Recién asumidos, ciertos alcaldes ansían la inmortalidad. Ejecutar las promesas electorales y así aspirar a que una calle de su comuna, lleve su nombre. Algunos empiezan a dar soluciones de birlibirloque. En su esencia, la prestidigitación también abarca a la política. Uno cree ver o escuchar una cosa, sin embargo, se trata de otra cosa.
En semanas, los alcaldes ansían resolver lo que no se ha logrado desde la conquista española, donde el país se atiborró de inmigrantes de Europa y de Asia. Llegaban a estos andurriales, al imperio del Tahuantinsuyo, convencidos muchos de ellos que se trataba de América del Norte.
El alcalde de La Reina, obsesionado con el robo de automóviles en Santiago —¿quién no?— pretendía amurallar la comuna. Como en la Edad Media. Dotarla de trincheras, fosos, empalizadas y garitas de vigilancia. Admirador de las novelas de caballería como Don Quijote, y del feudalismo europeo, imaginó que hacerlo, protegería a su comuna de la epidemia de la delincuencia.
No iba a dotar, desde luego, a sus habitantes de ballestas, mandobles y armas arrojadizas, para resguardarse de la invasión foránea, venida de los barrios bajos. Menos aún, exigirles el uso de corazas y obligarlos a circular por las calles con adargas.
Sus asesores le advirtieron que la solución, iba a significar asumir recursos que no disponía el municipio, y soportar la burla de sus adversarios, que por serlo, viven despotricando. Volver al feudalismo en pleno siglo XXI, constituía un exceso, no un proceso.
El alcalde José Manuel Palacios, ansiaba construir una muralla China, o más bien, un muro a la mexicana. Como arquitecto de iniciativa, pensaba viajar a China, no a la provincia rebelde de Taiwán, y visitar la muralla. O escribir a Donald Trump, para que lo orientara en su magno empeño urbanístico.
Después de cabildeos, consultas a quienes pasean en coches a los bebés en las plazas, y a los jubilados que beben café en los mall, decidió cambiar de idea. Instalar en cambio, pórticos de seguridad en cada bocacalle. Así, protege a sus habitantes de los “portonazos”, sistema que la delincuencia criolla, tan original, copió de otros países en vías de desarrollo.
Oscar Sumonte, alcalde de Concón, construye en estos días, un muro divisorio en la playa los Lilenes. Así divide a los nativos de los inmigrantes, y agrada a la pedantería. Como los chuscos abundan en el sector, ya lo motejaron de “Sumuro”.
En las Condes, donde ejerce Joaquín Lavín, barajan otras ideas, cuya genialidad ha asombrado a los expertos. Nada de muros, porque quebranta la estética. Dotar, en cambio, a los guardias de seguridad de electroshock, manoplas, gas pimienta, alfanjes, para combatir la delincuencia. Entrar a la guerra, no de trincheras, sino de cuerpo a cuerpo. ¿Y si se equivocan y le aplican una descargar eléctrica al mozalbete, hijo de su papá, por el solo hecho de tener tatuajes y usar pirsin?
En el bucólico Pirque, Cristian Balmaceda, atornillado en el ayuntamiento —no confundir con el otro ayuntamiento— arrastra una querella criminal por fraude al fisco. Contrató a la mamá de un concejal. Ella jamás trabajó en el municipio. El caso cayó en manos de los sabuesos de la PDI que pronto dieron con la bribonada: el sueldo iba derechito a las faltriqueras del concejal. Además, le penan 500 millones de la venta de permisos de circulación, que circularon por debajo de la mesa, sin respetar semáforos ni discos pare. Historias que corroen la quietud de una comuna, donde el paisaje pastoril, invita a la creación poética. No al escamoteo.
Claro que, la más extravagante de las ideas, las quiere realizar un alcalde de una pequeña ciudad, perdida en la geografía del país. Invitar a los jóvenes a las bibliotecas municipales, a talleres de pintura, de creación literaria. Integrarse a un conjunto de música o participar en las disciplinas deportivas. Explicarles a quienes son amigos del grafiti, que esta expresión puede traer belleza, si se realiza con dignidad. Bueno. Ese alcalde no existe. Fue derrotado en las últimas elecciones municipales.