Aquí estoy, de regreso en el frío de Montreal (la primavera se hace la desentendida y el invierno es como esos invitados cargantes que no se van ni aunque el dueño de casa empiece a apagar las luces y aparezca vestido con su pijama) y por supuesto aun desempacando, ya no las cosas de la maleta, sino más bien las memorias de mi más reciente viaje por el sur del continente. En especial, ese Chile hoy distante y frente al cual ya no puedo relacionarme como quien vuelve a casa, aunque tampoco soy tan ajeno como para sentirme un turista. Creo que es el dilema que enfrenta cada uno de los que alguna vez fuimos exiliados y hoy ya simplemente somos “integrantes de la diáspora chilena”.
Una de mis primeras observaciones es ver cómo Chile—al menos en el plano político—se parece a esas historietas en que por años los personajes siguen siendo los mismos sin que pase el tiempo por ellos: ahí están Sebastián Piñera, el mismo que ya rondaba hace más de veinte años y Ricardo Lagos, otro veterano de las lides políticas que aun debe querer ser recordado por acciones más heroicas como el famoso dedo acusatorio contra Pinochet, aunque más bien ahora sea recordado por su cercanía al mundo empresarial. Entre los personajes secundarios un Andrés Zaldívar que viene de la década de los 60, transformado ahora en presidente del Senado, y José Miguel Insulza a quien conocí como fogoso dirigente estudiantil DC y ahora tiene mucho más la apariencia—y algunos dirán que también el discurso— de un hombre de negocios que de un político medianamente de izquierda. El Pánzer, como le gusta ser conocido, nunca podrá sacarse de encima el estigma de haber sido “el que salvó a Pinochet”.
Pero me disculparán los eternos apologistas de la “patria” (palabreja que nunca me ha gustado mucho), pero si cada vez que he visitado mi país natal encontraba montones de cosas irritantes, este último viaje me ha hecho sentir más crítico que nunca de ese entero construct, como dirían los sociólogos, que es la nación chilena. Para mejor comparar, este año—deseoso de escapar del calor de la capital—tuve ocasión de estar en lugares distintos: Isla de Pascua o más bien dicho Rapa Nui, cuyos habitantes al igual que los mapuches no se consideran “chilenos”, y Perú, lo que me ha provisto una perspectiva diferente para emitir mis juicios.
Los rapanui como ellos se hacen llamar no “están ni ahí” con los “continentales”, como llaman a los chilenos, y mientras los más radicales plantean derechamente una separación y eventual integración en una federación polinésica con otras islas del Pacífico, la mayoría sí plantea demandas que parecen más realistas y por cierto muy legítimas ya que apuntan a preservar su propia identidad como pueblo: control a la inmigración e instrucción en la lengua rapanui en las escuelas de la isla. Una cosa que llama la atención es el ambiente de seguridad que se vive en la isla, al contrario de lo que ocurre en el Chile continental donde las casas y edificios se tienen que proteger con enrejados, barrotes y hasta cercos eléctricos (y con toda razón por lo demás, dado el alto grado de delincuencia, especialmente en Santiago), las casas de Rapa Nui no tienen nada de eso, sus patios son abiertos del mismo modo como aquí en Canadá. Sorprendente sin duda.
Entonces viene la comparación más dolorosa, Valparaíso y Lima tienen algo en común: ambas son patrimonio cultural de la humanidad, de acuerdo a la UNESCO. Para mí, ambas son ciudades hermosas, bien merecedoras de esa distinción. En los hechos cada vez que voy a Chile me doy un tiempo para ir a Valparaíso, tomar el trole en el Barón y bajarme cerca del puerto, recorrer sus bares y lugares típicos. Algunos ya hace tiempo que no están más: el Proa al Cañaveral, un icónico restaurante en la Avenida Errázuriz y que visitaba desde mis días de residente en Chile, hace ya tiempo que cerró sus puertas. Así también el American Bar, adonde incluso una vez llevé a mis estudiantes cuando por breve tiempo enseñé en un liceo y organizamos un pequeño “viaje de estudios” por allá por 1972, si no me equivoco. Valparaíso dio una gran sorpresa en la última elección municipal al elegir como alcalde a un hombre de la izquierda no tradicional, Jorge Sharp, a quien ciertamente le deseo éxito, porque no hay duda que tiene por delante una difícil tarea: dignificar a un Valparaíso que parece azotado por la desgracia, desde incendios devastadores, a una constante pérdida de empleos y oportunidades para su sufrida gente.
