Noviembre 18, 2024

La precariedad también mata

Los marxistas decíamos que la misión principal del Estado capitalista era la represión de la clase que conformaba la burguesía por ser propietaria de los medios de producción, sobre las demás. Después comprobamos con tristeza que ello ocurría en todos los sistemas. También que hay Estados capitalistas que reprimen, pero que protegen. Ese podría ser el caso de los países escandinavos. También el Estado japonés se ha caracterizado por mantener alguna preocupación por los más débiles y en la actualidad lo ha manifestado frente al trabajo precario. Se ha preocupado de legislar sobre este y, en particular, sobre el “karoshi” nombre que se le ha dado al fenómeno de la muerte por exceso de trabajo. Y no es la muerte de trabajadores viejos o de mediana edad, ni de los que ejecutan los trabajos pesados, sino de trabajadores jóvenes, que aún no han llegado a la treintena y que trabajan en el escritorio. El Ministerio de Sanidad del Japón lo reconoció en 1987 y estima que podría llegar a causar alrededor de 10.000 muertes anuales. La mayoría de los casos de “karoshi” se producen por derrames cerebrales y ataques cardíacos en jóvenes que hacen un excesivo número de horas extraordinarias. Dados los bajos salarios, hay trabajadores que pueden llegar a hacer más de 100 horas extraordinarias en una semana y por largos períodos. Situación prohibida por la legislación laboral japonesa, pero que muchas veces los mismos trabajadores la esconden para poder mantenerla. La muerte de un trabajador que ha trabajado 100 horas semanales durante tres meses ya es calificada como karoshi y si un juez lo determina así, su familia recibe una compensación de unos US$20.000 por parte del gobierno y pagos de hasta US$1,6 millones por parte de la compañía.

 

En Japón siempre se trabajó mucho y muy duro, pero había una concepción de amor al trabajo y de trabajo en equipo, porque las empresas, como respuesta al “taylorismo” previo se adscribieron a la concepción de “calidad total”. Una de las consecuencias de la división del trabajo que facilitó el surgimiento de  la producción industrial, el “taylorismo”, consistió en la creación de organizaciones en las que el conocimiento, la capacidad de aprendizaje y de innovación se encontraban repartidos en la propia organización y no solo en un grupo de sus miembros. Es decir, ya nadie fabricaba íntegramente un bien determinado, sino cada uno era experto en una pequeña parte de él, pero solo en ella. El conocimiento estaba fragmentado, distribuido a través de la estructura. El modelo tayloriano separaba las funciones entre los que las planificaban y los que las ejecutaban. Ello favorecía a las jerarquías del organigrama, dejando a los niveles inferiores solo con el conocimiento más elemental. Posteriormente, las exigencias de la modernidad y de la globalización estimularon la competitividad, generando una preocupación mayor por la calidad, obligando a que la inteligencia organizacional se distribuyera entre sus integrantes y no quedara, exclusivamente, en la alta jerarquía de la empresa. Ello llevó a la democratización del conocimiento y de la toma de decisiones a lo largo de toda la cadena productiva. Las empresas japonesas fueron pioneras en la “calidad total”, le dieron la bienvenida al nuevo orden social y comenzaron a financiar sindicatos, grupos culturales, casas para los trabajadores, transporte, instalaciones recreacionales, clínicas y guarderías. En poco tiempo la vida comenzó a girar en torno al trabajo. Pero al ser un trabajo participativo y no mecánico se desarrollaba con placer.

Ello cambia a mediados de los 80. La economía mundial decide externalizar el trabajo productivo a los países donde se pagaran menores salarios. Se conserva en los países grandes como Japón la producción de patentes. Se gana con las marcas y el capitalismo financiero. Los países pobres aportan a la economía mundial sus recursos naturales y la mano de obra barata, casi esclava. El crecimiento económico se dispara, provocando lo que se conoce como una “burbuja económica” y los más ricos de los países más ricos lo fueron mucho más, llegando a diferencias entre ricos y pobres nunca antes vistas en el planeta.

