Diciembre 7, 2024

A cada cual su Stalingrado

En Ecuador el domingo se sabrán los resultados de la campaña presidencial en la que se enfrentan principalmente dos fuerzas capitalistas: la de la vieja derecha, con sus partidos corruptos y con el dinero de los hombres más ricos del país, y el sector neodesarrollista y progresista dirigido por el actual presidente Rafael Correa y su partido Alianza País, cuyo candidato es Lenín Moreno, sin duda mucho mejor que sus adversarios y el favorito en las encuestas, pues el gobierno de Correa hizo bastantes cosas buenas.

 

 

La campaña ha sido gris y no entusiasmó, ya que la izquierda ecologista, feminista, obrera e indigenista –que se separó hace rato de Correa– no pudo presentar un candidato con posibilidades reales, y la derecha ni siquiera logró unificarse y espera, sobre todo, de su control de los medios de información.

Pero como demuestran los ejemplos de Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa mismo y hasta Lula y Néstor Kirchner, llegaron a la presidencia teniendo a todos esos medios en contra y sólo posteriormente sus propios errores y limitaciones políticas les fueron dando credibilidad a los ladridos de esa jauría.

Es obvio decirlo, pero en estas elecciones presidenciales en Ecuador se dirime la relación de fuerzas entre los principales bloques capitalistas del país, con la intervención oculta, como siempre, del Departamento de Estado y de las trasnacionales, con una izquierda social muy golpeada y desilusionada por el gobierno de Correa y que no está en condiciones de ser protagónica. Sobre todo ahora que Correa no pensó nada mejor en épocas electorales que ocupar militarmente el territorio de los indígenas shuar para obligarlos a aceptar instalaciones petroleras en su territorio y asestó así un golpe simultáneo a la defensa del ambiente y a la autonomía de los pueblos indígenas, ambos derechos constitucionales fundamentales.

Sin embargo, hay analistas que escriben y vuelven a escribir muy orondos que en Ecuador se está librando una nueva batalla de Stalingrado.

Como se sabe, Ecuador tiene apenas 16 millones de habitantes, es decir, sólo ocho veces la cantidad de muertos en Stalingrado. Como se sabe también, entre agosto de 1942 y principios de 1943 Hitler perdió en Stalingrado cientos de miles de sus mejores tropas y oficiales, su imagen de invencibilidad y la iniciativa en la guerra, que terminó con la ocupación soviética de Berlín.

En 1937 Stalin había decapitado al ejército. El pacto Molotov-Ribbentrop le permitió ocupar media Polonia, pero sin oficiales capaces fracasó en la ocupación de Finlandia frente a fuerzas muy menores. Confiado en la alianza con Hitler, perdió casi toda la aviación –que estaba en tierra y sin camuflaje– y más de un millón de hombres cuando inició la ocupación alemana. Pero el pueblo soviético resistió heroicamente y venció.

La fuerza de un país reside en la voluntad de lucha de su pueblo, no en su gobierno, el cual, como mucho, es sólo uno de los factores que inciden en la relación de fuerzas.

¿Acaso Cuba era más débil en los años en que estuvo radiada de la Organización de Estados Americanos –precisamente los de mayor apoyo a su revolución en todos los países latinoamericanos– que hoy, cuando se desvanecieron los principales gobiernos progresistas?

Los soviéticos, pese a Stalin, salvaron la democracia en el mundo y a los eslavos y los pueblos asiáticos de la esclavitud que les preparaba el nazismo. Son los pueblos los que establecen la relación de fuerzas y no sus direcciones transitorias.

Hay gente que juzga al revés y, acostumbrados a servir toda la vida a diversos gobiernos progresistas o no, ven las hojas, no los rábanos, y confunden una elección presidencial con un nuevo Stalingrado porque, según ellos, quien resiste hoy a la derecha agente del imperialismo no es el pueblo ecuatoriano, sino Rafael Correa.

En mi opinión, va a ganar Lenín Moreno y las cosas van a quedar como están. O sea, sin soluciones de fondo, porque Correa ni eliminó la dolarización de la moneda ecuatoriana ni aplicó las propuestas de la comisión Olmos, de excelente nivel, después de la auditoría de la deuda externa –que sigue pagando– ni defiende el medio ambiente. Si ganase la derecha, por supuesto que la situación se agravaría, pero el pueblo ecuatoriano no dejó de existir y ya derribó con su movilización a los presidentes Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez e impuso finalmente la Revolución Ciudadana de Rafael Correa.

No son los equipos progresistas los que resisten (muy poco y muy mal) al imperialismo y a la derecha, sino la presión popular la que moldea y cambia a ex menemistas, como los Kirchner, en defensores del mercado interno o militares como Hugo Chávez, partidarios originalmente de un socialcristianismo a la Maduro, en organizadores de poder popular con una línea anticapitalista. La altura de los dirigentes depende de la altura de la ola social sobre la cual surfean, y si caen o evolucionan mal, eso no se debe al oleaje, sino a su impericia. ¿Quién obliga a Evo Morales, por ejemplo, a construir un museo Morales, donde se exhibe como trofeo una camiseta de Neymar o a presentarse para una tercera relección anticonstitucional?

En la visión de las elecciones presidenciales ecuatorianas, con toda su importancia, que no les quitamos, no hay sólo una ridícula exageración sino, sobre todo, un enfoque conservador, desde los gobiernos, de los procesos históricos. Si quieres medir a los de arriba, mira lo que están dispuestos a hacer los de abajo sobre los cuales aquéllos se sostienen.

Estos consejeros de los gobiernos son muy malos, porque no son capaces ni siquiera a posteriori de preguntarse sobre el por qué de las derrotas de aquéllos, que atribuyen a la ultraizquierda o, peor aún, a la negra ingratitud tanguera de quienes cambiaron de opinión y de frente y convirtieron, por ejemplo, a Cristina Fernández de Kirchner, con su 54 por ciento de votos, en una perdedora.

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