Sin embargo no puedo dejar de tocar la herida de la dolorosa comparación: mientras recorría el casco histórico de la hermosa ciudad de Lima, que había visitado una vez en 1971 pero de la cual ya poco me acordaba, admiraba el gran esfuerzo y cuidado que los limeños han hecho para preservar esas magníficas iglesias, palacios de tiempos virreinales y monumentos; en contraste, no hay sitio en Valparaíso —por mucha que sea su significación histórica— que no esté cubierto por algún horrible graffiti, las calles y plazas están llenas de basura, a la gente pareciera que poco le falta para defecar en las veredas, eso sin contar la acción de elementos criminales como los que la televisión mostró hace un tiempo cuando un asaltante a plena luz del día y de manera cobarde agredió a una muchacha turista para arrebatarle su mochila. Hay un contraste que hiere entre la belleza de la ciudad y el absoluto descuido, y derechamente el boicot que alguna gente del propio puerto parece hacerse a sí misma, haciendo que la ciudad más bella de Chile sea al mismo tiempo la más sucia.
Naturalmente, en este como otros temas parecidos se dirá que el análisis desde la izquierda no va por ese lado, que esos problemas—incluyendo la criminalidad—son resultado del sistema capitalista agudizado al extremo por el modelo neoliberal imperante en Chile, lo cual hasta cierto punto es verdad (aunque a veces basta para que algún exponente de estas teorías sociales de la criminalidad sean ellos mismos víctimas de algún robo o asalto para que rápidamente se olviden de todas esas explicaciones académicas). La verdad sin embargo, es que si bien la explicación social de la conducta criminal es básicamente correcta, en lo concreto e inmediato a veces algunas soluciones tienen que contener un elemento punitivo que a su vez pueda desalentar esas conductas. ¿Suena eso a recetas que podría haber pergeñado Donald Trump? Bueno, no realmente. Los revolucionarios rusos a poco tiempo de haberse instalado en el poder tuvieron que confrontar una incontrolable ola de criminalidad. La naciente policía de la revolución en la entonces Petrogrado y luego en Moscú y otras ciudades, fusiló a centenares de esos criminales, incluyendo a menores. No se me vaya a interpretar mal, no estoy proponiendo una tal solución para hacer Valparaíso más seguro y amable, a lo que apunto es a que evidentemente una adecuada combinación de medidas educativas y persuasivas, con severas medidas de control y castigo (pero también con reeducación o rehabilitación) de los criminales, muchos de ellos jóvenes, parece ser la única manera de poner fin no sólo a las formas más violentas de criminalidad, sino también a aquellas que aparecen como menos graves como el rayado indiscriminado de sitios públicos. Ah, y otra aclaración, aunque algunos de los que pintan muros son reales artistas—y Valparaíso tiene hermosas muestras en lo que se llama el museo al aire libre—esto es gente con talento como muralistas, ellos son sólo una pequeña minoría, la inmensa mayoría tienen cero talento, se limitan a garabatear algunas cosas ilegibles (tags las llaman acá) y que en realidad no son más que formas de marcar territorio por parte de bandas de narcotraficantes u otras pandillas criminales, porque—la verdad sea dicha—la mayor parte de esos graffiteros sin talento nunca va a llegar a aparecer en las secciones culturales de un periódico, pero eso sí, no me cabe duda que lo harán en las páginas de la crónica roja.
¿Cómo ha hecho Lima para mantener sus monumentos y centro histórico impecables? Por lo que me dijeron, hay bastante personal de seguridad, aparte de la policía misma; pero quizás hay algo más y aquí posiblemente algunos de los chilenos “patriotas” se sientan ofendidos: la verdad es que mal que mal Perú es un pueblo con una cultura milenaria, con una tradición y sentido de comunidad que se remonta a tiempos prehispánicos, algo que no existe en Chile. Admitámoslo, comparado con el pueblo peruano los chilenos somos un pueblo inculto, de poco sentido comunitario y menos con la conciencia social que le permita ver que al rayar un monumento patrimonial uno está destruyendo su propia historia (no sé cuántas veces se ha tenido que repintar la fachada de la Iglesia San Francisco, uno de los pocas construcciones coloniales de la capital, y por cierto el más bello edificio público de Santiago). Aunque a lo mejor algunos piensan que la historia de Chile comenzó con el Festival de Viña, la Teletón y las dos copas continentales que ha ganado la Roja. En ese caso, bueno, uno no podría pedir más a nuestro pobre pueblo, el modelo neoliberal con su énfasis en el individualismo y el egoísmo inculcando que lo social es irrelevante, celebrando la vulgaridad y la tontería transmitida por la tele, sólo habría agudizado elementos caracterológicos que ya habrían estado allí.