera dado su último suspiro. Por suerte para el pueblo, “sobre gustos no hay nada escrito, pero hay gustos que merecen palo”, Bachelet no es más la mensajera del desastre de los segundos gobiernos.

Afortunadamente, vamos a asistir al entierro de la generación de políticos que hegemonizó a la Concertación. La renuncia del ex Presidente Ricardo Lagos a la candidatura a la primera magistratura ha sido uno de los funerales más llorados de nuestra historia política. No faltan los hipócritas que al día siguiente de haber votado en su contra, lo llenan de elogios que, si fueran ciertos hubiesen llevado al insigne estadista a la gloria y, de seguro, se hubiera convertido  en Presidente de la Republica. El dicho de que “no hay muerto malo” es más cierto que nunca.

Tratar de resucitar la Nueva Mayoría, sucesora de la Concertación, resulta una tarea sin sentido, pues los socialistas al optar por Alejandro Guillier, cerraron la puerta a la Democracia Cristiana,  partido al cual  le sería muy difícil resistir una derrota por goleada, en unas primarias que carecen de sentido. Por otro lado, la Democracia Cristiana, hoy por hoy, es un Partido de patronazgo y no ideológico – para citar a Weber – y para sobrevivir requiere de parlamentarios y de funcionarios públicos, y de ir en lista aparte de la Nueva Mayoría se arriesgaría a elegir la mitad de los diputados que pretendería lograr. Por otro lado, los socialistas tendrían que radicalizar su discurso hacia la izquierda, (como lo están haciendo sus congéneres franceses y españoles, para no ser comidos por el Partido Podemos, en España, o la izquierda, en Francia). En cuanto a la Democracia Cristiana, nada peor que si optan por el camino propio, pues sería su ruina.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

11/04/2017                

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