 

La externalización de la manufactura a los países pobres disminuyó el empleo productivo en los países grandes e intermedios y la tecnología digital comenzó poco a poco y crecientemente a disminuir fuentes de trabajo. La tendencia  nuevamente fue concentrar la creación e innovación en grupos técnicamente superiores y dar el trabajo restante a trabajadores polifuncionales con bajos salarios. En Japón siguieron amando el trabajo, pero la mayor parte del nuevo era monótono y sin creatividad. El conocimiento ya no se compartía en toda la cadena productiva como en los tiempos de la “calidad total”. El trabajo productivo se transformó en casi esclavo, sin sindicatos y sin honor. Si bien el exceso de horas de trabajo mata, también lo hace la pérdida de la dignidad, cualidad que caracterizaba a la clase obrera en el mundo antes de los 80. El trabajo polifuncional es prescindible, por lo tanto los trabajadores tratan de ganarse a los patrones o jefes permaneciendo el mayor tiempo posible en el lugar de trabajo, sin molestar a las jerarquías con una queja.“Alargar horas y horas a la jornada laboral aumenta el estrés y eso pasa factura en la tensión arterial”, indica la siquiatra María Inés López-Ibor de la Universidad Complutense de Madrid. Esta sería la consecuencia más inmediata por un exceso de trabajo, “pero en estas situaciones pueden aparecer otros cuadros como la depresión, el insomnio o las dolencias musculares”, añade la psiquiatra.

 

Y la muerte por exceso de trabajo y largas horas de traslado, ya que los más pobres deben vivir en áreas apartadas, no es solo un fenómeno japonés. En China mueren al día unas 1.600 personas por guolaosi, que es como se conoce a la muerte por exceso de trabajo en ese país. “India, Corea del Sur, Taiwán y China —las nuevas generaciones de economías emergentes— están siguiendo los pasos que dio Japón en la posguerra hacia trabajar largas jornadas”, advierte Richard Wokutch, profesor de gerencia en la Universidad Tecnológica de Virginia.

 

Todos sabemos que al empresariado, y especialmente a las empresas enganchadoras o terciarizadoras, les conviene contratar personal por bajos salarios, pocas horas de trabajo y agregar horas extraordinarias cuando las necesiten. Así se libran de todos los compromisos que las leyes laborales definen para los contratos indefinidos. Y eso está ocurriendo en todos los países del mundo. El trabajo precario se impone y la disminución de fuentes de trabajo lo precariza mucho más.

 

El stress laboral aumenta por los bajos salarios, por la falta de democracia en el conocimiento y por la sensación de que el trabajo ejecutado no es importante. Así lo sienten los millones de trabajadores de los call centers de todo el planeta. En Chile algunos pagan a sus trabajadoras por llamada realizada.

 

Efectivamente, Chile no se escapa del fenómeno. Aumenta el trabajo de feriantes y vendedores por cuenta propia. No existe protección laboral y las condiciones de trabajo son insalubres. Más aún, se establecen condiciones aberrantes en el caso de los inmigrantes que vinieron a participar del milagro chileno. Y cada vez disminuyen más las fuentes de trabajo. Ello se puede ver en el retail, forma de comercio preferente de los grupos económicos más poderosos. Ahora se comenta que uno de los más ricos del mundo, el chileno Andrónico Luksic, también entra al negocio del retail. En estos edificios elefantiásicos, que Saramago llamara “cavernas”, donde se ofrecen créditos a sola firma a los más pobres para hacer sus manejos financieros y bursátiles como La Polar, en algunas secciones ya no se encuentran vendedores y los cajeros disminuyen reemplazados por máquinas. Todos sabemos que la producción agropecuaria es cada vez más digitalizada con mucha creatividad empresarial y empleo temporero. En el Lago Ranco, en la finca ganadera más sofisticada de Latinoamérica, propiedad de la familia Edwards, las vacas están quietas, con música y films campestres y bucólicos, porque “así dan más leche”, dicen los vecinos del lugar. También se necesita menos tierra y menos trabajadores, agrego yo.

 

En nuestro país no se habla del desempleo creciente. No se trata de innovar, así como lo hace Edwards con las vacas, en la legislación laboral. El Gobierno central debería disminuir la jornada de trabajo a seis horas para que los empleados administrativos pudieran afrontar mejor las horas de desplazamiento a sus lejanos hogares. Se debería implementar becas sobre materias de innovación para comenzar a usar el tiempo libre de los “desvinculados” de tareas técnicas.

 

Nadie habla de esto, pero ya todos deberíamos saber que, como ocurre en Japón, la tendencia a compensar la precariedad laboral con más horas de trabajo o sobreendeudamiento, enferma y mata, o lleva al suicidio por la monotonía de esas vidas y la ausencia de esperanzas.

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